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El Anticuario y lo (inde)scriptible

BBBBB
portadaEl anticuario
Gustavo Faverón Patriau
Lima, Peisa, 201
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There’s more to life than books, you know, but not much more
“Handsome Devil”, The Smiths

 

El Anticuario, la reciente novela de Gustavo Faverón, me recuerda —más aun desde mi segunda lectura— al desolador ensayo sobre la amistad que es El sobrino de Wittgenstein, de Thomas Bernhard.

Ambas novelas exploran —y explotan— el escenario y la metáfora de la clínica, y disponen de las ciudades anilladas en las que éstas se encuentran —ya fuera Viena, en el caso del austríaco, o Lima, con su doble Ringstrasse, en el de Faverón— como versiones más extensas, y no necesariamente más intensas, de ellas mismas: metaclínicas, si se quiere. Ambas tocan hondamente la dimensión cuasi sacramental de la amistad entre varones, tema al que desde ya se deben algunas de las mejores novelas del canon. Ambas abordan el tema del doble con una enorme sensibilidad autoral por sus posibilidades prospectivas, permitiéndole a los textos investirse de formas y deformidades consecuentes.

Una lectura superficial de El Anticuario nos presenta con el círculo como forma rectora, pero las nociones de self y alteridad, doble, desdoble y doblez, que abonan al libro, le permiten al autor quebrar la imposición geométrica de ese primer designio y advertir la flexibilidad del mismo, mediante el abundamiento en la repetición diferente: así comienzan a desprenderse formas más incitantes y alusivas, como el nautilos, el arco tensado, el punto y coma, la cóclea, el ocho infinito, los bucles, las cintas de Moebius, la hiperespiral. El motivo se lleva tan lejos que hasta un cáncer asume la forma fatal de un círculo.

Pero es también la proliferación de bucles lo que permite que el desborde de los personajes —y, eventualmente, de una  trama que sería insostenible sin ese deliberado apoyo helicoidal— adquiera un cierto ritmo cíclico, con una deliberación que acaba por salvar al libro de sí mismo a la vez que destruye a un protagonista que se ve una y otra vez obligado a tejer “historias y relatos con cierta dirección (…) para formar un anillo nuevo, más cercano esta vez, angustioso para él, pero todavía soportable”.

El placer de la ejecución radica, en gran medida, en apreciar cómo se tensa una horca cuya gracia central se ubica, como con cada una de las historias del Anticuario, en torno a sus afinidades electivas: aquello que el narrador designa como la “capacidad parabólica” o el “número de nudos que hay que atar y desatar” para darle forma a una cierta urdimbre.

No en vano es la ambición del Anticuario el abrirse en “muchos cuerpos simultáneos, todos unidos entre sí por un haz complejísimo de articulaciones que a su vez se tocaran en infinitos puntos con otros tantos mundos paralelos” para “entrar en contacto con todo lo demás, unirse a todo, estrecharse con todo”. Pero lo complejo del deseo de este diletante psicofísico no puede terminar de comprenderse sin reparar en su añoranza, idéntica y opuesta, de dar con un contexto justo para una especificidad exquisita: como un universo en expansión que sigue, aún, sujeto a la entropía. Quien todo abarca, mucho aprieta. Y estos aprietos se traducen en crímenes, lealtades y lecturas que se bifurcan hacia su máximo y mínimo estertor común: lo otro o la esquirla. 

            El tratamiento que hace El anticuario del otro resulta especialmente sugerente. Sin querer revelar demasiados detalles, hay dos personajes, que son uno, que son otro —las Julianas jánicas, podría llamárselas— que plasman a cabalidad la forma artificiosa, argumental, en la que El anticuario se aproxima no digamos ya a la realidad, sino a lo lacaniano-Real.

            En nuestro triángulo hay una novia, una amante y un geómetra. A la primera se la define tanáticamente como a la “paz absoluta”; a la segunda, ya desde lo erótico, como a un “animal vivo”.

            A la una la llamaremos, siguiendo a Barthes, la Juliana Lisible: su relación con el Anticuario se describe como “un romance tenso y armado con palabras”, regido por la tendencia exclusiva de ésta hacia aquello que Daniel —el contradictorio y excepcional— no es. La relación entre ambos es contraintuitiva y contraontológica; se produce en la superficie estéril del noviazgo y se detiene en ella, no se puede reescribir o escribir más a partir de ella.

Pero Juliana Lisible sirve como un foco de definición a partir del cual centrar e introducir a la Otra, que, siempre considerando a Barthes, será nuestra Juliana Scriptible. Al clásico rol suplementario de la amante se le suma una cierta fantasía co-productora del Anticuario, quien cree atisbar en el cuerpo desnudo de Juliana Scriptible la posibilidad de un pre-texto. Juliana Scriptible parece más exigente que Juliana Lisible, “le pide más”, por lo que él también le exige más a ella, en lo que acaba por torcerse en un intento de simbiosis fallido. La mujer es una sola máquina célibe, capaz de emitir proyecciones “el calco de (cuyos) movimientos es milimétrico, pero la discrepancia de (cuyas)  expresiones es diametral”. La invención de Morel es el descubrimiento y la debacle de Daniel. 

Es así como la novia mira a un lado, la amante mira hacia el espejo, y el geómetra las superpone aplicadamente, esperando que “la (imagen) conocida y su imagen oculta” revelen una expresión original. Pero su entelequia híbrida es imposible —la mujer se prueba reproductiva, no original— y las únicas dos relaciones que le restan al Anticuario acaban por asentarse sobre el eje, más o menos lato, de la fraternidad.

La relación entre el Anticuario y el narrador revela un adelfismo latente pero bien disimulado; salvo, quizás, en aquella escena en que “los restos de (la carne de Daniel) en el cuchillo se mezclaban con la mía”. No nos referimos con esto a una atracción o tensión homosexual, mas sí a un vínculo de identidad y fundamento tan acuciante que termina por servir de vector e integrar a las muchas historias-esquirla que incluye la novela bajo ese gran paraguas tácito de una amistad que, más que amistosa, es llanamente existencial.

Se traslucen otra vez los indicios de hermandad impermisibles en el pseudónimo de la Juliana Scriptible, a quien Juliana Lisible  le impone el alias Adela. En un gesto que —supongo— fue accidental, pero no es por ello menos elocuente, Adela —cuyo significado es “noble”— resulta ser un vocablo inquietantemente próximo a la palabra griega para hermana: adelphé.

            Pero la gran adelphé —y el gran personaje— del libro es Sofía. Es sabido que Sofía significa gnosis, pero el conocimiento y la sabiduría, tal como nos los presenta Gustavo Faverón en esta su primera y notable novela, son jouissance, el punto a partir del cual se pueden atar todos los cabos que he dejado aquí, deliberadamente, sueltos. Sólo Sofía, la hermana mística y demoníaca, el monstruo literal por lo admirable, es scriptible: puede incluso que hasta como resultado de su indescriptibilidad. Y dicho esto último, me detengo, para no terminar de contarles una historia a la que, en el fondo y por su forma, no le es dado terminar. Mónica Belevan

 

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BBBB
portadaMimar lugares (migar, liar)
Abdel-latif Bilal ibn Samar
Coeditado por Propost / oozebap, Barcelona, 2011

 

Si de algo rehuye el poemario que se recoge bajo el título de “Mimar lugares”, es de una frase lapidaria o de una etiqueta linneana que lo encasille, legitime y homogenice al mismo tiempo. Como un destello premonitorio, ya los primeros versos  desencadenan una reacción alérgica al encorsetamiento de normas y convenciones, empezando por las gramaticales: «si» «por» «mi» «fuera» / «todo» «se» «escribiría» / «entre» «comillas» / «como» «de» «puntillas» / «sin» «sentenciar». Poco después, veremos, acaso intuiremos, que esta voluntad trasgresora abarca el total de un espíritu hermanado con una “perla de sabiduría” Tamazig que dice así: “Niega lo que te limita, destruye lo que te constriñe”. En suma, nos hallamos ante Abdel-latif Bilal ibn Samar (Sao Paulo, Brasil, 1976), un poeta cuya lírica abraza un anarquismo sui generis, inspirado en el silencio y la delicadeza, rebosante de ternura y buen ánimo, trufado de imágenes vaporosas, con un pie en la  trascendencia y la intimidad y otro en su reverso mundanal, ahí donde las palabras y los sonidos, sin renunciar un ápice a la sustancia iconoclasta que las nutre, hacen las veces de azote intempestivo contra la injusticia.

            Empecemos por esto último. En el discurso poético de Bilal apenas pululan trazas de esa realidad de consumo masivo que venden los medios de comunicación con arreglo a parámetros mercantiles. Por el contrario, los versos se muestran leales a esta otra parcela cosificada que llamamos Otredad, para sugerir que más vale escucharla, respetarla, que endosarle un fresco pergeñado desde el balcón de un hotel, o desde cualquier otra platea distante y confortable que impida una comprensión sincera, y aliente por tanto la distorsión y el prejuicio: “¿acaso podemos hablar del refugiado / si no lo hemos vivido? / ¿no suena algo vacío, / más vacío que su ida / y su huella mojada?”. Menos diagnósticos de la Otredad, viene a decirnos, menos monsergas que, a fin de cuentas, acaban estigmatizando a quien, en ningún caso las ha demandado: “arrojamos evidencias al resto / y lo llamamos solidaridad / punto pelota”. Entre tanto, nuestra conciencia cegada por su propia autocomplacencia, apenas nos permite vislumbrar que tal Otredad está a la vuelta de la esquina. Pero en estos predios reina la oscuridad y se estila girar la cara. Bilal no, naturalmente. A propósito de los CIE (centros de internamiento para extranjeros), el poeta se recrea en las posibilidades de este acrónimo para ironizar sobre la pretendida cara amable de la democracia: “Condena, Injusticia, Encierro / Ceguera, Irritación, Espinos / Continuación de la Imbecilidad Europea”.

            Es verdad que la apertura del poeta ante lo Otro vacía de sentido esta noción al negar la existencia de puentes que unen o fronteras que separan, según se mire: “¿cómo vamos a orientalizarnos / si lo llevamos arraigado / mirar en lo familiar mirado, / reivindicar lo cotidiano a gritos / absorber una historia alineal que no aliena / en el falso contraste entre Oriente y Occidente / que va, que no / que hoy y ahora / en estas casas de aire / son lo mismo porque nada de esto es cierto”.  Superar esta dialéctica espuria, sin embargo, no implica desdibujar la identidad y los hábitos que la configuran: “hay quien quema incienso / yo tuesto pan”. Del mismo modo que conservar intacta la identidad tampoco está reñido con orillar el ego. Porque el contraste más notable de la poética de Bilal yace en su virtud para tejer un tapiz pormenorizado de sí mismo, y a la vez desvanecerse entre su urdimbre. Borrar lo escrito inmediatamente después de ser leído, callar lo pensado después de ser verbalizado: “escribir menos / opinar menos / y practicar más y / y regresar y cavar y / y soplar y / ...”. Así las cosas, la poesía transversal que llena las páginas de “Mimar lugares”, transita de la injusticia social a la topografía interior del artesano.

            Esta vocación de anonimato no sólo evidencia un ejercicio de humildad, sino que proclama una declaración de libertad individual que, entre otras cosas explica la disparidad métrica de los poemas sobre los que se sustenta. Algunos rayan la estructura del haiku, otros se extienden hasta los 25 o 30 versos. Todos o casi todos, por lo demás, cabalgan en la órbita del verso libre, adobados con figuras retóricas de las que el poeta obtiene réditos satisfactorios en cuanto a la musicalidad se refiere: aliteraciones (“ver verbena y verano a nado”), paronomasias (“sí, nada dando y abrazando palos de ciego”), anáforas (“vaiviene / el mar / viene y marea / el mar / viene y marea / el mar / viene y marea / ...”). Leemos también otros poemas que ensartan una voz tras otra, voces que se reiteran casi sin respiro, y cristalizan en un giro inesperado, un quiebro que nos conmueve, un broche que nos arranca una sonrisa. Quien, osado, acabe por elevar el tono una octava y se aventure a recitar estos poemas en voz alta, constatará que el murmullo de antes, deviene ahora en letanía melodiosa. Un rosario de sonidos que asimismo guarda parentesco con esta otra “perla de la sabiduría” titulada “Llana-Nar”: “Lo relativo a la llana o an-nar en el Corán son engarces de palabras que vayan creando en ti estados de ánimo para producirte una conmoción. El Corán procura que experimentes el jardín o el Fuego en ese mismo momento que se te están transmitiendo”.

            Abdel-latif Bilal ibn Samar, Dídac P. Lagarriga y quién sabe qué otros nombres más han moldeado ideas y sueños, trascrito saberes africanos, esbozado partituras electrónicas. Pero quien suscribe este poemario lo hace con su nombre ascético. Intimidad. Espiritualidad. Es justo en la confluencia de estas esferas donde a mi juicio los versos del poeta, pertrechados con todo, con imágenes, olores, sabores y acordes, coronan el súmmum de la belleza y la ternura que mencionábamos arriba: “oírlo todo / adivinar el huevo de avestruz en lo alto del minarete / oler a polvo / imprimir la arena con la frente / llevar la marca durante un rato / desapareciendo / ...”. Y, del Salat a la evocación de los suyos apenas dista un suspiro: “tu aliento de dos años y medio / me embriaga más / que cualquier reserva, fino, caldo o destilado / si tuviera que dar vueltas / sería con eso”.  Oscar Escudero

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BBBB
portadaEl pasante de notario Murasaki Shikibu
Mario Bellatín
Editorial Cuneta, Santiago 2011

 

Por su extensión se halla en esa demarcación difusa entre nouvelle y relato largo, en cualquier caso, esta joven editorial santiaguina le ha dado salida en forma libro de bolsillo, con acierto. Se lee en menos de una hora pero narra una historia densa, de implicaciones que perviven en la mente del lector y que tienen resonancias estéticas, místicas, científicas, sociales, políticas e incluso bibliográficas, ya que, como declarara el propio autor, este librito será crucial para comprender su obra: “Mi idea es hacer un gran libro único. Que todos sean uno solo. Trato de unirlos. De alguna manera, en El pasante de notario Murasaki Shikibu se cuentan las reglas del juego. Nadie sabe quién escribe, quién es el narrado”. Recientemente el critico Vicente Luis Mora comparó el propósito de Bellatín con los cuadros de Giovanni Panini, Vistas de la Roma antigua y Vistas de la Roma moderna, en los que el pintor, al retratar sus propias obras “recrea en el interior de ese edificio otros interiores de edificios no menos vastos, reduplicando borgianamente los espacios y logrando, a pesar del realismo, una atmósfera de compleja imposibilidad”. Me interesan las palabras “realismo” e “imposibilidad” porque son dos conceptos que El pasante… caza a la perfección. El personaje de Margo Glantz, “Nuestra escritora”, que Bellatín retoma de Jacobo el mutante, Lipido o Lecciones para una liebre muerta, aquí se trasnfigura en el pasante de notario y la escritora japonesa del siglo X Murashaki Shikibu, que en una de sus desapariciones de las cuevas de Ajanta, crea un Golem terrible que hará destrozos en la ciudad. La transfiguración se produce acompañada de un movimiento de traslación espacio-temporal, la protagonista cambia de sexo, de edad, de tiempo, y transita del pasado hacia el presente como quien va del sueño a la realidad, guardando conciencia de sus otros yoes y de sus actos. Dicha trama, que se edifica y al mismo tiempo se disuelve, podría actuar como una metáfora de la conciencia del propio escritor frente a la obra y de lo que tiene lugar dentro de ella.

            Lo cierto es que además de todos los juegos literarios que podrían interesar a los estetas y estudiosos de la obra del mexicano, sería una pena que quienes no fueran lectores asiduos, estudiantes de literatura o alumnos de talleres literarios dejaran de incursionar en libros como este. El ambiente literario parece estar dividido entre quienes apuestan por “seguir explorando” y quienes reclaman un acercamiento de la literatura a los problemas “reales de la gente”. En ambos grupos algunos quisieran gozar de lo que llamaré “la literatura del dictado”, una literatura que se dedique a cumplir con los postulados que ellos juzgan convenientes, propicios, idóneos para la sociedad lectora. Los artículos y ensayos donde exponen sus dictámenes entrañan el peligro de difundir la idea de que la literatura es un torpe ejercicio de literalidad, de lo explícito, de lo mimético o  una práctica vacía, puramente lúdica, pasajera y de mera combinatoria. Libros como este demuestran que la buena literatura se debe más a los imperativos privados de cada autor que a los imperativos de los “dictadores”. Porque más allá del arquitectónico proyecto de Bellatín, que, al parecer está obsesionado con el paso del tiempo y pretende llegar a escribir mil libros, esta historia podría contar con profundidad onírica mucho sobre el mundo en que vivimos. Las metáforas, los sentidos están ahí para ser interpretados de una manera muy personal. No esperar a que sea la crítica, los “entendidos” o el autor quienes nos descifren de qué va la nouvelle. Tener criterio para gustar de ella o desecharla entre las novedades pero formularnos una idea personal de lo que esta historia nos cuenta. Podría tratarse de una protagonista que se multiplica, que se proyecta como podríamos proyectarnos nosotros en la red, con diferentes identidades, avatares, seudónimos; que goza de vidas distintas, con diferente sexo, edad, ocupación, a veces en diferentes momentos de la historia o en el presente, como nos gustaría a todos que solo gozamos de una única vida, y cuyas acciones y creaciones –el golem- repercuten en un mundo con reminiscencias kafkianas, que vagamente recuerda al mundo de David Lynch o de Tim Burton, entre retorcido, macabro, pesadillesco pero al mismo tiempo ingenuo, organizado, seguro, que tiene puertas borgesianas que se abren hacia lo científicamente posible desde lo dificilmente imaginable y que no es hasta que no se lo narra, hasta que no se lo ficciona, representa, proyecta. Un mundo que, por cierto, se parece tanto al nuestro, ¿verdad?, de cadáveres del narcotráfico en medio de gigantescas fiestas de la cultura, de falsas y elaboradas proyecciones televisivas o en red, y de reformulaciones sobre la realidad presente y reescrituras de la historia. Todo esto puede ser mera especulación pero si la literatura no da para ello, avoquémonos a la literalidad y apaguemos la luz.

            Nada en lo que Bellatín no haya transitado antes; mas si su obra fuera una escalera, esta nouvelle sería un escalón, mientras que Salón de Belleza o Canon perpetuo, rellanos. Lo cual para nada pone en entredicho su calidad, por el contrario, la corrobora. Un cosa más: ese escalón hay que destaparlo, hay una nota oculta por leer. EEU

 

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BBBB
portadaAullido
Allen Ginsberg
Ilustrado por Eric Drooker
Traducción de Rodrigo Olavarría
Sexto Piso, Madrid, 2011


La década de los cincuenta fue pródiga en obras literarias que trataban la sexualidad de manera explícita, algo hasta entonces inconcebible: Lolita de Nabokov (1953), Un hombre extraño de J.P. Donleavy (1954), Bonjour, Tristesse de Francoise Sagan (1954), Aullido de Ginsberg y El almuerzo desnudo de William Burroughs (1959). El afán de provocación contenía un ataque deliberado a la moral y sobre todo a la doble moral del modelo social imperante. La descripción que hace Jordi Carrión del propósito de la serie Mad Men en su ensayo televisivo Teleshakespeare dibuja con precisión el contexto en que estas obras se engendraron: “si la contracultura existió era porque había una cultura dominante. Una cultura sexista, racista, militarista, alcohólica, religiosa, imperialista.” Dicha cultura era absolutamente mayoritaria y su poder asfixiante hasta el punto de necesitar un antídoto todos aquellos que no encajaban abiertamente en sus dogmas: negros, homosexuales, inmigrantes, marginados. Allen Ginsberg tenía 29 años cuando leyó Aullido en octubre de 1955 en San Francisco, había estudiado literatura en la Universidad de Columbia, acababa de conocer a Burroughs y había trabajado en estudios de mercado: sabía a lo que se enfrentaba y sobre todo, el método. Era consciente del peso de la cultura oficial y de su principal arma: la televisión y los medios masivos. Su poemario Aullido albergaba un doble propósito: enfrentarse al concepto “civilizador” de la cultura académica (la universidad, las revistas literarias, la intelectualidad) que en gran defendía o simbolizaba el modelo social imperante por medio de una composición abiertamente oral, para ser recitada más que leída, compartida, con un título que remitiera a lo primitivo, salvaje, contando, narrando con cruda sinceridad, espontaneidad, poca afectación y con una fuerza musical que recordara a la taberna, al club de jazz, a la pandilla callejera, un modelo de vida alternativo, basado en la libertad a la hora de buscar un destino, en la individualidad como principio regidor de la propia existencia, y todo envuelto en un mensaje que  excede el contenido, el texto, e incluye su presentación, y aquí el segundo propósito, la encuadernación en rústica de sus primeras ediciones y la utilización de las mismas armas del sistema dominante, el “mainstream”, revistas masivas como Time, Life, para promocionarlo y llevar a la práctica a través de entrevistas el mensaje de Aullido como un nuevo modelo de vida: el movimiento Beat. Aullido ha sido traducido a 20 idiomas, no ha perdido para nada su fuerza inspiradora, podría incluso seguir albergando las claves para mantener vivo un espíritu de crítica saludable frente a los afanes autoritarios abriendo cualquiera de sus páginas al azar. Esta edición cuidada hasta el último detalle, el papel, la encuadernación, el tipo de letra, y hasta el aroma que desprende, fuertemente embriagador, procura un gran placer y definitivamente podría tener como principal virtud la de atraer a los jóvenes, amantes del comic, del graffiti, la novela gráfica y hasta el videojuego, cosas con las que está muy vinculado el ilustrador Eric Drooker. Sin embargo, si algo se le podría criticar a este hermoso objeto es no incluir la versión original en inglés, quizá como anexo al final, y dos, que el hecho de ser tan sofisticado y bello, le reste el poder original que dio lugar al poemario, aunque Ginsberg era un admirador de Drooker. Algo como lo que le sucede a museos como el Guggenheim, que acaban miniaturizando las obras que hospedan. 4 puntos igualmente a esta edición, 5 a Aullido. EEU


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BBBBB
portadaEl cielo a medio hacer
Tomas Tranströmer
Traducción de Roberto Mascaró
Prólogo de Carlos Prado
Nórdica libros, Madrid, 2010

 

Como se puede apreciar en la seña, el libro fue publicado en el 2010, pero solo en octubre de 2011 ha tenido dos reimpresiones a raíz de la concesión del Nobel al poeta sueco. En palabras de Carlos Prado: “Esta edición amplía las que ya conocíamos en nuestro idioma. Para vivos y muertos (Hiperión, 1991), también traducida por Roberto Mascaró y por el gran introductor de la poesía nórdica en nuestro idioma, Francisco Uriz”. Este volumen además incluye tres nuevos libros “importantes” del autor, “como las breves memorias Visión de la memoria, de 1996, y ha aumentado la selección de poemas de cada libro anterior”. Pardo señala además que Mascaró ha efectuado una revisión de sus traducciones anteriores, haciéndolas “más elípticas, secas, eliminando algunas partículas que suavizaban el estilo de Tranströmer”, lo que permitiría quitar del medio al poeta, pero no del todo, “para que el mundo surja”.

            Ahora, lo interesante de las antologías, y sobre todo la de un reciente premio Nobel, es el modo de lectura. Ser conciente de leer solo una selección, no abolir el transcurso del tiempo -el día a día- con tan solo pasar una página, tener en cuenta las circunstancias históricas que fueron el contexto en que se produjeron estos textos: la Guerra Fría, Vietnam, el asentamiento de la Social Democracia Sueca (SAP), la construcción de la Unión Europea, hoy en cuestionamiento; los movimientos literarios de los setenta, que acusaban a Tranströmer de abstenerse del “compromiso político”; el propio poeta y su biografia, que dan claves dignas a tener en cuenta, como el hecho de ser un licenciado en Historia de la Literatura, Historia de las Religiones y Psicología, y sobre todo, de haber trabajado como psicólogo en la prisión juvenil de Roxtuna, a las afueras de Linköping, o con los exiliados víctimas de la Operación Cóndor. Todo esto nos invita a leer este libro con detenimiento, echando miradas furtivas a los diferentes períodos de la segunda mitad del siglo XX, y los escenarios: Suecia, su paisaje natural, el Báltico; el clima, la nieve, el frío; los pueblos pequeños, aislados; las cárceles, los hospicios; o el paisaje de sus viajes, Portugal, Huelva; la llegada del reconocimiento mundial en los ochenta y su acercamiento al haiku en La plaza salvaje (1983) y Para vivos y muertos (1989); la hemiplejía que en 1990 le afectó el habla, y los libros de este período, Góndola fúnebre (1996), 29 haikus y otros poemas (2003) y Visión de la memoria  (1996).

            Se trata, pues, de leer con detenimiento, espiar la evolución y a la vez recorrer un hilo conductor. Algo ligeramente perturbador abriga la palabra poética, el convencimiento de que basta con echar un vistazo y la grandeza de la naturaleza, del cosmos, se tragará la insignificancia humana, sus actos, la civilización. La contemplación da lugar a una poesía metafísica, rica en símbolos e imágenes que recomponen el mundo desde una mirada impresionista, donde confluyen luces, sombras y sentimientos: Tormenta nórdica. Es el tiempo en que/ los racimos de cerbas maduran. Despierto en la oscuridad,/ oigo a las constelaciones piafar en sus establos,/ en las alturas, sobre los árboles. (“Archipiélago otoñal”, 1954). Elementos recuerrentes pueblan la obra de Traströmer: los trenes, el mar, la nieve, el frío, los bosques, los caballos, el viento, la penumbra, los árboles, la lluvia, y sobre ellos parece cernirse la amenaza de la desaparición, de la oscuridad, que revelaría simplemente la transitoriedad del observador. Es tan insistente esta dialéctica entre luces y sombras en su obra primera, que no he dejado de pensar en ese mundo dividido entre capitalismo y comunismo, en una Europa occidental y otra del este, en países totalitarios y países democráticos. (El radical y el reaccionario viven juntos en matrimonio infeliz./ Formados entre sí en mutua dependencia./ Pero nosotros, que somos hijos de ellos, debemos liberarnos./ Cada poema llama en su idioma propio./ ¡Anda como el perro de caza, por donde la verdad dejó sus huellas! ) O será quizá una reminiscenia clásica de la luz de la sabiduría frente al oscurantismo de la barbarie. En ocasiones es tan sólo la llegada de la noche y el momento del sueño: La débil luz de la linterna es la señal (“Epílogo”, 1954). De pronto oscureció como a causa de un aguacero./ Yo estaba en una habitación que contenía todos los instantes:/ un museo de mariposas (“Secretos en el camino”, 1959). Largo tiempo, hasta que la mañana pone sus rayos/ en la cerradura/ y se abren las puertas de la oscuridad (“Kyrie”, 1959). Algo oscuro se instaló sobre los cinco umbrales de los sentidos, sin atravesarlos. (“El palacio”, 1962). Si se detuviese y apagase las luces/ se aniquilaría el mundo. (“Fórmulas del invierno”, 1966) Me coloco las gafas de sol. El canto de los pájaros se oscurece (“Pájaros matinales”, 1966) Cae la oscuridad. A medianoche me voy a la cama./ Al barco más pequeño lo botan desde el más grande./ se está solo en el agua./ El casco oscuro de la sociedad se aleja más y más. (“Bajo presión” 1966) “Ella puede transformarlo todo,/ puede hacer brillar la oscuridad. Es un interruptor para todo el país./ Verla, tocarla… (“Más adentro”, 1973).

            Es imposible, injusto y frustrante pretender reseñar una obra tan rica, compleja, inteligente, con un lenguaje que aparentemente es sencillo pero cuya búsqueda de posibilidades es inagotable; Tranströmer hace uso de un arsenal de figuras, principalmente la prosopopeya (mientras las islas reptan como grandes mariposas nocturnas) o la sinestesia (Docenas de diálectos en verde). Asimismo consigue tallar imágenes muy vivas en la memoria desde lo no dicho, lo ímplicto; particularmente empecé a entusiasmarme con el final del octavo poema del libro: Quien /se va hacia el mar regresa rígido. Parecía hablar, en realidad, de los que no regresan. El mar en este poema simbolizaría un herrumboroso tesoro de recuerdos.

            Solo cabe invitar a leerlo con el detenimiento que merecen los grandes creadores, aquellos que no necesitan de premios para pasar a la historia, Tranströmer ingresa en la lista de los Nobel entre los autores que consagran el Premio y no al revés. EEU

 


© TBR 2011


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