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La cicloteca de BubbleLon

(primera parte)
      

I

 

Alguien debería inventar algún tipo de descarga eléctrica que pudiera transmitirse a distancia, utilizando como vehículo la intensidad de la mirada. Algo que dejara paralizado al receptor, o, al menos, lo suficientemente conmocionado como para detenerse a pensar en lo que está haciendo en ese momento.
       Eso fue lo que pensó Edwinta Fidelia Ennistymon cuando dos de los niños del grupo al que estaba exponiendo el funcionamiento de la Cicloteca empezaron a pelearse por un refresco verdoso. Además se trataba de una bebida a la que la ciclotecaria tenía especial manía debido a la insistencia de sus comunicaciones comerciales, bajo el repetitivo eslogan «¡lleva bacterias de verdad!». Pero Edwinta sabía, gracias a una experiencia igual de repetitiva que esos anuncios, que lo mejor era seguir hablando.
       —¿Veis cómo el suelo está dividido en placas numeradas de metal, y cómo cada una tiene una argolla? ¿Qué creéis que hay debajo?
       Los dos que se estaban peleando por el refresco verde no le hicieron ni caso, y siguieron forcejeando. La mayor parte de los alumnos tampoco le prestaron la menor atención: muchos estaban absorbidos en el cuidado obsesivo de los gusanos de seda que llevaban permanentemente consigo.
       Seis o siete niños, sin embargo, miraron hacia abajo para comprobarlo, y asintieron. Un par de gamberros trataron de tirar de las argollas, entre risas. Edwinta carraspeó, y los profesores reprendieron a los de las argollas. Solo después de un segundo carraspeo, acompañado de una mirada inequívocamente oblicua, hicieron lo mismo con los de la botellita.
       —¿Son tumbas? —preguntó una niña con ojos vivarachos, señalando las placas con argollas del suelo.
       Los demás se rieron.
       —No son tumbas —continuó Edwinta, recordándose a sí misma que eso de hacerles preguntas a ellos no tenía demasiado sentido—. Son estanterías de almacenaje vertical. Todos los archivos de placas están apilados bajo el suelo, justo debajo de vuestros pies.
       —Vaya, eran mejores las tumbas —dijo otro niño.
       —Louis, cállate —le reprendió su profesora.
       —La sala de ciclos —continuó Edwinta, señalando una pared de vidrio templado tras la que se veía a varias personas pedaleando sobre bicicletas estáticas— proporciona toda la energía necesaria para levantar las estanterías cuando es necesario hacerlo. Esa energía también pone en marcha las máquinas de impresión, que están a ambos lados de la galería, y además es suficiente para activar los ventiladores en verano, y acelerar la combustión calorífica en invierno. La Cicloteca necesita una temperatura constante para garantizar su funcionamiento.
       —A ver, niños —dijo el profesor—. ¿Cuáles son las ventajas de la energía mecánica humana?
       Tres o cuatro levantaron la mano. El profesor señaló a una de las niñas.
       —Permite que las personas se mantengan en forma sin que exista ningún desperdicio de energía.
       —Exactamente.
       El profesor hizo una señal con la cabeza a Edwinta. Ya se había quedado sin cosas que explicar. La ciclotecaria, acostumbrada a la falta de recursos e imaginación de muchos de los docentes que pastoreaban a los menores sin el menor rastro de algo parecido a una vocación, continuó hablando, tratando de borrar de su mente la imagen de los dos niños que se seguían peleando disimuladamente por la bebida gaseosa. 
       —En los tiempos antiguos, antes de las grandes invenciones de Babbage y Lovelace, los libros se almacenaban ya impresos, en forma de bloques de páginas, con lo que quizá podáis imaginaros las enormes cantidades de espacio que eran necesarias para hacerlo. Además, los libros impresos son terriblemente vulnerables, y pueden…
       —¿Quién sabe lo que significa la palabra «vulnerable»? —preguntó la maestra, interrumpiendo a Edwinta.
       —¡Es una palabrota! —exclamó uno de los niños, escandalizado. Edwinta puso los ojos en blanco.
       —No, no lo es —le corrigió la niña resabidilla de antes—. Significa que puede sufrir daños fácilmente.
       —Muy bien, Esther —la felicitó la profesora.
       Edwinta carraspeó.
       —¿Sí, señorita Ennistymon? —le preguntó el profesor.
       —Agradecería que me permitieran realizar esta exposición sin demasiadas interrupciones —explicó—. Está cronometrada para durar veinte minutos, y la verdad es que tengo otras cosas que hacer a lo largo del día.
       Los profesores se miraron entre sí.
       —Por supuesto, señorita. Prosiga con su explicación —dijo él.
       —De acuerdo. Como hemos dicho, la energía es suficiente como para caldear o refrigerar el edificio, y el motivo de que sea tan importante mantener una temperatura constante en el interior del edificio es, por supuesto el mantenimiento de las máquinas de impresión. Estas sirven para…
       —¿Por qué llevas moño? —preguntó otra niña.
       Edwinta la fulminó con la mirada, y a continuación hizo lo propio con los niños que seguían forcejeando con la botella verde, tratando de que no se notara demasiado. Reservó un rayo ocular especialmente glacial para los profesores. ¿Por qué los tenían tan mal educados? Si realmente no eran capaces de controlarlos, ¿por qué no les ponían algún tipo de bozales o algo así?
       —Mi peinado no tiene ningún interés en comparación con los fascinantes tesoros culturales que alberga la Cicloteca.
       La ciclotecaria se sacó del bolsillo una pieza metálica muy parecida en su forma a un reloj de bolsillo, pero, al mismo tiempo, enigmáticamente distinta, ya que su forma no era circular sino cuadrada. Muchos de los niños adelantaron su cuerpo hacia delante, con curiosidad.
       —¿Qué es eso?
       —¿Vale mucho dinero?
       —¿Nos lo va a regalar?
       —¿Les parece conveniente que continúe hablando? —advirtió Edwinta, dirigiéndose a los docentes.
       Los profesores, con sendas expresiones de desagrado, mandaron callar a los alumnos.
       —Esto es el cliché de un libro. Es prácticamente eterno, muy difícil de destruir. Si esta Cicloteca se inundara o quedara inutilizada durante siglos, los clichés sobrevivirían. Solo podrían ser destruidos a altísimas temperaturas. Como podéis comprobar, son mucho más eficaces que los libros impresos respecto a su resistencia a imprevistos y catastró...
       Bastó con pronunciar aquella palabra para que la botella de refresco verdoso «con bacterias de verdad» cediera al descoyuntamiento bélico al que estaba siendo sometida, desparramando sus nutritivos jugos por el suelo.
       —¡No! —exclamó la ciclotecaria al ver cómo el líquido azucarado se infiltraba por las rendijas.
       —Acaba usted de decir que los clichés son extraordinariamente resistentes —comentó la marisabidilla.
       Edwinta cerró los ojos y respiró hondo. Siempre que necesitaba calmarse, repetía en su memoria los versos de sus poetas preferidos.
       Era inútil que le explicara a aquellos mocosos las consecuencias de un vertido semejante. El agua azucarada se deslizaría de cliché en cliché, impregnándolos de una capa babosa con bacterias de verdad, y tendría que ser ella misma la que los limpiara uno por uno. Ya había sucedido otras veces. La última había empleado más de doce horas en aquella operación, y eso que solo se había derramado media botella, y no una entera.
       Lo único sensato era seguir con aquella visita y acelerar la charla para terminar lo antes posible. Cuando aquellos monstruos se hubieran ido a sus refugios, y fueran devueltos a sus padres, todo tendría mejor aspecto.
       Edwinta siguió con la demostración del funcionamiento del cliché e hizo girar la rueda de apertura del objeto, y una cascada de discos metálicos unidos entre sí, como un acordeón, se descolgó del mismo. Algunos niños dejaron escapar una exclamación mientras Edwinta caminaba hacia los dispositivos de impresión. Todos la siguieron con la mirada, semejantes a un campo de girasoles con pecas y gafas.
       —En estas pequeñas chapas están grabadas todas las instrucciones necesarias para imprimir el libro en cuestión. Los cuadrados son de diferentes tamaños, y esto indica al sistema en cuál de las máquinas deben ser ejecutados. Tienen marcas de cinco tipos, que hacen que las máquinas ejecuten determinadas instrucciones: los perfiles y esquinas, que sirven para localizar estructuras gramaticales, las perforaciones de diferentes formas, que activan la búsqueda de vocabulario, los raíles y microsurcos, que desencadenan la lógica narrativa en el orden deseado, la textura, que puede oscilar entre lo liso y lo terriblemente rugoso, que introduce factores de variabilidad estilística, y las incrustaciones de piedras preciosas, que son capaces de conectar con los módulos «de autor» prediseñados en cada máquina.
       Edwinta, embebida en su propio discurso, se dio la vuelta para observar a los niños y vio que había perdido por completo al grupo. Los niños que antes estaban atentos ahora bostezaban o tenían la mirada perdida en el sistema de poleas del techo. Los que estaban obsesionados con los gusanos no hacían otra cosa que mirar cómo estos dormían en sus jaulitas. Varios hablaban animadamente entre sí. La ciclotecaria fue capaz de discernir nítidamente la palabra «moño».
       —Vamos a hacer una demostración —anunció, elevando el tono de voz, sabedora de que aquello conseguiría recuperar la atención de los escolares, como de hecho sucedió—. Este cliché contiene algunos de los cuentos de la autora Mary de Morgan. Lo introducimos por esta puerta, ¿veis?, y enseguida aparecen cuatro dedos metálicos que lo palpan para identificar a qué sección de la máquina debe ser enviado. Todo sucede muy rápido, así que será mejor que prestéis atención.
       Caminó rápidamente hasta la sección de la máquina a la que había sido propulsado el cliché, y señaló a los niños la ventana por la que podía contemplarse la operación.
       —Aquí se ve cómo el cliché recorre los diferentes compartimentos de esta sección y activa los engranajes correspondientes, ¿lo veis? Esos engranajes transmiten información, a través de este cuerpo de transmisión neumática, hasta la impresora, que es eso de ahí.
       —¡Ya está escribiendo cosas en el papel! —exclamó uno de los niños, fascinado.
       —Así es. Esa tira tan larga de papel después será enrollada y se convertirá en un libro impreso que os podréis llevar a vuestra escuela para leerlo.
       —¿Por qué no escribe todo seguido? —preguntó la niña sabelotodo.
       —Te interesará saber que las impresoras no «escriben», sino que «imprimen» —la corrigió Edwinta.
       La niña hizo un mohín con los labios y frunció el ceño.
       —Pero es una buena observación —prosiguió la ciclotecaria—. Las impresoras no reciben todos los datos seguidos, como si alguien les estuviera narrando la historia de viva voz, sino que van reconstruyendo el texto original de manera fragmentaria…
       —¿Qué ha dicho? —preguntó un niño.
       Los profesores no le mandaron callar, porque se habían puesto, ellos mismos, a mantener una agradable conversación con todas las características del coqueteo interprofesional.
       —Los va escribiendo trozo a trozo —se apresuró a explicar la ciclotecaria, que se dirigió a la impresora—. Al principio solo hay frases y palabras sueltas aquí y allá, pero estas son cada vez más numerosas, la tinta le va ganando terreno al papel, y enseguida los espacios en blanco van siendo rellenados por más palabras y frases, hasta que… ¿os dais cuenta de lo rápido que trabaja?
       —¡Sííí! —exclamó la clase.
       —¿De dónde sacan tanto papel? —preguntó un despistado.
       —Me sorprende sobremanera que no lo sepas, Michael —aseguró la resabidilla—. ¿Por qué te crees que todos los menores tenemos que cuidar de todos esos gusanos de seda?
       Michael se quedó pensando.
       —Mi madre dice que así podemos aprender a tener una responsabilidad y a cuidar de…
       —El papel se hace de seda, tonto —le interrumpió la niña—. Y como ya no hay sitio para casi nada, y las factorías de seda ahora se dedican a otras cosas, somos nosotros los encargados de eso.
       Edwinta miró el reloj y continuó explicando el funcionamiento del dispositivo. Ya quedaba poco.
       —Ahora mismo se acaba de imprimir la palabra «bosque».
       —¿Qué es eso de «bosque»? —preguntó uno de los niños.
       —Finnegan, lo explicamos hace solo unos días… —le reprendió la maestra—. A ver, ¿quién puede recordárselo?
       Varios niños y niñas alzaron sus manitas. La maestra señaló una de ellas.
       —Un bosque era un conjunto de unos seres vivientes de tipo vegetal, que llegaban a alcanzar grandes tamaños porque su esperanza de vida era muy larga. Pueden observarse los troncos secos de algunos en ciertos parques. Todo eso era antes de que la guerra…
       —Muy bien, Eleanor, creo que tu compañero ya ha captado el concepto. ¿No es así?
       Finnegan asintió con la cabeza, algo desorientado. Para los niños la guerra mundial era algo lejano y misterioso, ni siquiera podían concebir cómo había sido el mundo antes de que las armas bacteriológicas convirtieran en un yermo a toda Europa en 1918.
       —¡La máquina ya lo ha terminado! —se admiró otro escolar.
       Edwinta desencajó con manos expertas la larga tira de papel, y la enrolló rápidamente sobre sí misma, rodeándola con una cinta para inmovilizarla en aquella posición. Se acercó ceremoniosamente a los profesores, que ni siquiera se dieron cuenta, sumergidos en su flirteo.
       —Aquí tenéis los cuentos de Mary de Morgan para vuestro colegio, sea el que sea. Con esto se da por terminada la visita…
       En cuanto pronunció estas palabras, los estudiantes se pusieron de pie y se desparramaron, como un enjambre de avispas, por todos los rincones de la Cicloteca.
       —¡No he dicho que os podáis levantar ! —exclamó la ciclotecaria. Los escolares corrían como locos de un lado a otro, sin hacerle ningún caso.
       Miró intensamente a los dos profesores, que seguían charlando el uno con la otra sin prestar la más mínima atención a lo que sucedía a su alrededor. Miró a todas esas Vanessas y esos Lemueles, hijos de los miembros del partido swiftiano, y una vez más le hirvió la sangre al pensar en lo equivocados que estaban los progresistas. Seguramente las cabezas de esos niños tuvieran ya dentro más ideas perniciosas que piojos por fuera.
       —¡Niños! —chilló—. ¡Deteneos! ¡Basta ya!
       Era completamente inútil. Tres o cuatro mocosos, los que tenían una pinta más perezosa, estaban sentados en el suelo sin hacer nada. Otro pequeño grupito se comportaba razonablemente. Pero más de la mitad de los estudiantes de visita en la Cicloteca estaban jugando al escondite en aquellas carísimas instalaciones, sin nadie que les detuviera, y sin que Edwinta pudiera hacer nada para evitarlo.
       Decidió acercarse a los profesores, interrumpiendo su idilio, y les pidió que pusieran fin a la visita, ya que los niños no la estaban aprovechando en absoluto.
       —Oh… pero nos prometieron una exhibición completa de las instalaciones —objetó la profesora—. No solo la impresión de un cliché, sino la pianisfera…
       Edwinta suspiró hondo.
       —Señor y señorita, es imposible que les pueda hacer una demostración de la pianisfera si todos sus estudiantes siguen correteando por ahí.
       —Los volveremos a sentar. Pero usted misma ha explicado que las instalaciones de la Cicloteca son prácticamente invulnerables y que sobrevivirían a un tifón o a una tempestad de arena. ¿Qué daño podrían hacerle unos cuantos niños?
       Niños, pensó Edwinta para sus adentros. Son peores que las pirañas. Peores que el simún. Peores que una plaga de langostas africanas, que una lluvia de granizo, que una marabunta, que una tormenta eléctrica de rayos mortales, que una invasión de hormigas carnívoras.
       —Ya ha sucedido antes —se limitó a afirmar la ciclotecaria.
       Entonces el profesor palideció, y Edwinta y la otra maestra giraron rápidamente sus cabezas en dirección a lo que estaba mirando. Uno de los niños más grandes había conseguido desencajar una pieza de una de las máquinas, y la esgrimía sobre su cabeza como si se tratara de un trofeo.
       —¡A ver si es verdad que no se rompe! —exclamó, arrojando la pieza metálica al suelo con todas sus fuerzas.
       La pieza impactó en el suelo metálico, arrancándole unas cuántas chispas, y describió una trayectoria compuesta por sucesivas parábolas hasta llegar a una rejilla de convección, por la que se coló.
       —¡No! —exclamó Edwinta, pálida, que salió corriendo en aquella dirección.
       Todos los niños la siguieron, encantados. Aquello había sido lo más divertido de la visita. Se lo pasaron en grande contemplando los esfuerzos de la ciclotecaria por introducir la mano entre las rendijas. Ver a una señora tan rígida con el culo en pompa era una de las cosas más graciosas de mundo. Y ser testigo de cómo trataba de conseguir una misma cosa, una y otra vez, sin conseguirlo, resultaba simplemente delicioso.
       Con un resoplido de frustración que despertó más alborozo en su joven audiencia, Edwinta se levantó lentamente. Se irguió en toda su estatura, se sacudió el polvo de los codos, miró fijamente a los niños, y, por algún motivo, las últimas risitas cesaron al instante.
       Se acercó al causante del desastre, y le clavó una mirada tan dura como una chincheta.
       —Mi más sincera enhorabuena, jovencito. Puede que pases a la historia por ser el niño más torpe de todo BubbleLon. Tu imprudencia acaba de hacer desaparecer una palabra. ¿Recuerdas qué término era?
       El niño apretó los labios y negó con la cabeza.
       —Haz un esfuerzo. Tuviste que leerla aunque solo fuera de refilón. Intenta concentrarte.
       La intensidad de Edwinta estaba empezando a asustar al niño, que negaba con la cabeza.
       —No la vi… pasó todo muy rápido…
       La ciclotecaria resopló.
       —¿Era larga o era corta? ¿Por qué letra empezaba?
       Al niño le empezó a temblar el labio inferior.
       —¡Tienes que acordarte! ¡Eres el único que la ha visto! —le gritó Edwinta, con una agresividad apenas contenida.
       —Oiga, no creo que ese tono sea necesario —recriminó el profesor, mientras el niño se echaba a llorar.
       Edwinta respiró hondo y trató de serenarse.
       —De acuerdo. Consuelen al niño, que no sufra. Después de todo, solo ha borrado un término para siempre, de todos los libros. Y ni siquiera sabemos cuál es.
       —No creo que la cosa sea tan grave, ¿no? —preguntó el profesor—. Basta con hacer otra copia de la palabra en cuestión…
       Edwinta resopló, tratando de contener su furia.
       —¿Se ha preguntado usted alguna vez por qué las obras se imprimen usando ese tamaño de letra y no cualquier otro? —le preguntó Edwinta.
       El profesor se rascó la cabeza. La intensidad de la furia contenida de la ciclotecaria lo estaba acobardando.
       —Pues la verdad es que no…
       Edwinta respiró hondo.
       —Las palabras deben ser reutilizadas un número incontable de veces, por lo que deben ser resistentes no solo al desgaste producido por muy numerosas estampaciones, sino a todo tipo de agresiones o imprevistos. El único material apropiado para ello es una aleación de níquel, platino e iridio.
       Aquí, la mirada de la ciclotecaria taladró al niño que había perdido la pieza. Este se escondió detrás de la maestra, que lo protegió, maternalmente, como una gallina a su polluelo.
       —Supongo que sí que sabrá cuántas palabras contiene el diccionario de nuestro idioma, ¿verdad?
       —Más de cuatrocientas mil —aseguró la maestra.
       —Exacto. A las que se deben añadir varias decenas de millares tan solo para la sección «Shakespeare» —dijo la ciclotecaria, señalando un enorme módulo—, porque no pretenderán que las palabras originales del Bardo de Avon se pierdan para siempre, ¿verdad?
       Los dos maestros negaron con la cabeza vehementemente, muy preocupados, como si aquella decisión estuviera en su mano.
       —Cuando se fabricó la Cicloteca, se dio forma a más de medio millón de palabras, ya que aquellas utilizadas con más frecuencia hay hasta una decena de copias, mientras que de la mayor parte, como les he explicado antes, tan solo existe una.
       Edwinta levantó su rígido y reseco dedo índice para formar un esqueleto numérico que hizo que el niño culpable se atrincherara más tras su maestra.
       —Para fabricar las palabras, se utilizaron todas las existencias de platino y de iridio. Hubo que dividir la cantidad total de aleación entre el número de palabras y signos de puntuación, en fragmentos proporcionales a su longitud. Es imposible modelar una palabra nueva, a no ser que se destruya una antigua. Y, por supuesto —comentó ella—, esa pequeña pieza de metal que se ha colado por la alcantarilla cuesta más de lo que cualquiera de vuestros padres o madres podría ganar en un año entero de trabajo.
       El niño culpable se echó a llorar, y los maestros decidieron que no había un mejor momento para poner fin a aquella incómoda visita.
       Cuando se fueron, Edwinta pronunció en voz alta, para la sala vacía:
       —Esa palabra, sea la que sea, ha desaparecido.
       Y el eco de la sala vacía le respondió:
       «ido, ido, ido».

Dedicó su primera hora de libertad al cumplimiento del deber. Toda la documentación había que mandarla por triplicado. Por eso tardó cierto tiempo en redactar todas las copias, con destino al «Servicio de convección, ventilación y alcantarillado hidráulico» de BubbleLon notificando la pérdida de la pieza, minuciosamente descrita, y solicitando su búsqueda. Sabía que sería inútil, pero era su deber intentarlo.
       Y entonces se dedicó un poco de tiempo a sí misma.
       Pensó que el método más eficiente para tratar de relajarse era seguir al pie de la letra su rutina. Se encerró en el habitáculo donde comía y dormía y dio tres vueltas a la llave. Al hacerlo, recordó una vez más el artículo que había leído acerca de cómo la vida en espacios cerrados dividía a las personas en dos categorías: la de aquellos que preferían salir de sus casas con toda la frecuencia que era posible, y la de los que se refugiaban en la inmovilidad, atrincherándose en el interior de sus sótanos, buscando la seguridad en no moverse nunca.
       Edwinta pertenecía a la segunda categoría, y nunca había comprendido a los pertenecientes a la primera. Afortunadamente, su empleo estaba acompañado de un buen sueldo, y podía permitirse pagar a recaderos que realizaban por ella cualquier encargo, como traerle la comida.
       Escogió entre los perfectos paquetitos blancos de «Carruthers and Sons» la lata que le pareció más apetecible: babosas negras de las islas Hébridas en salsa de hinojo. Eran tan grandes y jugosas que apenas cabía una en cada lata. Decidió acompañarla de una carísima botella de cerveza de jengibre. Si aquella espléndido cena no conseguía ponerla de buen humor, nada lo haría.
       Sin embargo, tras paladear el último bocado de la exquisita babosa y apurar el último trago de la dulce y especiada cerveza, e incluso tras permitirse una onza de la tableta de cacao de judías negras que tenía cuidadosamente reservado para emergencias, se dio cuenta de que el problema no era su estado de ánimo. Era la situación.
       La ciudad que se veía por las cristaleras ya estaba completamente a oscuras tras el toque de queda electromagnético. Hacía ya un rato que Edwinta había tenido que encender su carísimo candil, y sin embargo, era un gasto excéntrico que merecía la pena. Aquella hora, a solas y a oscuras, era su único lujo, su placer secreto.
       Se acercó a la pianosfera, su querida máquina Lovelace de tipo 75. Se sentó en la banqueta y respiró hondo durante un rato, palpando las teclas y los pistones. Pensó con calma, se preguntó a sí misma qué era exactamente lo que le apetecía. Y solo entonces seleccionó las siguientes variables:
       Que transcurriera en junio, en una templada noche.
       Que la trama tuviera lugar en un bosque oscuro, con densa vegetación.
       Escenario predefinido E963J
       Accionó una de sus subpestañas preferidas, en la que estaba grabada la palabra «luciérnagas».
       Porcentaje del texto destinado a la ambientación: 70 % (nivel máximo)
       Términos visuales: función «paisaje»
       Términos auditivos: función «murmullo de la naturaleza»
       Cantidad de palabras consideradas tranquilizadoras y agradables: abundante.
       Nivel de imágenes poéticas: 6 sobre 13
       Protagonista: indeterminado. Segunda persona del singular.
       Género literario: bucólico
       Extensión: C7

Sí, aquel era exactamente el texto que Edwinta necesitaba leer en un momento como ese. Sumergirse por completo en las sensaciones del bosque, tocar el musgo empapado de rocío, detenerse a escuchar el arroyo que salta entre las piedras.
       El escenario predefinido E963J había sido minuciosamente predefinido por ella misma, y consistía en un bosque cerrado, con una puerta cuya llave solo poseía el protagonista indeterminado. Ningún otro ser humano podía acceder a él.
       A Edwinta le gustaban las llaves. Le proporcionaban seguridad. Le bastaba con tocarlas para tranquilizarse. Existían lugares a salvo de todos, a salvo del mundo.
       Presionó la tecla que ponía en funcionamiento la impresora, y disfrutó del baile de las letras según iban apareciendo sobre el papel. Después recogió el pliego, recogió su candil, y se refugió en su rincón preferido para leerlo con calma.
       Era un relato perfecto. Recreaba perfectamente la manera en que la luz se filtraba entre las ramas, el crujido de la hojarasca bajo los pies, la sensación de refrescante humedad en la piel, la sorpresa al encontrar una seta de color brillante.
       Algunas de las imágenes poéticas ya las había leído antes, claro. Era lo único que el sistema no podía generar por sí solo, sino tomar de un banco de datos en el que todos los poemas dignos de tal nombre habían sido desmenuzados, desmembrados y separados en cajones para servir como apoyo a los textos narrativos.
       El paseo por el bosque terminaba al romper el día, exactamente en el momento en el que el sol se asoma entre los zarcillos negros de la preciosa puerta de hierro forjado.
       Entonces, precisamente en aquel momento de bienestar y descanso absolutos, de evasión y de refugio en un mundo que ya no existía, Edwinta vio el hueco.

El delicado soplo del               se posó en tu cara, y supiste que, cada vez que te marchabas, el bosque te echaba de menos del mismo modo que tú a él.

En el último párrafo del texto faltaba una palabra clave: no podía ser otra que la que el niño había perdido aquel mismo día. Cada vez que un extravío tenía lugar, los mecanismos se reprogramaban cuidadosamente para sustituirla por un sinónimo.
       Excepto cuando no existiera ninguno.
       ¿Cuál podría ser la palabra que faltara? No podía tratarse de «viento», porque al ser un término tan frecuente, existían varias copias de él.
       Entonces Edwinta sintió un escalofrío. Tuvo un mal presentimiento.
       Se levantó, como uno de los resortes gigantes de las naves laterales, y examinó el campo semántico al que pertenecía la palabra perdida. Y comprendió que se trataba de uno de sus términos preferidos, de esa palabra escasa e insustituible…
       «Céfiro».
       Aquel niño bruto, ese animal de granja, había acabado para siempre jamás con una palabra infinitamente hermosa y delicada. Era una idea demoledora. ¿Cómo era posible que bastara con una criatura maleducada y estúpida para hacer desaparecer tantos versos, para mutilar irremisiblemente el elevado arte de mentes sublimes e inmortales?
       Aquello no podía quedar así. Tenía que actuar, tomar alguna medida. Esos niños correteando por todas partes, como si la Cicloteca fuera suya… eran parásitos, eso es lo que eran. No merecían los libros.
       Miró, sobre su despacho, las tres copias del documento burocrático que había redactado antes, y una idea empezó a tomar forma en su cabeza. Decidió tomar cartas en el asunto, literalmente, por el bien de los habitantes de BubbleLon. Algo parecido a una sonrisa se insinuó en su rostro. Había llegado el momento de solicitar sus tres días anuales de vacaciones. Iba a volcar en la tarea todo su esfuerzo, su inteligencia y su astucia. Tenía un objetivo, una misión.

 

© Sofía Rhei

Reproducido por cortesía de Fábulas de Albión.

Continuará en el próximo número de The Barcelona Review.


Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso

Sofia RheiSofía Rhei (Madrid, 1978) es escritora, poeta y traductora, entre otros, de Stefano Benni y Dale E. Basye. Como poeta, ha ganado el Premio de Poesía Javier Egea 2007 y ha publicado Las flores de alcohol (La Bella Varsovia), Química (El Gaviero), Otra explicación para el temblor de las hojas (Ayuntamiento de granada) y Alicia Volátil (Cangrejo Pistolero). Como narradora ha cultivado la fantasía juvenil, con libros como la portadatrilogía El joven Moriarty (Fábulas de Albión) y las novelas Flores de sombra y su secuela, Savianegra (Alfaguara), y la ciencia ficción, participando en antologías como Presencia humana (Aristas Martínez) y Terranova 3 (Fantascy). El presente relato aparece en el reciente volumen Retrofuturismos (Fábulas de Albión).