The Barcelona Review

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Pruebe los frenos


Es el día perfecto. El cielo está recubierto de nubes grises y no llueve. Saco del bolsillo de la mochila la llave plateada que hace juego con la cerradura. La miro antes de torcerla dentro del agujero. Mis ojos se reflejan en el brillo. Papi dice que soy su versión mejorada. Yo opino que soy su versión empeorada, aunque me alegra verlo reflejado en mí. Es como si nunca dejara de estar a mi lado.
            La brisa husmea dentro de mi falda y me acaricia el pecho.
            Igual a como hago cada tarde de lunes a viernes, dejo la mochila sobre el sofá tan pronto entro. Las rutinas son importantes. Hacen que me sienta bien, que me crea que no sucede nada. La verdad del caso es que también me hacen pensar todo lo contrario.
            En la mesa del comedor coloco el libro de geología que me regaló un maestro. Él dice que soy su mejor alumna, que espera grandes cosas de mí, y que debería dejar de tomar tanta aspirina, porque puede crearme adicción o hacer que suceda algo raro en mi cuerpo y entonces necesite más pastillas para apaciguar los dolores de cabeza.
            Abro el libro en la primera página y me aferro al sobre manila que guarda mis calificaciones del semestre. Me siento satisfecha y sé que mis padres también lo estarán. Querrán darme dinero para ir al cine. Me da lástima ser incapaz de cumplirles el deseo de tener una hija normal.
            Pincho en la puerta de la nevera el papel donde aparece la colección de Aes. El imán que escojo es el que tiene una foto de mí. La observo y una sonrisa leve surca el negro de mis pensamientos.
            Mercedes, mi madrastra, quien también es mi madre, toma la foto el día en que intento correr bicicleta sin las ruedas de seguridad. Aparezco con una camisa rosa, espejuelos rosa y volantes rosa en el manubrio.
            Hace mucho que no uso rosa.
            El menú tiene que ser sencillo, la comida no debe tardar en prepararse más de media hora. Quiero tener tiempo para mí. Hoy la cena será pasta.
            Mercedes compra vegetales frescos en el colmado, pollo enlatado en Sam’s, porque dice que es el mejor para las ensaladas, y solo le gusta la salsa Ragú. Uso el cuchillo de cortar carne. Una vez leí que cocinar es buena terapia para las personas como yo.
            Yo especifico que cortar vegetales y pollo enlatado es buena terapia para las personas como yo.
            Cada vez que huelo el mejunje de especias y condimentos cociéndose en la olla, pienso que hago algo por mi familia, que no soy una carga. Papi no se cansa de insistir en que no tengo que hacerlo, Mercedes me da las gracias cada noche.
            La cena está lista. Dejo la pasta tapada y llevo la ensalada a la nevera. Faltan exactamente cuatro horas con veintitrés minutos para que llegue papi. Está bien que él llegue primero, porque es más fuerte que Mercedes, y podrá manejar la situación con más calma y sabiduría. Mercedes llega en exactamente cinco horas con trece minutos. Ella solía llevarme a la escuela cuando pequeña, por eso su turno es distinto. A lo mejor por costumbre conserva el horario.
            Lavo los trastes. Dejo para el final el cuchillo de cortar carne, porque es bueno seguir los planes establecidos. Es el único utensilio que seco cuando termino. Lo llevo conmigo cuando me voy al cuarto y lo coloco sobre el gavetero.
            Saco la flauta de su estuche y toco de memoria la mitad del Caprice 24 de Paganini.
            La primera vez que soplo una flauta correctamente tengo la boca en casi una mueca para que el aire salga centralizado y hacia abajo. Me paro frente al espejo que tiene la maestra en el salón y soplo hasta quedarme sin aire. El gran esfuerzo provoca que me maree y que pierda un poco el mundo de vista. En el espejo se refleja una imagen turbia de mí. La contemplo con la mirada fija, aunque no cese de moverse como si estuviera en un carrusel. Es la primera vez que también me hago la pregunta.
            (¿Así se siente dejar de respirar?)
            Llevo la flauta al borde de la ventana y me siento sobre una de las esquinas de la cama. Los asesinos en serie preparan habitaciones para llevar a cabo sus matanzas. Yo llevo más de cinco años preparando la mía, pero solo una persona morirá. El juego de sábanas nuevo todavía huele a jabón de lavar, ese olor tan peculiar que me asegura que pertenezco a un hogar. A la derecha de la cama hay dos estantes que sirven para organizar mis películas. En el extremo contrario, frente a mí, es donde está el librero y el armario con puertas de cristal.
            El día de mi quinceañero, Mercedes me muestra mi nuevo armario. Ella opina que todas las mujeres deben tener un armario atractivo y zapatos para cada ocasión.
            En mi tablilla favorita del librero están los libros de Harry Potter con figuras de acción que colecciono por años. Harry Potter es una saga que marcó otra generación, cuando yo todavía lloraba en el preescolar, por lo que mis amigos dicen que debo leer Los juegos del hambre o Correr o morir. Me levanto y paso la mano sobre el lomo de los libros. Me gusta sentir las letras abultadas sobre la yema de los dedos.
            Aprendo una palabra en clase. Catarsis.
            Catarsis. Creo que algo así siento cuando toco libros.
            El prisionero de Azkabán tiene detrás de la contraportada tres fechas distintas escritas a bolígrafo azul. La Orden del Fénix, a pesar de tener solo una fecha, caló hondo en mi psiquis. Me parte el corazón de solo distinguir los tonos azules de su sobrecubierta.
            En la víspera de Año Nuevo, mientras escucho cheribones explotar y huelo los residuos de las bombas de humo, leo los últimos capítulos. Me intriga saber (desde entonces, todos los días, como si tuviera una grabadora en la cabeza que me repite lo mismo una y otra vez) qué hay detrás del velo y a dónde exactamente se fue Sirius.
            Retomo el cuchillo y lo sujeto con la boca en lo que abro la ventana. Por entre los hoyuelos del escrín me llega el olor a chuletas fritas. Cuando Fernando y Bianca lleguen, tendrán almuerzo. A mitad de tarde, como todos los viernes, después de ver la novela de las 3.00, querrán venir a visitarme. Pondrán de excusa que tienen examen o un proyecto o una asignación que no entienden, y que cuando terminen iremos a dar un paseo en mi carro (que no es mío, sino de Mercedes), por lo que me tocaría mentir también y cederles mi cuarto. Solo que esa tarde van a tener que posponer el encuentro, porque nadie abrirá la puerta ni contestará el celular. Me pregunto qué dirán cuando se enteren. Imagino que Bianca llorará. Quizás en unos meses hasta dejen de frecuentarse, porque verse las caras será como verme a mí, y ninguno podrá con el recuerdo.
            Por lo menos ese será un recuerdo llevadero, incluso tema de conversación cuando lleguen a la universidad. De seguro hasta encontrarán amigos nuevos que, conmocionados por la historia de una pérdida así, querrán compartir más a menudo con ellos. Eso será bueno. Todos merecen tener amigos, y dicen que los amigos que se hacen en la universidad duran para toda la vida. Eso es muy, muy bueno.
            Yo no debo conocer más gente. Mi dolor me lo impide. Es un dolor punzante, creciente, que se me anida en el pecho y se alimenta de mis latidos; un dolor absurdo, sin fin, que no me deja continuar, que me hace sentir avergonzada cada vez que sonrío; un dolor cobarde, que lleva años matándome a paso lento, hasta dejarme convertida en esto.
            Nada. Pura nada.
            El celular vibra en el bolsillo de mi chaleco. Lo busco y veo el nombre de Natalia en la pantalla. Me pregunto qué dirá cuando se entere. Espero que no piense que ha sido culpa de ella.
            El 19 de febrero Natalia intenta cortarse las venas, pero no intenta quitarse la vida. Si hubiese querido suicidarse, hubiera hecho los cortes a lo largo de la muñeca, no a lo ancho, para irse derechito a la morgue y no al hospital. A Nati le gusta llamar la atención.
            El 7 de febrero Nati pelea con su madre porque esta le tira a la cara una caja de condones y le dice que recuerde que sin gorrito no hay cumpleaños. Nati siente tanta vergüenza que empieza una discusión de casi quince minutos. Cuando está más calmada, le pido que no sea tan odiosa, que su madre hace bien, que es hasta gracioso. Le digo, también, que los padres tienen maneras peculiares de enseñar, que debe ser más comprensiva.
            De veras espero que no piense que ha sido culpa de ella. Ella lo menos que ha hecho ha sido amargarme la vida, sino todo lo contrario. Es una de las pocas personas en quien confío, aunque no lo suficiente.
            Cuando Nati se corta las venas, me molesto con ella. Se lo hago saber. No voy a su casa en dos semanas. Me pide perdón durante meses, siempre con la mirada hacia el piso. Lo que no le digo es que estoy molesta porque se burla de nosotros.
            Nosotros.
            Me pregunto cuántos más habrá y si me he cruzado con ellos. Quizás sí. Cuando estoy «afuera», como me gusta llamarle al mundo externo a mi habitación, la gente me mira a la cara y es como si no viera nada. A lo mejor los demás también traen puesta la máscara. Esa engaña fácil, incluso a mí, y no puedo hacer las preguntas indicadas a cada persona que veo. (¿Eres como yo? ¿Te sientes como sumergido dentro de un mar ahogante y vives tras la máscara de la mentira de decir que eres feliz? ¿Estás triste? ¿También lloras un llanto invisible que no te deja dormir?) Serían indicios de un caso de locura, y yo seré diferente, pero no un caso de locura.
            (¿Comprendes esto que llevo dentro?)
            No.
            En mi cuarto vivo mi realidad, el silencio me la confirma. No importa dónde ni con quién esté, me siento sola. Completamente sola.
            Vacía.
            Sin ganas.
            Justo antes del final, ¿en qué piensa la gente que se quita la vida?
            Lo sabré en unos minutos.
            Me lanzo sobre la cama, boca arriba, escupo el cuchillo hacia el lado y extiendo las manos al espaldar. Allí en esa cama soñé otros universos, otras posibilidades. Si tan solo fuera así de fácil.
            Exhalo. Este trabajo de respirar se vuelve cada minuto más complicado.
            Veo el árbol de plástico donde tengo acomodadas las prendas, la pared decorada con carteras, el cuadro de una flor.
            Mercedes se sorprende de verme un sábado en la mañana, en la mesa del comedor, con tijeras, papeles de colores, un trozo de madera viejo y pintura en aerosol. Le digo que hago un cuadro y le muestro cómo va quedando. Mercedes me dice que es hermoso, que tengo buena vista para el arte. Me sugiere que coloque los recortes de pétalos más grandes cerca de la estigma, que así la flor se vería más natural y estructurada.
            Sé que voy a extrañarlo todo, porque todo eso soy yo. ¿Quién escuchará tanto Cultura Profética cuando yo no esté? ¿O Lorde y Paramore? ¿Será que me extrañaré al otro lado? ¿Sabré siquiera quién soy?
            (¿Quién soy?)
            A veces pienso que las cosas tienen alma, a su manera. Por eso me pregunto si las cosas que deje sentirán alguna pena luego de mi muerte. Puede que sí, después de tanto cuidado y cariño que les he dado. Dejar una nota no es parte del plan. (Primero, no tengo explicaciones; segundo, es innecesario; tercero, lo considero estúpido. Cuarto, no tengo un motivo, al menos no como los demás esperarían. Un átomo es la porción más pequeña de un elemento y retiene las propiedades químicas de este. Los átomos se unen para formar moléculas y compuestos. El motivo, y resultado, es la vida.) Aún así, allí, en medio de la habitación, observando los objetos que me pertenecen, siento que ellos merecen alguna despedida, a lo mejor porque serán los testigos del acto y debo tenerles alguna cortesía. Cierro los ojos y profeso un murmullo: lamento abandonarlos tan pronto, libros, películas y etcéteras.
            Llega el momento. El plan es sencillo: rodearme de aquello que me da paz e identifica las distintas personalidades que he tenido en vida. Al fin y al cabo, quiero una muerte digna y elegante. Busco los dos libros del señor Potter y un tercero aleatorio, la pulsera de bodas de Mercedes, la flauta que reposa sobre el borde de la ventana, una cinta que lee Alto Honor, mi primer diario. Hago hileras perfectas a ambos lados de la cama. No puedo ni imaginar qué pensarán los agentes que les toque investigar mi crimen.
            Vuelvo a despedirme. Esa vez, de la atmósfera de emociones invisibles que pueblan la habitación.
            Sobre la mesa de noche, en un cuadro, está una foto en blanco y negro de mi madre. Mi madre biológica y tocaya.
            Penélope está enferma. Mi llegada a este mundo marca su partida.
            La foto de mi madre permanece en el mismo lugar desde que tengo dos años. No sé qué debo sentir al mirarla. Creo que le estoy agradecida, pero a veces me avergüenzo porque quizás debo sentir más, y también porque de solo pensar en quererla a ella, que es una desconocida, siento que insulto a Mercedes, que tanto me da.
            Antes de morir, Penélope le dice a papi que debe quedarse con Mercedes. Saber eso me causa pena, no por Penélope, sino por mis padres. Me duele pensar cuánto peso podrían tener las palabras de los muertos. Yo espero que eso no pase conmigo. A menos que sean recuerdos de palabras de aliento.
            Mientras esperamos la comida en Tutto Italia Ristorante de Epcot, les pido que se vayan de viaje por el mundo tan pronto yo comience la universidad. Ojalá entiendan a qué me refiero con universidad.
            En marzo de 2003 tomo una foto de ellos. Mercedes no quiere que la oiga, pero le comenta a papi que esa foto es solo el comienzo de una gran carrera en fotografía.
            Sobre el gavetero, enmarcada entre bordes de oro chapado, yace la foto. No creo que la calidad fotográfica venga de mí, sino de ellos. Se ven tan felices. Siempre se ven felices. A veces me pregunto si ellos sabrán lo que siento, lo que pienso. Me pregunto si después de que yo me vaya se esfumarán también sus sonrisas.
            A través de las puertas del armario se materializa la caja roja, donde guardo cosas inservibles o que no uso. Siento que debo sacar algo de allí y ponerlo entre los objetos que me acompañarán durante el proceso.
            En el interior de la caja hay una pintura de un diente de león destruyéndose al viento. Debajo de este se esconde una cuica rota y una caja más pequeña donde guardo cuarzos y cartas con imágenes de hadas.
            Durante la época de mi búsqueda espiritual compro libros sobre budismo, el islam y un juego de cartas del tarot. O mejor dicho, un oráculo de cartas con imágenes de hadas. Un tal Brian Froud es el artista.
            Rebusco entre las cartas hasta encontrar las dos que más recuerdo.
            Las instrucciones del oráculo especifican que, si esta es la primera vez que leo cartas, debo ponerlas boca abajo, barajarlas y tomar un par. Esas dos cartas son las cartas que me identifican, que identifican mi vida, lo que soy, lo que no soy, lo que quiero, lo que me aterra, lo que sea, por lo que debo darles un significado personal. Tomo la libreta que tiene cerezas dibujadas en la portada. El rojo es tan brillante que contrasta con el fondo oscuro. Me gusta cuando los colores de alto brillo hacen ese juego con la oscuridad. Se parecen a mí.
            La primera carta, The Maiden, muestra una niña hada sentada sobre una flor. Se me salen las lágrimas cuando la veo. La primera palabra que me viene a la mente es inocencia, la alegría de la inocencia. Eso significa para mí. Para Froud significa nuevos comienzos, nacimiento, felicidad, esperanza. Por un momento pienso que Froud y yo tocamos música en la misma clave. La segunda carta que volteo y pongo en mis manos es Mikle à Muckle, un hada masculino que aparece de lado, riendo. No me gusta. Presiento que esconde un lado oscuro (no un lado oscuro como el mío, claro, sino uno peor: el lado oscuro de la gente mala) que no puedo ver.
            Mi mente no debe funcionar bien. El significado que le doy a Mikle à Muckle es aterrador: alguien a quien no quisiera cerca de mí, alguien engañoso, que se burla de los demás, que no tiene nada que ofrecer más que sufrimientos. En el libro de recomendaciones e instrucciones de cómo usar el oráculo dice que esa carta es una representación de buena familia, bendiciones diarias, aventuras y exploración. También dice que es sinónimo de cambios positivos y disfrutar la vida. Estoy tan confundida y frustrada que guardo las cartas. ¿Cómo algo tan malo podría, también, ser tan bueno?
            (¿Cómo?)
            Me acuesto con cuidado en la cama, entre los objetos preciados, y observo de nuevo las dos cartas que me identifican. Los matices de los colores son más opacos a los que recuerdo. Mientras el hada macho ríe, empiezo a llorar y estrujo la carta en la palma de la mano. En medio del llanto, me viene a la mente otro recuerdo, uno más vívido que los demás.
            Voy de camino a un bar de San Juan con mi prima. Digo prima, pero en realidad es como mi tía, porque es veinte años mayor que yo.
            Una risa nerviosa se entremezcla con mi llanto. No es la típica risa de la locura, no, sino la típica risa que viene de los recuerdos.
            En algún punto entre Cayey y Caguas, Zoraima, mi prima-tía, frena por completo el vehículo a mitad de carretera. Escucho las bocinas de los autos y los camiones, los insultos de la gente incluso con los cristales arriba. Pienso que está loca y empiezo a gritarle. Me responde riendo que hay un letrero que dice que pruebe los frenos. Tiemblo y le grito aún más, pero mientras reanuda la marcha, me río.
            Y por eso me río al llorar.
            Estoy jodida. Tengo miedo de morir y me aterroriza vivir.
            Pongo el cuchillo de cortar carne sobre la piel que cubre la yugular y respiro hondo.

 

© Pabsi Livmar


       Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
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Pabsi LivmarPabsi Livmar (1986) nació y vive en Puerto Rico. Ha editado más de una decena de libros de ficción, investigaciones y proyectos de tesis. Su cuento «1300» ganó el primer premio del Certamen de Cuentos de Horror de la APEP 2014. «The Legend of KupKupKap», historia para niños sobre el nacimiento de la música, fue publicado en el número 77 de la revista HNotes. «Lina Melina», una de sus narrativas de horror más elogiadas, aparece en Felina: Antología para gatos (La Tuerca). Prepara su libro de cuentos Vorágine y este 2015 publicará su primera novela, Iden.