biografía del autor

Eva ÁguilaLa profesora de arte

Eva Águila

La profesora de arte

 

Deja sus cosas sobre pupitre y se aproxima a él. Sin premeditación alguna, como quien reencuentra a alguien del que hace tiempo no se sabe nada. Entre ambos distan dos metros, y ella le brinda una sonrisa de cortesía. La misma sonrisa, la misma expresión extraña de la última vez, que poco a poco se acerca. Él recoge su pelo negro en una cola baja. Unos mechones rebeldes se escapan de la lazada. Levanta la vista, y ahí está ella. Esa figura diminuta, con cara y cuerpo de niña; la musa a quien tantas veces ha esculpido con sus manos recias. Se queda inmóvil, protegido por su caballete, escondido tras él como si fuera una coraza. El pensamiento parece un caballo sin riendas. Las ideas se hacinan, las unas sobre las otras, y no dejan lugar para las palabras. La tiene delante de su lienzo blanco, única barrera entre ambos, y no sabe qué decir; cómo decir lo que no sabe decir. Vuelve a mirarla, callado. Y ella mantiene inmóvil ese interrogante en la comisura de sus labios.
       Lleva un pañuelo rojo alrededor de su cuello. Debe de ser de seda. El muchacho observa el cariz de ese color. Más tarde, cuando regrese a su casa, solo, borracho, con sus cuadernos bajo el brazo, retratará a su profesora de arte envuelta en un aura carmín. Examina el rostro de su amada. Los labios finos, a los que tantas veces besó. Sus ojos pequeños, nacarados, de ese verde intenso que ni siquiera con el óleo de sus pinturas puede conseguir. Por su mente se desvanecen, fugazmente, los recuerdos de las noches pasadas. La mira a los ojos, y no puede sino recrearse en la piel delicada de sus contornos. Se deshace en un escalofrío cuando rememora ese tacto, igualmente suave y deseable en cualquier rincón de su cuerpo de mujer. Todavía puede experimentarlo, pese que entre los dos medie un lienzo blanco y un caballete de madera enmohecida. No importan las circunstancias adversas. Sigue sentado, en el taburete alto que ensalza sus facciones robustas. Sus ojos brillan, frenéticos, incansables ante la mujer. Parece como si el mundo girara alrededor de ellos, cíclicamente. Y ellos no tienen más ojos que los del uno del otro. Ya nada más importa, porque no hay nada más. Están solos, ellos dos, inalcanzables, y sin embargo, más próximos que nunca.
       Vuelve a mirarla. Y su peinado discreto le hace recrearse en aquella noche que no tuvieron que esconderse. Ella vestía entonces un traje negro de tirantes finos. Había recogido su pelo lacio, y las mechas de color rojizo descansaban sobre sus estrechos hombros. Aquella noche se sintió el hombre más feliz del mundo. De su brazo llevaba a la mujer de su vida. Bailó con ella las canciones lentas de las que siempre tuvieron que huir. La edad no importó entonces. Vuelve a la realidad cuando rescata la existencia del amanecer. Aquel crepúsculo, gris, que ninguno de los dos deseaba que llegara. Pero llegó, tan puntual como cuando los amantes se escondían bajo las sábanas. Llegó y sembró entre ambos, una vez más, los familiares desencuentros, los tortuosos kilómetros que nunca conducen al olvido.
       No se mueve. Rígido, con los ojos clavados en los de ella, y con su mente quién sabe a cuántos años luz. Ella prefiere guardar silencio. Siempre fue mujer de pocas palabras. Desvía la vista hasta las manos grandes de su ex alumno. Éste sostiene entre sus cortos pero gruesos dedos un carboncillo. La profesora de arte repara en que está mirándola a los ojos. Se pregunta si se habrá percatado de esas arruguitas, incipientes, que comienzan a amonestarla. Pero no le da mayor importancia. De nuevo contempla esas manos de artista, levemente teñidas de negro. Sus movimientos inexactos son los mismos de entonces, como cuando él paraba el tiempo, apresando ese rostro femenino entre sus palmas viriles. Es el mismo pulso tembloroso, idéntica exactitud torpe que jamás dudó ante el caballete de pintura. Vuelve a sentir esa sensación de altitud, el vértigo de haber alcanzado un cuerpo más joven que el de ella.
       Pasa el carboncillo entre sus dedos fuertes. A ella la amaba del mismo modo en que ama su arte. La acarició siempre con esos movimientos intuitivos de novicio. Después de años de encuentros y desencuentros eran los mismos gestos del que toca por vez primera. Ella era entre sus palmas una obra inacabada, fusión de formas y colores, eternamente frágiles. A su lado jamás habría envejecido. La profesora se acerca un poco más. La distancia se acorta entre las dos miradas. Se detiene a un espacio prudente. No está segura de poder reprimir sus sentimientos. Alarga su mano de muchacha madura hasta la de él. No puede evitar el escalofrío de deseo que la lleva a retirarla. El mismo impulso que hace que la busque, una vez más. Él agradece el gesto, y sitúa su mano enorme sobre la de ella. Se miran, sin barreras de por medio, únicamente distantes por los años pasados. Parece como si sonara un meloso oboe de fondo; el aula de música está cerca. Ella siente la fuerza discreta de ese tacto áspero. Una lágrima contenida asoma en sus ojos. Y él puede notarlo.
       El muchacho perfila la silueta de la mano amada con su dedo meñique. Es la misma caricia de entonces, el gesto secreto que únicamente comprendían los dos. Es todo cuanto alcanza a decirle. No recuerda cómo se articulan las palabras, aunque quisiera confiarle, en voz baja, en un susurro próximo a su oreja de muñeca: “todavía te quiero”. Pero basta con ese lenguaje secreto para que ella comprenda. La mano femenina está temblando de emoción. Trata de disimular apoyándose con fuerza en la rodilla de su amante, pero le resulta imposible contenerse. Ha pasado el tiempo, y todo sigue igual que entonces, con idéntica incertidumbre que cuando se despidieron.
       Él la mira, fijamente. La lágrima amenaza con delatarla. Sigue acariciándole esa mano diminuta, hasta topar, como en aquel entonces, con la siempre intrusa alianza. Nada ha cambiado entre los dos. El secreto y los sentimientos todavía esperan, verdes, el momento para germinar. Ella se aleja, su mano se va con ella, hasta el pupitre de la profesora, dispuesta a impartir la clase de arte. Él deja ir un suspiro, todavía indispuesto para emitir sonido alguno. Comprueba, una vez más, cómo la mujer de su vida permanece esclava a no sabe qué obligaciones.
       El estudiante de arte recoge su caballete y sus pinturas. Meticulosamente limpia cada pincel y lo guarda en su estuche de madera. Mira sus manos, ligeramente manchadas por el carboncillo. Las limpia en su pantalón vaquero mientras carga con sus cosas a lo largo de la sala. Al llegar a la puerta se gira y la contempla por última vez. Da media vuelta, no sin dolor, mientras aprieta para sí el anillo de su dedo, en el que ella ni tan siquiera ha reparado.
       La profesora de arte observa cómo su amante se marcha sin despedirse. Como en otras ocasiones no sabe si volverá a verlo. Todavía recuerda su voz quebrada, que hace tantísimo tiempo no escucha. En pie, de espaldas al torno de barro que está en movimiento, cree distinguir entre su largo pelo negro, un tímido mechón pálido...

Biografía:

Eva Águila (Barcelona, 1980). Licenciada en Psicología. Máster en Perturbaciones del Lenguaje. Técnica de docencia con TIC. Se ha dedicado a la investigación en percepción del lenguaje y del habla a raíz de la cual ha publicado varios artículos científicos. En la actualidad trabaja con niños/as con trastorno de lenguaje y síndromes asociados. Comparte online su trabajo poético (http://aluzdefaro.spaces.live.com). Ha colaborado con las revistas literarias Prometheus, Bocanada-Anteojos de Azufre, La bolsa de pipas, Amalga, Voces y Clave. Ha sido seleccionada para el VI Encuentro Nacional de Poesía de ANUESCA y en la antología digital Una voz en el Abismo. En el 2007 ha editado su primera novela, El silencio entre las manos.