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índex català     deciembre 2006   n° 56
Véase en este mismo número el relato "Bajo el agua"

Más que mujer

Mojca Kumerdej

Traducción de Tina Svelc


     "¿Quien es esa mujer?", me estremecí al verte por primera vez. Me acercaba a mi asiento con el discurso bajo el brazo cuando te vi sentada en algún lugar del fondo de la sala. No, antes del comienzo de la conferencia no estabas. Te hubiera visto.
     Eras exactamente aquello con lo que yo fantaseaba. Ese ser femenino rozándome desde la oscuridad -mientras yo me acariciaba el miembro con los ojos cerrados-, labios fuertes, mirada de ojos verdes, rasgados, cejas largas y frente amplia, cubierta de cabellos rubios y gruesos; la mujer sin rostro que tocándome sólo con ciertas partes de su cuerpo, que no fui capaz de identificar con una imagen hasta que te encontré. Contigo había pasado mis más íntimos momentos por encima de las demás mujeres -incluyendo a mis amantes del momento que según te expliqué cuando preguntaste no eran pocas-. No, eso jamás te lo oculté.
     Llegar a intimar demasiado o hasta enamorarme de alguna de ellas no es algo que me preocupase. A mí no me suceden esas cosas. Tampoco tuve la intención de compartir contigo el amor, hubiera sido demasiado complicado y, sobre todo, imposible. Vivimos a cientos de kilómetros de distancia el uno del otro, en ciudades y países diferentes, y en realidad nos dedicamos a cosas distintas.
     Después de la conferencia nuestras miradas se entrelazaron, y del lenguaje visual a la conversación, todo sucedió en un instante. Durante el primer encuentro me comentaste que ibas a redactar un artículo sobre el simposio para un periódico de tu país, del que obviamente nunca había oído hablar. Te invité a comer, pero primero querías dejar el equipaje en el hotel.
     "Podría acompañarte", propuse, y casi me arrepentí. El hotel parecía más bien una pensión descuidada. Cierto, estaba a varios kilómetros centro cultural donde tenían lugar las conferencias, aunque por solo quince euros la noche era sin duda el más barato y miserable de por allí. Al entrar me sentí incomodo, y con razón. Detrás de la barra un hombre orondo con su sonrisa obscena enmarcada por un delgado bigotito negro hablaba en una lengua eslava a través de su dentadura acribillada mientras le pasaba las llaves a una muchacha de vestimenta estropeada, barata y ridícula, a la que luego siguió por las escaleras un señor de edad avanzada. Mientras juntabas las monedas para pagar -el recepcionista había exigido el pago adelantado de una noche como garantía-, pusiste en el mostrador el pasaporte y el billete de viaje de Ryanair con el precio de siete libras y media. Hasta entonces nunca había sabido de la existencia de vuelos tan baratos.
     "Sí, deja el equipaje, tranquila, te espero abajo", te dije, y en un instante me sentí como un imbécil. A medida que subías por las escaleras estrechas hacia la segunda planta con una maleta pesada de color verde oscuro, el recepcionista, asomado en el mostrador, hojeaba una revista y yo, como un pilar dórico, permanecía de pie en las puertas de aquel miserable hotelucho, esperando a la mujer que, pasada media hora -y mientras bajaba por unas sombrías y arruinadas escaleras con el cabello recién lavado-, parecería Leni Riefenstahl en la película Das Blaue Licht .
     "¿De verdad que tu periódico no puede pagarte un alojamiento decente?", pregunté. Respondiste que ni siquiera tenías un empleo fijo, que era un trabajo eventual y que te reembolsarían una parte de los gastos de transporte junto con los honorarios. Por supuesto no pude permitir que durmieras en ese cuchitril. Después de la cena te llevé a mi apartamento y al día siguiente pasé a recoger tu equipaje. Te quedaste conmigo tres días, hasta el final del simposio. Después volviste a mi ciudad en dos ocasiones más, pagándote tú mismo el viaje. No dejaste que yo pagase el billete de avión.
     Jamás había encontrado a una persona de la que estar seguro que, a pesar de sus dones, no había volcado su talento en una profesión mediocre, cuanto menos, errando así el camino de su vida. Mencionaste algo acerca de tu actividad literaria, lo investigué un poco. Nadie te conoce, nadie ha sabido decirme a qué te dedicas en particular ni cómo te ganas la vida. Escribes, por supuesto, igual que lo hacen muchas otras personas de cuya actividad creativa tampoco llega nunca a enterarse nadie. Y sí, es cierto, tú todavía lo tienes más difícil ya que tu idioma lo lee y entiende muy poca gente. Sin embargo, y según averigüé, en tu tierra tampoco tienes ningún prestigio; hasta yo mismo me sorprendí cuando dije estas palabras en una conversación con un buen amigo.
     Desde el principio lo dejé claro: jamás podría tener una relación seria con una mujer procedente de un país como el tuyo. Mis conocidos y amigos, a pesar de sus opiniones públicas contra el racismo y la xenofobia, de sus proclamas feministas, sus manifestaciones a favor de los movimientos homosexuales y su apoyo a las diferencias, nunca podrían llegar a aceptarte por completo. Al principio su trato hubiera sido cordial y afable. Sin embargo esta actitud sería, más que otra cosa, una cuestión de curiosidad sobre las anécdotas de otro nuevo país ex-comunista en transición y sobre sus especialidades culinarias, ya que aquí, en el oeste, estamos un poco hartos de ese exotismo social y político debido a que durante la última década se ha instalado entre nosotros demasiada gente que viene del mismo sitio que tú. Y te lo digo con el corazón en la mano, no nos hemos acostumbrado a ellos, y viceversa. Sí, mis amigos serían cordiales en primera instancia, y a mí me tocaría sentirme como tu abogado, con la responsabilidad de disculparte y defenderte frente a ellos. Con el paso del tiempo su curiosidad se calmaría, dejarían de prestarte atención y quizá empezasen a hacerte preguntas desagradables. Hasta que al final te harían saber que, a pesar de todo, no tienes nuestra misma procedencia. Que no eres una de nosotros por el simple hecho de desconocer ciertas cosas.
     En una ocasión, sentados tú y yo a la mesa en un restaurante japonés dije que tu rostro me recordaba mucho al de Jean Seberg, de la película A bout de souffle de Godard, y resula que no tenías ni idea de qué te estaba hablando. Después de traducirte el titulo al inglés intentando que te acordaras, después de contarte el argumento, preguntaste: "¿Como era?, ¿Godard?", mientras hundías una punta de tu sushi en la salsa de soja. Te hice la observación de que así no se comía, te expliqué que la carne cruda de pescado se baña en la salsa para que se desoxigene; no me hiciste caso, continuaste desarmando el arroz con los palillos, haciendo oídos sordos a mis indicaciones.
     Además, no hablas las lenguas extranjeras con fluidez, lo cual me obligaba a traducirte cosas sin cesar, y eso es fastidioso y cansado. Además, no sólo resulta aburrido para los oyentes, sino que la persona a la que traduces, quieras o no, siempre parece menos inteligente. No me explico por qué no has aprendido un euro-inglés decente, aunque sea con ese inevitable acento del este. Seguro que habrás tenido la oportunidad, incluso en el lugar donde naciste y donde vives.
     Muy bien lo sé, eres inteligente, enérgica si te impulsase Cesio radioactivo, pero no lo has aprovechado: no has hecho nada. Confieso que esa dualidad, la velocidad de tus pensamientos y tu escasa educación, al principio no sólo me desconcertaron, también me emocionaron. Esa dualidad te hizo parecer aún más femenina. Al observarte, mientras tus palabras ya no alcanzaban a seguir tus pensamientos y tus oraciones se interrumpían y entrecortaban y mientras tu hablar, poco a poco, se volvía más y más incomprensible, me di cuenta de lo dotada que estás, reconocí tu talento, condenado a permanecer inexplorado. Cuando no estábamos juntos y pensaba en ti te imaginaba en portadas de películas baratas, películas polacas con un fondo soso, blanquecino, donde los colores amarillo pálido se mezclaban con un verde muy oscuro o un gris; y tú, dando vueltas sin rumbo fijo por un entorno polvoriento, te encaminabas hacia un desértico y anónimo final.
     Sin embargo, al mismo tiempo te envidiaba. Durante mis dos únicas visitas a tu casa te observaba, sentada frente al ordenador, pasando de mí, igual que cuando leías, inmersa en un mundo que me era por completo inaccesible. Y no me escuchabas al llamarte. Lo hacías todo por una incomprensible necesidad interior, que yo jamás he tenido. En mi caso, me gusta mucho mi trabajo, disfruto impartir clases, los viajes y escribir libros, pero la pasión profesional con que tú trabajas se me escapa, no está a mi alcance. Te da igual si tienes pocos lectores, no te importan los efectos de un trabajo que, una vez finalizado, siempre te lleva algo nuevo. Según mi parecer eso es una locura absoluta, una pérdida de tiempo; el placer desinteresado es una locura en sí, y en ese sentido siempre me pareciste un poco loca. Y quiero que sepas que no es un cumplido, no. Deambulas a velocidad tremenda por tus mundos, pero permaneces en el mismo sitio. Gozas de la escritura. Tienes suerte de que no te empuje otra obsesión, más peligrosa.
     Al principio pensé que tus cartas no eran más que una cuestión de forma. Con el tiempo, sorprendido, comprendí que lo pensabas en serio. Lo sé, las mujeres -la mayoría de vosotras- tienen una mayor facilidad de expresar los estados de ánimo y las emociones, ¡pero a ti, no hay quien te supere! Cada vez que encontraba un mensaje tuyo en la pantalla lo abría como un adolescente de dieciséis años, con el cuerpo envuelto en un agradable y tímido calor. Imprimía tus cartas y muy a menudo las leía antes de dormir. Las pocas veces que por la noche estaba solo me acostaba a dormir contigo, en mis pensamientos. Y las veces que no en realidad también te tenía presente. Te expresabas con metáforas claras y significativas, aunque repletas de errores lingüísticos, pero quizá manejas la escritura mejor que la expresión oral, incluso hasta en tu idioma natal. Es sólo un juego, eso es lo que pensaba al principio, pensé que no escribías más que por el placer de comunicar. Pero me equivocaba, y eso aumentaba mi miedo ante la proximidad de un nuevo encuentro. Hasta entonces no imaginaba qué es lo peor que podía suceder -que la cosa deseada se hiciese realidad, o por lo menos lo que yo pensaba que deseaba-. Muchas mujeres dicen una cosa y hacen otra, y se escapan por la tangente con cualquier excusa -"Malinterpretaste mis palabras. ¿Que yo dije eso?. Qué va, eso no es cierto."-. Tú por el contrario llevaste a cabo todo aquello que habías dicho y prometido.
     Tu vida es tan complicada e incomprensible. Digamos, por ejemplo, el hecho de que quieras compartir el apartamento con una rumana con antepasados de Transilvana. No, es cierto, la muchacha no parece rumana, quizá por esa piel tan blanca y los ojos claros sus rasgos son aún más europeos que los de cualquier europeo. Y no creas, no tengo nada en contra de los rumanos, de hecho, el aspecto físico no es lo que cuenta. El idioma, las costumbres, las experiencias, eso es lo que importa. Aunque hay ciertos recuerdos que no puedo olvidar, como aquella vez durante uno de mis viajes a Italia, cuando en Florencia unos rumanos forzaron mi coche Para robármelo todo. En cuanto a las rumanas., sí, conozco a una, es directora de un museo y lleva años viviendo en Europa., pero ya sabes, las rumanas, como las ucranianas, las rusas, las filipinas. aquí en el oeste la mayoría de estas muchachas llevan una vida humillante. Además, me acuerdo bien de los titulares de los periódicos desde el comienzo de los noventa: " Rumanos asando cisnes en la orilla de Danubio de Viena central". Está bien, según se rumoreó se trataba de gitanos de nacionalidad rumana. Recuerdo también a una amiga serbia que, por cierto, no vive en Belgrado desde hace una década aunque tiene lazos familiares con un notorio general serbio. Pese a que la violencia en los Balcanes nos afectó de una manera profunda -Vukovar, Srebrenica, Sarajevo, y más tarde Kosovo.- nosotros nunca estuvimos involucrados -salvo en la ayuda-. Sí, la ofrecimos, y no sólo de forma material, aceptando a los refugiados y mandando tropas, sino también a un nivel de comprensión, puesto que observábamos vuestros problemas mejor que vosotros, que los estabais experimentando en directo cuando en la península bullían diferentes nacionalidades y religiones como una sopa de verduras.
     Aunque tengo muy claro que sobre todo esto nunca voy a hablarte. No puedo hacer más que simular que converso contigo de camino hacia la universidad, o conduciendo. Y tampoco ninguno de los nuestros te lo diría. Es imposible reconocer y aceptar todas las diferencias, porque son diferencias descomunales, tanto a un nivel cultural e histórico como de conocimientos y comportamiento.
     Desde nuestro primer encuentro lo tuve muy claro: no temías casi a nada, no te sometías ante las autoridades. Conocías mis debilidades y me provocabas con ellas. No sé cómo lograbas hacerlo. A menudo tenía la sensación de que leías mis pensamientos. Quizá tengas esa intuición femenina: descifras detenidamente la manera de hablar de otra persona, adviertes cada detalle de su comportamiento, esos pequeños gestos casi imperceptibles, y después creas una historia. En la narración eres fuerte, en el territorio de las historias tienes mayor poder que yo y que la mayoría de mis conocidos. Y yo lo sé muy bien, las historias requieren valentía, un coraje específico, hay que conocer los límites y el modo de transgredirlos.
     -¿Qué escribes? -te pregunté una vez.
     -Historias ­-me respondiste.
     -¿Historias sobre tus vivencias?
     -No. Las invento
     -Entonces, ¿no escribes sobre ti misma?, ¿ni sobre tus conocidos o familiares?
     -No. Mi acontecer es lo que vivo. Lo que escribo son historias inventadas.
     ¡Menuda ingenuidad, que uno se crea capaz de distanciarse tanto del mundo como para sentarse frente al computador e ir inventando cosas! Nuestros mundos -mi mundo científico-analítico, y el tuyo impregnado con sensaciones y emociones, sin una sólida base teórica-, nuestros mundos están infinitamente separados. Sin embargo, quizá ni te diste cuenta del grado de precisión con que adivinaste mi esencia. Y lo siento pero nunca te lo demostré. Yo, a diferencia de ti, sé controlar mis sentimientos, por eso tuve tanto cuidado contigo. Lograste desvelar mi secreto, que yo estaba tan seguro de mantener tan oculto. Y   hay otra cosa que me resultaba desconocida. ¡tu increíble agresión sexual! No lo niego, siempre había deseado -fantaseaba con la idea- encontrarme con una mujer que, tras cruzar algunas palabras y después de tomar una primera copa de vino en mi apartamento, se me acercase, me desabrochase el cinturón y la bragueta, me la sacase y me arrastrase a la cama. Contigo fue la primera vez que me sucedió. No tengo ni idea del porqué, en realidad me atraías muchísimo. Aunque tú no le diste mayor importancia a lo ocurrido. Según percibí, no era la primera vez que lo hacías, y hasta me consolabas diciéndome que sólo era cuestión de acostumbrarse el uno al otro. Así que de pronto me encontré en un estado miserable, es más, yo mismo me consideraba un inútil, como un niño al que no le sale el juego y la profesora o su madre trata de consolarlo, no llores, la próxima vez lograrás hacerlo. Para mí fue como si me hubieran matado.
     Por la mañana, de camino hacia la universidad, tuve la impresión de que el mundo entero se había dado cuenta, que estaba escrito en mi semblante. Al pararme en la panadería, cuando la vendedora me tendía el croissant relleno de mermelada pude leer en su mirada "Qué pasa, pequeño ratoncillo, hasta este frágil croissant es más duro que tú". A ti esta molestia no te detuvo, muy al contrario, seguías acariciando mi cuerpo mientras yo seguía tumbado a tu lado como un cadáver, sorprendido y sintiéndome terriblemente embarazoso por el gran placer que demostrabas.
     La tarde siguiente estábamos dando un paseo por la ciudad cuando uno de mis amigos nos vio al pasar en coche. Por la noche mientras te bañabas sonó el teléfono y mi amigo me interrogó sobre ti, dijo que eras muy guapa, cosas por el estilo. Cuando le comenté de dónde eras su interés disminuyó. "¿Ah, sí? -comentó con una risa burlesca -dicen que las tías de allí son muy buenas en la cama". Yo lo confirmé riendo, sin revelarle la verdad de lo ocurrido.
     Bien mirado, nunca comprendí qué te emocionaba tanto de mí. No es posible que fuese mi éxito ni mi popularidad, sé que eso no te importaba. ¿O tal vez sí? Entonces empecé a presentir que tal vez cuando posees a un hombre de una forma tan directa y brusca te vengas no sólo de todos los hombres sino del resto del mundo, de un mundo carente de oportunidades, iguale para todos en su injusticia. No pude escapar a la sensación de que la sexualidad era tu estrategia de venganza, un método de humillación. Y que tu supuesto enamoramiento no era sino el amor hacia lo que pretendes someter y destruir sin clemencia. Sí, eres un tipo de terrorista sexual. Tu objetivo es claro, el método cruel y las formas despiadadas: quebrar lo más tierno, frágil y vulnerable de este planeta: la autoestima masculina.
     Desde el principio guardé las distancias, por si acaso, para que no te me metieras debajo de la piel, puesto que me excitabas mucho más que las demás mujeres, en exceso, a tal grado que temía enamorarme de ti. No sé, acaso todas las mujeres de Europa del Este son tan bruscas. ¿O acaso eres excepcional hasta en este punto?
     Jamás podría renunciar a mi mundo, a las cosas que están al alcance de mis manos, mudarme contigo a tu país, a un apartamento estrecho de dos cuartos. Ya no estoy acostumbrado a eso. En mi época de estudiante sí, es cierto, era un desafío, la vida en común fue el territorio de los encuentros casuales y los escarceos amorosos, pero ahora ya he superado los treinta, quiero vivir en paz y, sobre todo, no pienso adaptarme a nadie.
     Nunca te daré explicaciones acerca de esto, si bien ya sé que sospechas la mayor parte. Por esa razón, me las arreglaré contigo lo más rápida y cordialmente posible, quizá hablándote por teléfono o, lo más probable, escribiéndote una carta.
     Si por casualidad nos encontramos algún día, al principio alegraré -me encanta observarte, tu forma de andar, los movimientos de tus manos mientras hablas, me agrada el sonido de tu voz-, pero enseguida me sentiré incómodo. No voy a planear más encuentros y, aunque estés en la ciudad -tal vez consigas esa beca-, trataré de evitarlos. Si me avisas con anticipación de tu llegada no te responderé, o te mandaré un sms diciendo que, desafortunadamente, justo en esas fechas no voy a estar en la ciudad, o que el apartamento ya está ocupado. Los vecinos nos conocemos muy bien entre nosotros y no quiero que, después de tu salida, me molesten de nuevo con preguntitas de tipo ¿de donde es esa chica?, ¿quién es? Y sobre todo no querría que, por casualidad, me visitara cualquiera de mis amigos o familiares. No, mi familia no te aceptaría. Ni mi padre ni mi hermano, y mucho menos mi madre o mi hermana.
     Lo siento, el mundo es cruel no vamos a cambiarlo nosotros. Aunque al mismo tiempo, está lleno de sorpresas y oportunidades, y tú deberías aprovecharlas. A mí todavía me queda una oportunidad, quizá me acabe enamorando de alguien. Si eso sucede, será de una mujer cuyo físico se parezca a ti, pero diferente en algunos aspectos. Cuántas veces tras mandarte un sms quería que no me contestaras de inmediato: por favor, no tan rápido, espera por lo menos un instante, para que empiece a desearte, déjame cazarte como ha de hacer el varón con la hembra. En vano. De golpe devolvías una respuesta fulminante, como la descarga eléctrica de una manta-raya, no era un sms sino una composición emocional en cinco o seis partes que algunas veces hasta me saturó el teléfono. ¿De verdad no tienes la más mínima noción de cuáles son las reglas del deseo?, ¿o lo haces a propósito y tan sólo para someter a un hombre! En cierta ocasión me dijiste medio en broma: "Aunque yo no tengo, la mía es más grande que de cualquier tipo que he conocido". Quizá deberías ser tú el hombre y yo la mujer, tal vez así la relación podría funcionar.
     Quizá de alguna manera lo seas y sólo pareces mujer, una mujer bastante femenina que envuelve a los hombres en una gran confusión. De hecho, eres un tipo de transexual: biológicamente mujer, aunque actúas de una manera masculina muy expresiva, atacas del mismo modo que hemos venido haciendo nosotros a lo largo de la Historia para someter a la mujer. No tendría nada de raro escuchar, años después, que por las noches, sola, te dedicas a observar a tus gatos. Según pude comprobar a ellos sí sabes tratarlos con ternura. Con nosotros eres brusca a propósito.
     Contigo empecé a entender: lo más deseado no es lo que uno quiere tener. Porque es imposible tenerlo. Te me ofreces más allá de cualquier límite. Y no, así no te quiero. No eres una mujer fatal, ellas conocen y dominan las reglas del juego, la técnica del ataque, la de retirada y, la más importante, ¡la evasión! Son como ciervos, sólo se escapan para que al final alguien las capture, y tarde o temprano eso es lo que sucede. Tú no eres un ciervo al que se pueda perseguir. Tú eres una bestia que ataca al hombre. El primer paso es matar a noquear a tu víctima con las palabras, el segundo derribarla medio muerta en la cama. Después de pasar una noche contigo siempre me despertaba enfermo. Para ti no existían ni el hambre ni el sueño, lo único era fornicar y fornicar, mientras a mí me dejabas inerte. Sentí cómo me agotabas. Mediante tu comportamiento, a través de tu energía impetuosa, intentando demostrarme tu superioridad. Hace siglos, a las mujeres de tu índole las quemaban en hogueras o les cortaban miembros de sus cuerpos con máquinas de tortura en sótanos húmedos. Ahora comprendo perfectamente ese impulso histórico. En contra de mis rigurosos conceptos científicos, llegué a pensar que dominabas ciertas prácticas de brujería para poseer las almas y los cuerpos. Me preguntaba: ¿Qué me haces? ¿Qué es lo que haces conmigo?
     Las mujeres como tú deberían ser inalcanzables, atrapadas en carteles publicitarios, en portadas de libros y en las fotografías. Las mujeres como tú están hechas de sueños y fantasías, pero no es recomendable llegar a la madrugada abrazado a ellas. Cuando cierre los ojos y me toque el miembro, seguiré pensando en algo parecido a ti. En una imagen sin duda muy cercana a la tuya. Jamás volverás a salir de mis sueños. Te quedarás encadenada a un mundo virtual detrás de mis párpados, de modo que cuando los abra tendré enfrente, conmigo, a otra mujer. Estaré en una mujer distinta. Porque tú eres más que mujer. Y este más es algo que rechazo y en lo que prefiero no involucrarme.
     Hace un tiempo encontré a una muchacha más joven que tú, es de una belleza pura e indiscutible, muy atractiva, pero de un modo equilibrado, sin ese magnetismo desbordante que atrae y repele con su vulgaridad. Acaba de mudarse a la ciudad y ya se le amontonan los pretendientes. No soy el único que la ve. Somos como todo un grupo de cazadores. Tarde o temprano atacaremos. No hay duda sobre mi éxito -cumplo con todas las expectativas femeninas: sé tratarlas con ternura y ser su señor perfecto, lo cual despierta en ellas, independientemente de las normas sociales, una sensación de seguridad y amparo también llamada amor-. A pesar de ser una mera ilusión, es eficiente, y quizá incluso pueda establecer una relación basada en el amor. Eso es imposible contigo. Tú le das a entender a un hombre de manera clara y directa que puedes ampararlo o aniquilarlo. Es más, sueles derribarla justo con la protección. Tu truco confuso es la determinación, a veces brusca y, al mismo tiempo, tan tierna. No aparentas ser una feminista y, al principio, es fácil confundirte con algo exactamente opuesto. Tu aspecto y tu comportamiento los has desarrollado como auténticas armas. A menudo das la impresión de ser Lorelei, pero en cuanto los soldados se te acercan y mientras los invitas seduciéndolos con tu larga melena y tu sonrisa sensual -"Ven aquí que te la chupo"- resultas ser Valkiria , que llama a los hombres tan sólo para destinarlos a una muerte segura. Luego te sorprendes porque nos retiramos y huimos de ti.
     Ella también es rubia, quizá no tenga labios como tú, y su tierno cuerpo sea más vulnerable. Sí, con ella sí sería posible ese sentimiento en el que había dejado de creer y que se ha despertado -lo reconozco- contigo.
     Ya sé que en algunas ocasiones, al estar con ella, pensaré en ti. Que el mayor y más verdadero placer con ella lo sentiré estando tú en mi mente. A medida que la penetre, detrás de mis párpados aparecerá tu imagen. Esto no significa que la quiera o la desee menos, aunque quizá me excite -mientras nuestra relación perdure., ¿será el amor?- por una sola razón: mi deseo lo impulsará algo semejante a ti.
     Nunca te olvidaré. Muy al contrario, seré yo el primero en desvanecerse en tu memoria., ¿qué más da? Aunque nos encontremos algún día por casualidad, no serás la de aquel entonces, no serás la de mis sueños y fantasías, donde te poseo por pedazos., por trozos., por partes., en dosis soportables. Y placenteras. Con el goce puro y verdadero. ¡Ay, qué infinito placer!

      
   
    

© Mojca Kumerdej 2006
© De la traducción Tina Svelc

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

Mojca Kumerdej es una escritora eslovena, además de filósofa, cronista cultural y crítica de teatro. Autora de los libros Krst nad Triglavom (2001) y Fragma (2003), al cual pertenece este relato.


     Véase en este mismo número el relato "Bajo el agua".

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tbr deciembre  n° 56

e d i t o r i a l

Orhan Pamuk, Estambul y el Nobel

r e l a t o s

Ana Blandiana: Una herida esquemática
Dimitri Dimitri: El niño Jesús
Iulia Sala: La casa con las paredes de viento
Mojca Kumerdej: Más que mujer y Bajo el agua
Diego Trelles: ¿Cómo se encuentra hoy, Madame Arnoux?

e n s a y o

Por las Montañas Azules de Jamaica: Roberto Bennett

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Poetas Rumanos:
Nicolae Prelipceanu
Denisa Comănescu

n o t a  d e  a c t u a l i d a d

Primer Festival Internacional del Libro Bogotá, Colombia

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Metamorfosis ® Juan Francisco Ferré
Historia breve de Argentina.Claves de una impotencia Antonio Tello
Para Roberto Bolaño Jorge Herralde
Biografía del hambre Amelia Nothomb
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