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Historias del Kronen y «nuestro monstruo cotidiano»


       Like a caterpillar that transforms into a moth that transforms into a butterfly, the serial killer also transforms.
            Serial Killers, Joel Norris

 

Historias del Kronen (1994) ha sido comparada con la que fuera la primera novela de Easton Ellis —más conocido por American Psycho (1991), puesto que Menos que cero (1985) también trata de las fiestas frenéticas de unos jóvenes de las clases pudientes de Los Ángeles, de su hiperhedonismo, que coquetea con la violencia y con el snuff movie. Es cierto que José Ángel Mañas ha reconocido que no había leído la novela del norteamericano cuando escribió la suya y, sin embargo, más allá de las diferencias formales o estilísticas, da la impresión de que a partir de las nuevas condiciones materiales que con la entrada en la posmodernidad pasan a modelar la existencia de los individuos lo que tocaba para quienes habían crecido en la nueva cultura de masas post fuera escribir una novela en la que hiperhedonismo y violencia se fundieran; y esto es precisamente lo que hacen estos autores con la que fue su primera publicación: retratar la juventud de la que forman parte, que nada tiene que ver con el sesentayochismo, o en el caso español, con la Movida madrileña.
       La cultura en que se afirma esta juventud cuaja en Occidente a principios de los años 80 y debe ser comprendida a partir de lo que fue la primera escisión de los lenguajes culturales, y como resultado de importantes tensiones que caracterizan la lucha por la hegemonía cultural durante la década anterior. Con todo —y esto es lo que debe retenerse—, la cultura conformada a partir de dicha división seguirá siendo de masas y espectacular; es más, su estatuto sólo ha sido renovado y así en la cultura de masas post ese elemento «emergente» del que nos habla Raymond Williams será el sexo y la violencia.
       Henry retrato de un asesino (1986), la película favorita de Carlos, el protagonista de Kronen, es un buen ejemplo de este nuevo culto lúdico-libidinal. Basada en la vida de Henry Lee Lucas, el filme ganador del Festival de Cine Fantástico de Sitges de 1990 no muestra sin embargo episodio alguno que ayude a comprender el mal o esclarezca sus causas, sino sólo la violencia llevada a cabo por esta clase de individuos en su espectacularidad cuando tal vez, en el making of, debería figurar que siendo niño Henry fuera obligado por su propia madre a ver cómo ella mantenía relaciones sexuales con otros hombres a cambio de dinero, o ya que en su primer día de escuela (y aquí coinciden las biografías de Lee Lucas y Charles Manson sorprendentemente) fuera castigado a ir vestido de niña al colegio. Sucede entonces a causa del sadismo de los padres, cuando entre el año y medio y los cuatro años y medio se adquiere el lenguaje, que un significante primordial para el desarrollo posterior del sujeto no es introducido en su universo simbólico; esto es lo que Lacan llama «forclusión» y, de darse en un niño, es probable que en un futuro desarrolle la psicosis. Pero las vidas de Lee Lucas o Manson, como las de otros asesinos nacidos en los años 40, distan mucho de parecerse a las de Carlos o Patrick Bateman (el yuppie psicópata protagonista de American Psycho), de cuyos pasados nada sabemos, pero nada hace sospechar una suerte igual. Pues a diferencia de estos últimos los primeros fueron asesinados por todos los agentes de la vida desde su nacimiento: aquellos que los rodeaban y que supuestamente estaban encargados de cuidarlos, empezando por la madre y terminando por el sistema penitenciario, razón por la cual sus vidas sólo pueden ser contadas como una «heterotanatobiografía».
       Y, no obstante, nos dice Lacan que la «forclusión» también puede darse a partir de algo totalmente opuesto al sadismo como consecuencia de la incapacidad de la madre para marcar un límite al placer del hijo al tratarlo como apéndice suyo, lo que nos mete de lleno en el tema del narcisismo, camino que habrá que tomar al hablar de las disfunciones de la cultura posmoderna cuando nada apunte a otra parte. Señala Simon Reynolds que «la contracultura buscaba invertir, en masa, el Complejo de Edipo (el trauma que rompe la simbiosis paradisíaca de los niños con la madre, y les enseña a vivir sin ella, a conformarse con menos)». De ahí esa reivindicación, a la vez poética y psicótica, de la madre, que simboliza la vuelta al paraíso: el estadio [narcisista] del espejo designado por Lacan como «yo-ideal». Carlos, Bateman o Álex (el protagonista de La naranja mecánica) responden a este patrón. De hecho, cuando la psicosis se manifiesta en el caso del primero lo hace bajo un signo solipsista —( )— que sirve de coartada al crimen; éste debe ser entendido como desembocadura de todas las anteriores formas dialógicas y supone la culminación de un proceso, un principio más que un fin, en el que el gran ausente es el otro.
       Con todo, la historia del narcisismo de Carlos no acaba aquí ni tampoco en el nuevo tipo de competencia surgida a partir del contexto de liberación sexual; bebe también de la idea de vacío existencial derivado de la ausencia de valores fuertes, del rechazo al amor y, gracias en parte al gesto subcultural, del yo ideal impuesto exteriormente, es decir de todo aquello que a ojos de Freud hace evolucionar al yo alejándolo de su narcisismo primario y lo empobrece mediante desplazamientos de la líbido. Dicha dinámica, que debería servir para reconquistar el narcisismo primario perdido en algún momento, no funciona en su caso probablemente porque no habría razones objetivas que justificaran tales desplazamientos, lo que debe ser enfocado con el más potente haz de nihilismo (como también el hecho de que haya sido posible la idealización del mal, que pasa a ser el significante fundamental en el registro simbólico del protagonista).
       Hay que entender la idea de vacío existencial a partir de la realidad hostil de una España que en 1992, cuando se estaban celebrando los Juegos Olímpicos de Barcelona y José Ángel Mañas empezó a escribir su novela ya conocía la desafección política y la ausencia posmoderna de sentido. Por tanto, Sexo, drogas y rock and roll será la fórmula lenitiva que escoja el sexo promiscuo, las drogas y las fiestas que se suceden a gran velocidad evocando el desastre —como sucede en una de las series de accidentes de Warhol (Orange disaster)—, o algo peor relacionado con la remoción de ciertos límites y, de ahí, con el triunfante «ímpetu antiedípico» de finales de los años 60.
       Que la última sala del placer es la antesala del horror, es algo que nos  enseña la mística budista, donde todo lo que es demasiado Yin muta a Yang, o viceversa; pero también el psicoanálisis por el que sabemos que estando Eros y el instinto de muerte tan fundidos el uno en el otro, y siendo que el placer no se goza sino en su contraste, no es casual que sea la clase de individuos ociosos como Carlos quienes víctimas de la propia inmanencia instintiva —de su mecanismo desautomatizador— terminen por dar con los placeres más intensos de la crueldad, como sucede en Menos que cero, donde entre el sexo, drogas y rock and roll de siempre aparecen otra clase de diversiones tales como ver una snuff movie o ir a «echarle un buen vistazo a un cadáver». Así transforma la cultura al individuo cuando ya nada la sostiene hasta que emerge el monstruo.

 

© Víctor Mercado


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Victor MercadoVictor Mercado (Barcelona, 1982) es profesor, filólogo con Máster en Literatura Comparada (2014) y doctorando. Es autor de Contracultura y desencanto. El hippie, el yuppie y el serial killer para una construcción de la identidad cultural posmoderna (Libros En Su Tinta, 2016). Combina la investigación académica con la creación literaria.