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índex català      marzo - abril 2006   n° 52
Amigo invisible
Eduardo Aladro Vico

Tenemos un problema con la niña.

Mi mujer está muy preocupada y yo no puedo hacerme cargo del asunto. Tengo preocupaciones más que de sobra aquí en el trabajo.

Seguro que lo de la niña no es para tanto. Pero mi mujer está sumamente alarmada. Teme que se entere un vecino, suplica inanidades al teléfono. Y eso que le tengo dicho que no llame aquí.

Ay, gime. Sólo tiene tres años.

Este trabajo no es para mí. Llueve y hemos tenido que colocar una lona sobre el corral para que no se nos mojen los clientes. No es que fuera a quitarme el sueño si se mojaran, pero esta semana no tengo ganas de problemas. Quedan cuatro, y aunque todos me parezcan gozar de excelente salud, nadie me dice que, de pronto, no vaya a estirar la pata el que no debía. Y luego, como nada es imposible, pueden ir y reclamármelo.

Cómo me repugna este trabajo.

Y qué bien me vendría ahora el aislante cuya publicidad me enviaron en octubre y eso. En octubre, cuando lucía el sol, soplaba una suave brisa otoñal y eso. Porque este año, si bien el invierno ha sido benigno, la más elemental discreción nos obligaba a tener cerrado todo el día. Pero aquí el que tiene que respirar este aire es mi menda.

Fumo un cigarrillo tras otro. Tiro las colillas al corral, esperando acertarle a un cliente en la puta cara, si es que antes no lo apaga la lluvia que se cuela por los boquetes del toldo.

No todo son desventajas. Cuando hace bueno y eso, puede uno salirse al corral; pero allí tiene uno que estar siempre mirando a los clientes. ¿Adónde va a mirar si no? Y aguantando su parloteo inane. Sobre todo ahora, en primavera y eso, cuando los clientes están más habladores. Cuando están más comunicativos y eso. Claro que no se entiende una palabra de lo que dicen.

Y ahora, con la lluvia, con las goteras, con todo mojado... y aún tenemos la semana por delante. ¡Si todo va bien!

¿Quién soporta este trabajo? Yo se lo doy sin verlo.

Si al menos en casa tuviera uno un poco de tranquilidad. Si al menos pudiera relajarse, olvidarse de todo un poco. Pero mi mujer está sumamente alarmada con el comportamiento de nuestra hija. Nuestra hija está en la edad de los amigos invisibles, pero esto ya es demasiado.

El amiguito invisible de nuestra hija se llama Zolt. ¡Zolt!

Mi mujer, que los compañeros me envidian por la dulzura de su carácter, su comportamiento intachable, su espíritu creativo y su incansable desvelo por mi bienestar y el de nuestra hija, no sabe de dónde sale ese nombre.

Todas las noches mi hija le exige a mi mujer que se despida de Zolt, su amigo invisible, dándole la mano. Mi mujer, en un rapto propio del espíritu creativo que tanto encomian mis colegas, sale del paso diciendo que Zolt no le da la mano a nadie. La niña le pregunta por qué. Y a mi mujer no se ocurre otra cosa que responderle, ¿ves, pequeñina? porque "en su país no se da la mano".

En su país.

He de darles la razón a mis colegas. He de que reconocer que tengo una mujer muy especial y muy creativa y eso.

Noto que me voy calentando minuto a minuto; me controlo y se lo vuelvo a explicar. Pero mi mujer es tan especial y tan creativa que ni siquiera entiende su error. Seguidamente, y como, por otra parte, cabía esperar, cae postrada en estado de inconsolable tristeza. Y yo, joder, hoy no estoy para más dramas.

Le suelto lo primero que se me ocurre: el suyo es un error, pero un error creativo. (Que yo, claro, no puedo permitirme; pero eso no se lo digo.)

Con esto mi mujer se queda tranquila y mastica entretenida su error creativo. Muy bonito, pienso yo. Pero ¿y si la niña se pone pesada? ¿Si empieza a hablar de Zolt con los vecinos? ¿O en la escuela?

¿Zolt? Pero ¿de dónde se habrá sacado ese nombre?
Zolt…

Vemos la televisión: los pies fríos de mi mujer sobre mis muslos.

Esta noche estoy decidido; no pienso aceptar otra evasiva. Pero mi mujer tiene siempre la excusa perfecta: ahora es la preocupación por nuestra hija y su amigo invisible y eso. Y lo que más me molesta es que de inmediato se crea en la obligación de ofrecerme alternativas. De nuevo me sale con la historia de su antiguo novio, el sensible, y de cómo resolvían el tema a veces. Porque él, a veces, tenía ciertas dificultades y eso. Mira, me lo podría tomar a mal; pero hoy prefiero pasarlo por alto.

Estoy a punto de dormirme cuando, sólo porque no me llame mañana, acabo por acceder a su deseo.

Me estoy afeitando con la radio puesta. (Hoy son los lieder, ayer fueron los cuartetos.)

Todo es placidez y sosiego; todo es paz y armonía; todo va como de costumbre; todo salvo un detalle.

Por detrás de la música oigo a la niña cantando. Y distingo nítidamente lo que canta.
"Zolt zolt, zolt zolt, zolt zolt zolt."

Llegan las noticias y como siempre, al final, después de los deportes, habla el Ministro. El Ministro dice que la higiene, que para él es deber, para nosotros ha de ser perpetuo desvelo y afán. En este capítulo no cabe aflojar la tensión y ha de evitarse toda negligencia. Pues todavía hay ciudadanos que, perdidos en el torbellino de su cotidianeidad, siguen sin enterarse de qué va la fiesta. Y mucha razón tiene el Ministro. ¡Pero qué bien habla este hombre, joder!

Hoy estaba de muy buen humor pero, al llegar al trabajo, suena la palabra temida: inspección. Se invocan, claro está, las inclemencias de la borrasca que nos azota y eso. Al parecer han empezado por el centro de la ciudad y no llegarán hasta aquí. Ya, pero ¿y si llegan?

Así nos va: con esta incuria, con esta desidia, con esta absoluta imprecisión. Presiento que pronto haremos un disparate. Los hombres aquí están muy nerviosos. Y yo, con los problemas de casa, con de lo de mi mujer anoche, tengo un dolor de cabeza insoportable. Ahora viene la inspección cuando a mí se me están mojando los clientes. Y los clientes, que hasta ahora se portaban razonablemente bien, empiezan a desvariar. Han debido oír nuestras conversaciones y ello ha encendido su imaginación y eso. Se creen que porque empiecen las inspecciones habrá un trato especial.

Estoy dándole vueltas al asunto cuando, de repente, se me ocurre un modo de pasar el invierno próximo… si es que los clientes que tengo me aguantan hasta el invierno. ¿Y si dejara caer que la inspección a veces nos obliga a —no sé cómo llamarlo— liberaciones? La idea, para qué negarlo, me empieza a… excitar.

Liberaciones…
Soy un… sádico. Si los clientes, si los clientes, si…
Estoy… estoy seguro de que los clientes…
Se volverían...
Si me oyen hablar de…
Soy un... Soy un...

Mediodía. Mi mujer llama para ver si estoy cansado después de lo de anoche. Le tengo dicho que no me llame aquí, pero como la niña está rarita cree poder permitírselo. Porque tenemos un problema con la niña. Y sé que la mujer espera que pregunte por ella y por su amiguito invisible, al que saluda todas las noches sin darle la mano "porque en su país no se hace", Zolt. Pero no lo hago. No pregunto nada. ¡Pues sólo faltaría que me oyeran hablar aquí de Zolt!

Al cabo de un rato consigo colgarle. Entre tanto me traen un mensaje redactado en los siguientes términos.

"Queridos colegas:
habiéndose desatado el presente temporal y borrasca y por haberse personado el personal del M. del I. donde han podido constatar y atestiguar que las condiciones insalubres imperantes podrían degenerar en brotes infecciosos que pusieran en peligro y atentaran a la salud de los ciudadanos y ante el riesgo de que surjan situaciones tales que puedan impedir y obstaculizar nuestro normal funcionamiento y actuación y una adecuada recepción, acogida, atención y cuidado, os rogamos toméis y adoptéis las medidas oportunas en relación con eventuales traslados. Huelga instaros a observar las precauciones acostumbradas y la discreción que es de rigor, un abrazo cordial."

Me veo obligado a releer: acogida. Atención.
Traslados.

Resulta que teníamos a una que hablaba cristiano.

Tendría unos cincuenta y cinco. Oiga, es usted médico, pregunta. No, dice, es porque, si es usted médico, puedo contarle lo que tengo. Me he tomado la tensión, yo misma, porque tengo un aparato. En casa. Con el que me tomo yo misma la tensión.

Porque, oiga, yo estoy aquí por lo de la tensión… ¿no?
¿Oiga?
¿Por qué no me contesta usted?
Mi marido, sigue diciendo. Mi marido tiene la culpa. El muy ceporro. Le he dicho que el aparato para la tensión lo tengo que tener siempre a mano.
¿Oiga?
Perdone que le pregunte… mi marido ¿no estará por aquí? Porque hace rato que no le oigo.
(¿Tensión baja? digo entre mí. Pues espérate, cariño.)
¿Oiga? Mire, no quería molestar. Pero el caso es que… no he oído a mi marido en todo el día. Un poquito sí que me podría hablar, usted, ¿no? Vamos, si no le molesta mucho que se lo diga. Dígame dónde está. Mi marido. No es que me importe, la verdad, ya me entiende. Mi marido me da exactamente lo mismo, ¿sabe? Me trae sin cuidado.
¿Oiga? ¿Me oye usted?
¿Oiga?

Entre unas cosas y otras se me hace tarde y mi hija ya está acostada cuando llego a casa. Pero, si llego a saber la que me espera, llego más tarde aún.

Resulta que la mujer está fuera de sí. Hoy por la tarde, mientras preparaba la merienda, oyó pasos. Después la puerta que se abre y se cierra. Temiendo que la niña se haya fugado, corre al pasillo, sale a la calle, pero no la encuentra. Me llama varias veces, pero le dicen que estoy ocupado. Más tarde renueva la búsqueda y descubre a la niña tranquila y sonriente en su cuarto. La niña le explica que Zolt "la acompaña todos los días a casa" y que "acaba de marcharse" después de "rezar con ella". ¿Rezar? pregunto. Rezar, responde mi mujer.

Uno de los compañeros también tuvo problemas con su hijo. El niño se levantó un buen día diciendo que quería ser astronauta. Para ello estaba convencido de que sólo había que moverse despacio. Por la calle había agentes secretos que descubrían a los niños con madera de astronautas. Hoy en día eran cada vez más necesarios para "prevenir atentados" (me entra la risa, pero viendo la expresión de mi colega me contengo). Bastaba llamar la atención de los agentes secretos moviéndose como un verdadero héroe del cosmos, esto es, muy despacio.

El niño empezó tardando diez minutos más en vestirse, luego quince, luego veinte. La cosa se fue complicando. De pronto descubrió que entre los "agentes buenos" también se habían infiltrado "agentes malos", los cuales "perseguían y mataban" a los candidatos más prometedores. De modo que el niño dejó de hacer el indio por la calle; ahora sólo se movía lentamente en la escuela y en casa. Poco a poco empezó a sospechar de los profesores y de sus compañeros; pero así, al menos, dejaba de dar el espectáculo en clase. Después se le ocurrió que también sus padres podían ser agentes infiltrados. Pasó a comportarse con normalidad en casa; nadie debía saber que era astronauta, ni siquiera sus progenitores. Éstos, en su ignorancia, dieron la crisis por concluida. Hasta el día en que lo sorprendieron a punto de saltar ("al hiperespacio") por la ventana del cuarto.

La cosa no fue fácil de resolver. Sobre todo eso de que los agentes malos mataran. Y los atentados. A ambos se nos escapa la risa. Mi colega sigue hasta hoy sin entender de dónde sacó su hijo semejantes ideas.

Algo así me ocurre a mí, respondo. Ahora la niña habla de rezar con el amigo invisible. Francamente no sé que hacer. ¿Qué hizo él? Lo que yo hiciera da igual, dice mi compañero, y tira la colilla con fuerza hacia los clientes. Su caso era su caso y el mío es el mío.

Luego calla un momento y añade: ¿has probado a rezar con ella?

En eso se le congela la mirada y dice: mira al bicho. Él llama bichos a los clientes.
De los tres que quedan hay dos que nadie va a reclamar y lo saben, de ahí que no se meneen. Aguardan el final con estoicismo y eso. Pero el tercero, más joven, más nervioso, va andando por el corral con brazos y piernas separados, evolucionando lentamente, como queriendo flotar en el espacio. Mi compañero me hace caer en el porqué. Se conoce que ha oído nuestra conversación.

Los demás, que acuden al oír nuestras carcajadas, preguntan si no creo que la cosa merece una fotografía. Mi respuesta: merece que le meemos en la cara. Algunos me miran creyendo que hablo en serio y se quedan con las manos flotando sobre los flancos. Sois imbéciles o qué, pregunto. Se acabó la broma y vuelven todos prestos a sus quehaceres.

Mi colega y yo fumamos en silencio. Abajo, el tonto del astronauta se hinca ahora de rodillas y, mirándonos, junta las manos. Yo pienso en qué hacer con la niña.

No hay manera; se me están acumulando los problemas. Pero, será por la edad y eso, el caso es que últimamente voy haciéndome a la idea de que, en la vida, las cosas salen siempre mal. Siempre. De continuo marran nuestros propósitos y se frustran nuestros designios. Nada que hacer: se trata de volver a la idea sencilla del principio. Partir de un plan simple. Después ya se irá todo al carajo. Pero, chico ¿qué quieres?
A mi mujer, por ejemplo, no había manera de hacerle entender que mi plan no se podía aplicar en casa. No, al menos, en un primer momento. Se trataba de llevarse a Zolt fuera, con la niña, y de ver luego cómo lo resolvíamos tranquilamente los tres. Claro que yo ya sabía cómo resolverlo; pero me importaba que a la niña le quedara claro que en todo tiene que haber un método, un razonar y eso. ¿No? Además, con el paseo, con el aire, con el fresquito, la cría asociaría la desaparición repentina de su amigo invisible a toda una serie de sensaciones amenas y placenteras. La vida me ha enseñado un poco de psicología, joder. Bueno, es mi idea. No se la impongo a nadie.
A la vuelta, la mujer me abre la puerta y me doy cuenta de que llora desde que salimos. Dice que tenía miedo de que hubiera "un atentado". No puedo evitarlo y le suelto una carcajada en plena cara. ¿Se ha vuelto loca o qué? Atentados.

Como también había previsto, la niña llora y pregunta por Zolt una y otra vez. Mi mujer se la lleva a acostar. Yo trato de ver la televisión, pero aún oigo la dichosa palabra ("Zolt") salir del cuarto.

Al volver la mujer no puede más y es víctima de un ataque de histeria. Para que no grite le tengo que dar a morder el periódico de hoy, que no he podido leer. Queda inservible. Poco después ella se calma.

Vemos la televisión, pero no me concentro: sus pies fríos sobre mis muslos.

Vaya, vaya. Me parece que la velada va a ser larga.

Hoy, mientras me afeito, el sol entra por la ventana. Parece que al fin se bate en retirada el mal tiempo; y, cuando me paso agua caliente por la cara, suena el triple concierto. Como si me hubiesen preguntado a mí mismo qué quería oír en ese momento.

Después de los deportes, como siempre, toma la palabra el Ministro. Empieza diciendo que los tiempos se anuncian muy duros para todos y cada uno, y eso. Duros en todo: en la sanidad, en la oferta, etcétera. Ahora bien, prosigue, hay, en la vida de una nación, ocasiones en que nada ni nadie nos puede arrebatar un gozo legítimo: el de haber hecho un trabajo que estaba pero que muy bien hecho. ¡Así se habla, joder! grito con furia.

Pero la mujer sigue dormida y tengo que ir yo a levantar a la niña. La mujer está agotada hoy.

No es por dármelas, pero no me extraña.

Llego al trabajo silbando y me encuentro con que mis hombres han decidido hacerme "un regalo". Han adquirido todo un conjunto de materiales que servirán, dicen, para que los clientes estén mejor acogidos. Por ejemplo, se les puede filmar: de hecho, resulta que, oyendo sus ruegos, mis hombres les han entregado las cámaras y ahora se filman ellos mismos. Creen que así hay más posibilidad de que los reclamen. Las películas son baratas y no hay proceso especial que hacerles. Al principio creo que me voy a poner de mala leche; no entiendo para qué hace falta sacarlos en película, como si esto fuera el cine, y, además, no me trago eso de que se filmen ellos mismos. Expreso mis dudas al respecto y eso, pero me enseñan un ejemplo y compruebo que el cliente habla la lengua con bastante claridad, se presenta humildemente y detalla su identidad de forma muy espontánea. Mira tú. Lástima que después del último traslado nos queden tan pocos.

Me va volviendo el buen humor. ¡Y hoy la mujer no ha llamado en todo el día!

Hoy tengo muchas ganas de ver a la niña. Cuando llego me la encuentro ya acostadita, si bien despierta aún.

Me pide que rece con ella.

Mi mujer nos observa desde el umbral. Sin verla ya noto que está alarmada y la conmino en silencio a que espere en el salón. Me siento a la cabecera de mi hijita y rezamos.

Papá, por qué muere la gente.
Hija, porque la naturaleza así lo quiere.
Papá, cómo muere la gente.
Hija, la gente muere de muchas maneras.
Papá, tú también vas a morir.
Sí, hija, también yo voy a morir.
Papá, yo también voy a morir.
Sí, hija, también tú vas a morir.
Le doy un beso y —muy, muy despacio— salgo de la habitación.


© Eduardo Aladro Vico 2006

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Carné: Eduardo Aladro Vico (Madrid, 1962). Colaborador habitual de la revista Abril, ha publicado el libro de cuentos El extraño huésped (Excritos, 2000) y participado en la antología de relatos brevísimos Quince líneas (Tusquets, 1996). Vive en Bruselas, donde prepara un nuevo libro de relatos.

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