biografía del autor

imageJosé Luis Baños de Cos

Voyeur de libros

 

A veces he llegado a pensar que he vivido demasiadas vidas ajenas, tantas como libros usados han caído en mis manos. Esta extraña obsesión de contemplar en silencio a las personas a través de los libros que han leído se ha transformado en un secreto. Ni siquiera mi mujer conoce el motivo por el que insisto en seguir cogiendo libros de la biblioteca pública y, aunque le debe parecer ridículo o síntoma de tacañería ya que trabajo en una importante editorial, se resigna sin formularme preguntas. Pero desde hace unos días, me atormenta la idea de poder haberme topado con un posible suicida.
            Si le pudiera poner fecha de inicio a esta conducta de reconstruir por medio del libro la personalidad de su último poseedor, diría que todo comenzó cuando era estudiante y no me podía costear la adquisición de volúmenes nuevos. A partir de aquel instante, lo que surgió como una necesidad, poco a poco, con el paso de los años, se fue perfilando en una habilidad para desarrollar las potencialidades de lo que para mi se había convertido en un arte placentero. Al igual que un voyeur mira por el agujero de una cerradura yo miro a través de las manoseadas páginas las delatadoras señales y marcas que ha sufrido la obra en manos de su último propietario. No hay nada más que acercar la nariz al cerrar el libro para capturar en el aroma que exhala: olores de comida, del ocre humo del tabaco, fragancias de gráciles perfumes o, como en Justine de Sade, el agrio olor a semen y sudor. Otros, en cambio, muestran párrafos subrayados donde las palabras son sostenidas por un fino trazo de lápiz al igual que el alambre de un equilibrista, donde el lector ocasional se ha visto incapaz de pasar la página sin apropiarse de esas palabras que lo encierran. A veces personas desesperadas que como en la obra de Greene, El poder y la gloria, recalcaron “La esperanza es un instinto que sólo el razonamiento humano puede matar”. Y otras que, desoladas por el amor, tercamente rodean versos de Pavesse como si de un conjuro se tratase. En ocasiones, el rastro de la persona es aún mayor, como fue en La insoportable levedad del ser de Kundera, cuyas hojas se mantenían húmedas por las pequeñas lágrimas que vertieron sobre ellas. ¡Qué inmenso placer cuando un indicio te lleva a pensar que el libro reposo en el regazo de una mujer o descansó junto a la cabecera de alguna cama!.
            Son pequeñas pistas que se van acumulando en el objeto con el que se transcurre largas horas en soledad. A veces, el testimonio del paso de las personas es más evidente ya que encuentro en el interior objetos que, en su mayoría, han funcionado como marcadores de páginas: pequeños almanaques con fechas señaladas, naipes de barajas perdidas, hojas de papel con números de teléfonos anónimos, billetes de autobuses, metro o trenes que me dicen a donde van y de donde vienen. Así, por ejemplo, en Los pilares de la tierra de Ken Follet, di con un horario de trenes de cercanía que tuve la tentación de usar y, en El conformista de Moravia, con una foto carné de una joven con cabellos castaños y sonrisa angelical. Todos estos pequeños tesoros los guardo como auténticos fetiches en una cajita en la mesa de mi oficina a salvo de las miradas indiscretas. ¡Qué mayor excitación que la de observar que la obra ha sido recientemente devuelta y que todavía conserva caliente el tacto de dedos extraños! Curiosear por objetos que han coexistido en la intimidad de un desconocido o fueron testigos de pasajes de su vida diaria. Amantes que rozaron partes de un cuerpo que está vetado al resto de mortales. Tocar donde ellos tocaron con anterioridad, introducirte en sus vidas con el mero hecho de elegir un libro al azar. Crear un vínculo invisible tan privado con personas desconocidas  que me permite conocer su propia alma.
            Pero toda esta excitación que durante años he experimentado con plena satisfacción y en secreto, se ha visto interrumpida por la idea de haberme topado con un posible suicida. Todo ocurrió cuando la casualidad hizo que, entre los miles de libros de la biblioteca pública, cayera en mis manos El proceso de Kafka. En su interior hallé lo que parecía el trozo de una arrugada misiva de despedida, donde con letra estirada se podía leer: “... espero que sepas comprender, quizá es la actitud más cobarde, pero cuando el vacío es tan grande la existencia se convierte en una carga demasiada pesada.”
            En un principio, la impresión repentina causada por el hallazgo fue aletargada con la inseguridad de que la carta fuese real y no una broma de mal gusto. Posteriormente, aprovechando la soledad de mi oficina, fui rastreando las señales del libro que se encontraba poblado de preguntas tipo “¿para qué?” o “¿vivir o morir?”, escritas en los márgenes de los pasajes donde el protagonista, Joseph K., se veía más enredado en los avatares del Tribunal que le debe juzgar por un delito desconocido. Todo esto, corroboró más si cabe mis sospechas. A pesar de tratar de apartarme del asunto como si nunca hubiera dado con aquel libro, las noches siguientes apenas pude pegar ojo y en más de una ocasión me desperté gritando en plena madrugada. Al comprobar que no podía mantenerme al margen se me ocurrió preguntar a la joven con gafas que siempre me atendía en la biblioteca. Pero cuando ya aguardaba mi turno en la cola para exponerle mis temores, me pareció ridículo, no sólo el simple hecho de contarles mis sospechas, sino el tener que confesar mi secreto y verme privado desde entonces de aquel gozo inmenso. Así que decidí marcharme a casa, olvidarme del asunto, comprender que todo aquello había sido un malentendido, una mirilla por donde nunca tuve que haber mirado. El haber puesto a salvo mi pasión secreta, que instantes antes había puesto en peligro, me dio confianza para dar  por zanjada la cuestión.
            Cuando llegué a casa todo estaba en silencio, mi mujer aún no estaba. Después de encender un par de luces que ahuyentaron las sombras del atardecer, vi sobre la mesa del comedor un sobre con mi nombre. Permanecí de pie, inmóvil mientras leía su contenido, con el desencanto de un voyeur cuando saben que lo han descubierto.     

 

Biografía:

José Luis Baños de Cos
(Jerez de la Frontera, Cádiz, España, 1977). Licenciado en Derecho y en Antropología Social y Cultural, ha ganado varios concursos literarios y es autor de las novelas El anuncio (2006) y Miradas donde flotan icebergs (2008). Colaborador en revistas universitarias y digitales, así como en la elaboración de guiones de cortometrajes y de series de tv. En la actualidad reside en Barcelona. Web del autor: www.miradasdondeflotanicebergs.tk.