biografía del autor

imagePablo Manzano

“El contexto soy yo”


Primer día de trabajo. He hecho bien en aceptarlo. Tengo que olvidarme de todo lo demás de una vez por todas. Asumir que nunca lo conseguiré, enterrar toda una vida de ingenuas aspiraciones. Y dejar de seguirle la pista a JB: es enfermizo. Ya he cancelado la alerta en Google para no saber más nada de él. No volveré a entrar en una librería, así me aseguraré de no acabar manoseando las cuidadas ediciones de tapa dura en las que figura su nombre y su foto. Dejaré de rastrear con lupa los suplementos; se acabaron los suplementos, jamás volveré a leer uno. Por suerte el olimpo que la celebridad tiene reservado para los escritores ocupa dos tristes páginas a la semana (muy poco para repartir). Mi nuevo trabajo, un trabajo manual y ordinario, también me ayudará a vivir desconectado. Mi trabajo será una anestesia contra mi vida. Quizá hasta consiga volver a sonreír.

            En la recepción de la planta, la mujer que me entrevistó la semana pasada me dice que mi jefe llegará con un poquito de retraso. Él me explicará en qué consiste mi labor, pero tendré que esperarle una media horita. No me importa, si supiera cuán acostumbrado estoy a la espera. Algunos esperaron más y finalmente vieron los frutos. Para mí veinte años de intentos sin el menor resultado es suficiente: una señal más que clara. Mi primer relato lo escribí a los dieciséis. JB empezó a esa misma edad. De hecho nuestros inicios coincidieron en el taller literario optativo del instituto. Aunque mi supuesta vocación nació mucho antes, cuando era niño, gracias a mi abuelo.

            Mi abuelo tenía una pequeña imprenta y quería que todos sus nietos se interesaran por el oficio a una tempranísima edad. Yo era el único que no le hacía ni caso. Me aburría mirándole trabajar, me negaba a ayudarle. Así que mi abuelo empezó a decirme eres un inútil, un jodido inútil, ¿me oyes?, humillándome delante de hermanos y primos que luego me señalaban diciendo ahí va el inútil, ahí va el jodido inútil. Pero un día mi abuelo vino a buscarme al colegio; en aquella ocasión dejó de llamarme inútil para dirigirse a mí por el diminutivo de mi nombre de pila: ya no estaré, ya no estaré aquí, me decía mi abuelo mientras me abrazaba y lloraba. Yo no sabía qué le ocurría. Nunca llegué a saberlo. Lloraba como si tuviera el corazón hecho pedazos. Aquel mismo día mi abuelo se pegó un tiro en el corazón con una escopeta. Entonces yo tenía ocho años. Con el tiempo averigüé que mi abuelo se había despedido de mí y de nadie más. ¿Por qué? No lo sé. Lo cierto es que fue mi abuelo quien me convirtió en un inútil y me dejó algo que contar, y más adelante comprendí que un inútil con algo que contar no puede hacer otra cosa que escribir.

            Una buena anécdota, ¿verdad? Un poco macabra pero jugosa, se puede utilizar. Pues está a la venta en eBay junto con decenas de anécdotas antológicas que utilicé para escribir relatos y novelas que nunca vieron la luz. Con anécdotas no se construye una buena pieza narrativa, eso cualquiera lo sabe, es tan obvio como que la vocación, el esfuerzo y la paciencia en sí mismos no valen gran cosa. Hace falta talento, rigor, habilidad para asomar la nariz. JB cuenta con todo eso y algo más: mi odio. Mi odio le trae suerte, no tengo dudas. Santo que maldigo, santo que bendigo.

            Mi nuevo jefe acaba de llegar. Me ha saludado con simpatía. Debe de ser diez años más joven que yo. Ha dicho que estará conmigo en un momento. La simpatía no le va a durar mucho. Además de enseñarme mis tareas tendrá motivos de sobra para echarme broncas a diario. Mi abuelo no se equivocaba: soy un inútil. Un negado. Una especie necesariamente en extinción. La tecnología de la novela me es tan ajena como la mayoría de los programas informáticos. Sospecho que mis dificultades de aprendizaje derivan de que más que un autor, siempre he sido un personaje. Un personaje vive, no escribe. No al menos sin un autor dotado que lo escriba. A falta de uno, este personaje se escribe a sí mismo. Las pocas veces que entregué un manuscrito –valga el eufemismo para un mamotreto– en manos de un agente o editor, enseguida me preguntaron por el contexto espacio-temporal de mi obra. Mi respuesta era invariable: el contexto soy yo. Siempre he experimentado la vida literariamente, condenado al episodio inspirador aunque incapaz de componer una ficción lograda y convincente. Hoy sé que lo que antes llamaba «mi vena creativa» no es más que vanidad, que mi necesidad de contar historias se reduce a una simple necesidad de venganza. Da igual si estas apreciaciones son acertadas o no, cuando un mal nos consume lo importante es hallar palabras para expresarlo. He llegado a desear males de verdad: un cáncer, una silla de ruedas, pero no creo que nada de eso me demandara mayor atención que el propio fracaso. Sólo serviría para lanzarme una vez más a un esfuerzo en vano. El resultado: otro mamotreto de quinientas páginas en primera persona sobre mi desgracia. El contexto soy yo.

            Mi nuevo jefe me pide que le acompañe al vestuario. Antes de empezar debo ponerme el uniforme de trabajo. Un pantalón azul, un batín azul. Me enseña donde están las taquillas y la máquina de fichar. No sé si estoy en una fábrica o en un almacén, no tengo la menor idea de cuáles serán mis funciones en esta nave descomunal. Sólo me dijeron que era un trabajo de manipulación muy sencillo. Muchas horas haciendo lo mismo. Un sueldo precario, seguramente, pero a estas alturas prefiero poco antes que nada. Fueron veinte años de nada, viviendo de tirado, a costa de un sueño ridículo. Eso se acabó. ¿Cómo fue que mordí el anzuelo de la ilusión? Quizá debería preguntárselo a Rizos, así le llamábamos a la profesora del taller literario optativo del instituto. Para ella, JB y yo éramos los mejores, y a menudo elogiaba mis trabajos en clase más que los suyos. En las demás asignaturas mis calificaciones eran buenas, pero las de JB eran siempre superiores. En las fiestas del instituto JB era JB, y yo era el amigo anónimo de JB. Rizos no sólo consiguió que me sintiera a la par de JB por primera vez en mi vida, sino que me convenció –y a partir de entonces yo me convencí– de que era mejor que Kafka. Ya he hablado de lo lejos que llegué en mi carrera. Ahora referiré la trayectoria de JB: autor de cinco novelas publicadas, tres de ellas premiadas, traducido a cinco idiomas, colaborador permanente de diversos suplementos culturales, ganador de varios premios por sus libros de relato, poesía y aforismos, nuevo talento de la principal cadena de librerías y, según toda la crítica, promesa cumplida de antemano. En su última entrega, El odio, además de novelar un contexto espacio-temporal preciso, JB demuestra que también puede rebajarse a una prosa de tapa blanda. Pero el odio, como todo lo visceral, es un tema que a los tipos como JB se les escapa: lo conozco, no es una autoridad en la materia. Sólo cuando no lo has conseguido te conviertes en un experto del odio. Si por mí fuera, Rizos sería condenada a la lapidación pública. Aunque no creo que así yo pudiera volver a sonreír. Los verdaderos infiernos, por mucho que se compartan, siguen siendo privados.

            Ahora mismo estoy en el infierno. Acompaño a mi jefe en un laberíntico paseo entre las máquinas. Hace mucho calor. Le pregunto qué tipo de actividad se desarrolla en la planta. Principalmente es una imprenta, me dice. Y aunque es muchísimo más moderna que la de mi abuelo, pienso en esas ironías prodigiosas de la vida que siempre me sirvieron de material narrativo y por las que ya he perdido toda curiosidad. Ya no creo que pueda ocurrirme nada, por muy inesperado y sugerente que sea, que consiga hacerme resucitar y me inspire para contarlo. El último episodio inspirador en el instituto lo compartí con JB. Otra anécdota mil veces malgastada cuyos derechos podéis comprar por Internet. Paso a relatarla.

            Además de nuestra afición por la escritura, JB y yo teníamos en común el fútbol. Yo era el nueve más malo del mundo y siempre chupaba banquillo. Ya os podéis imaginar quién era el nueve titular, el capitán del equipo y el pichichi del campeonato intercolegial, y ya me diréis de qué sirve marcar tantos goles para que al final te llamen pichichi. Lo que ocurrió en la gran final fue que se lesionó un defensa nada más empezar el partido. Se hacía lo que decía JB, y JB decidió darme una oportunidad. No fue una buena idea. Si un delantero mediocre falla en el ataque no es tan grave como si falla en una acción defensiva, ya que puede provocar una catástrofe. Lo que ocurrió aquel día fue que jugando en la defensa marqué dos goles en propia puerta. Ya os podéis imaginar quién nos sacó las castañas del fuego. Último minuto: gracias a JB el marcador estaba 2-2, y gracias a JB a mí todavía no me habían linchado. Última jugada: tiro de esquina a favor de nuestro equipo. JB saltó a cabecear, yo no sé para qué, porque el remate de cabeza finalmente fue mío. El balón se coló por la escuadra, por donde tejen las arañas, ni tapiando toda la portería podrían haberlo evitado. Las gradas se vinieron abajo. Eché a correr. Me iba quitando de encima a mis compañeros que me perseguían para abrazarme y besarme, los mismos que antes me habían insultado, y sin parar de correr tuve que repartir un par de puñetazos a algunos que se empeñaban en celebrar el gol conmigo. Corrí, corrí y corrí hasta librarme de todos ellos. Abandoné el campo, bajé las escaleras y me encerré en el vestuario. Desde allí escuché los tres pitidos finales. Ojalá hoy pudiera volver a sentirme como aquel día, saboreando un paraíso privado. JB había marcado dos goles de mala muerte, y yo tres.

            En el sector de recuperación de papel y cartón no hace tanto calor. Pero eso no impide que esto sea un infierno. Mi nuevo jefe acaba de darme un cursillo acelerado sobre cómo funciona la trituradora. Así me he enterado de que aquí se destruyen montones de libros. Otra ironía prodigiosa, otro guiño burlón del destino. Yo, inmutable. Ni siquiera me regodeo ante el hecho de que otros, si bien llegaron un poco más lejos, tampoco verán sus frutos. Mi nuevo jefe me ha indicado los botones que debo pulsar para activar las guillotinas y me ha dejado con un compañero a quien puedo consultar en caso de duda. Tengo que convertir pilas y pilas y pilas de libros en papel confeti. No sé por dónde empezar. Visualizo las estanterías de las librerías que juré nunca más volver a visitar, el manoseo de los libros sin vender a lo largo de semanas, meses, los libreros dictando finalmente la sentencia, el exilio hacia el campo de exterminio. Y de pronto, en medio de mis fantasías, ya no visualizo. No, ahora veo. Y me pellizco para saber que no estoy soñando. Y me froto los ojos para confirmar que lo que veo está allí, que no es producto de mi pobre y vengativa imaginación. Son varias pilas que suman centenares de ejemplares. ¿Tal vez un millar? Son las cuidadas ediciones de todas las novelas y libros de relatos y poemas de JB. En tapa dura, por supuesto, aunque dudo que se resistan al poder destructor de mi trituradora.
¿Decías algo?, me pregunta mi compañero. Nada, nada, le respondo, cuando en realidad he murmurado que todos ardemos en el infierno, JB, que el que llega último gana. O alguna cosa por el estilo. Según ha dicho mi nuevo jefe, todo lo que se tritura aquí se transforma en enormes balas de papel. Papel para reciclar. Papel en blanco. Papel para escribir. Todo está por escribirse, me digo. Todo está por hacer. Ahora ya sé por dónde empezar, no tengo la menor duda. Siento la tirantez de los músculos de mi cara. Creo que he vuelto a sonreír.


Biografía:

Pablo Manzano Pablo Manzano ha publicado en Barataria, El rencor de los bufones (2006) y El puente de la jirafa (2008). Se gana la vida traduciendo novela infantil. En Boca de sapo publicó el cuento   "So far".