ÍndiceNavegación

índex català              marzo - abril  n° 41

-original en inglés

Bola de sebo
de Leelila Strogov
Traducción del inglés por
Ana Alcaina
  
     
No creo que haya demasiadas cosas en el mundo capaces de sorprender a la gente, la verdad: ni el asesinato de esa niña de seis años en Palisades Park, ni la increíble herencia que a esa enfermera de Sayreville le ha dejado un paciente suyo forrado de pasta, ni mucho menos que yo hiciese lo que hice con Jay Wiederman. Debajo de esta camiseta blanca tan mona de Malice in Wonderland y de estos Diesel que te hacen un culo tan estupendo, se esconde una chica que cree en las posibilidades, una chica que cree que todo es posible. Eso fue lo que le dije a Nikki Rhodes en el probador de Macy’s cuando me preguntó cómo había sido capaz de hacerlo.
      —Con «Bola de sebo», nada menos —dijo—. Tiene que ser el tío más asqueroso de toda Jersey. —Se había quitado el sujetador y se estaba poniendo un top azul claro de Arden B. por la cabeza. Cuando la camiseta le estaba tapando los ojos, me fijé en que había estado tomando el sol en topless en el jardín de su casa mientras se leía los libros que la señora Wacker nos había asignado como lecturas de verano: Moby Dick, A este lado del paraíso, Otra vuelta de tuerca. Se colocó el top azul por encima del ombligo y frunció el ceño al mirarse al espejo.
      —A veces las cosas pasan así, sin más —contesté. Me estaba quitando los Diesel y estaba a punto de probarme un par de Blue Tattoos descoloridos. Le dije que nunca se sabe, que a lo mejor un día podía atropellarla su propia madre, que tal vez un día le quitaría la vida ese Land Rover gigante saltándose un semáforo en rojo en la esquina de Terrill con Cooper. Que era posible que la señora Wacker se presentase en clase un lunes con los ojos hinchados y nos dijese que cancelaba el examen de comprensión lectora porque su marido acababa de abandonarla, que no se veía con ánimos de redactar todas aquellas preguntas. Cabía la posibilidad incluso de que nos hablase de la otra mujer, no la típica rubia explosiva, sino una enana que se había sentado junto al señor Wacker durante un vuelo a Los Ángeles, una enana que iba a Hollywood a hacer una prueba para un remake de El mago de Oz, una enana que detestaba los libros y tenía una sonrisa preciosa. Todo es posible, le dije.

***

La forma en que ocurrieron las cosas con Jay Wiederman es muy sencilla si se tiene en cuenta todo el contexto. A la gente no le gusta nada admitirlo, pero lo que te pasa hoy o mañana tiene tanto que ver con el aquí y el ahora como lo que te pasó hace mucho tiempo, a ti o incluso a otra persona, cosas de las que tal vez ni siquiera te acuerdas, cosas de las que puede que no sepas nada. Eso es lo que la mayoría de la gente nunca será capaz de admitir, y eso es lo que Nikki Rhodes nunca será capaz de admitir: que maneja ese bastón de majorette como lo hace por aquel desfile del día de San Patricio de hace cuatro años, cuando su hermano mayor dijo que la majorette del extremo izquierdo de la primera fila era el ejemplar más bello de nuestra especie que había visto en su vida. Nikki asegura que su hermano nunca dijo eso, que ella nunca se lo había oído decir, pero yo sé que sí lo dijo porque estaba allí. También sé que vi a Nikki lanzarle una mirada asesina a esa chica, repasándola de arriba abajo: la faldita verde minúscula, el gorro blanco con la cadenita y el bastón girando por encima de su cabeza como si pesara tan poco como un lápiz. Pero como la mayoría de la gente, Nikki prefiere pensar que el pasado no puede explicar absolutamente nada de ella. Prefiere pensar que una buena mañana se levantó ungida con un don repentino, una gracia relacionada con un palo metálico con las puntas de goma, y ¿quién soy yo para decirle lo contrario?
      Pero ahora, de lo que se trata es de Jay Wiederman. Y de mí. Cómo fui capaz. Cómo fui capaz a pesar de que podría tumbar a una ballena, a pesar de que lleva el pelo pegado a la cabeza como si se lo hubiesen pintado y se pone ropa de lana y de pana cuando fuera estamos a veintisiete grados.
      Todo empezó cuando mi tío Walter la palmó. Lo habían ingresado para hacerle unos pequeños «arreglos» en el corazón. Nada importante, supuestamente. Bueno, puede que sí fuese importante, pero desde luego no era ninguna urgencia. Algo programado, algo que se suponía que iba a ser entrar y salir, sin ningún problema. Pero cuando llegó el momento de hacerle una transfusión de sangre, cosa que ya sabían de antemano que iba a necesitar, le pusieron sin querer la sangre que no era. El grupo de sangre equivocado, uno que su cuerpo no reconocía y que tampoco tenía muchas ganas de llegar a conocer. Y cuando todo empezó a echar el cierre – el hígado, los riñones, los pulmones, incluso el propio corazón por cuya causa había ingresado en aquel hospital– los médicos no se explicaban qué podía estar pasando y se limitaron a seguir bombeándole aquella sangre, hasta que todo su cuerpo echó el cierre para siempre. Y entonces uno de ellos descubrió por fin que la sangre debería haber ido a parar al tipo de la sala de operaciones de al lado. Eso fue un martes. No tuve que ir a clase el resto de la semana con la excusa de la desgracia familiar. El funeral fue el viernes.
      Supe que en aquel funeral pasaba algo raro porque casi todas las mujeres asistentes llevaban algo de color rojo. Algunas llevaban vestidos rojos y otras faldas rojas, algunas llevaban pañuelos de color rojo atados alrededor del cuello y una se había puesto zapatos rojos con un bolso rojo a juego. Casi todas llevaban al menos una prenda de color rojo, cosa que, decididamente, me parecía muy poco apropiada para un funeral. Mientras tanto, mi tío estaba tendido en su ataúd con aspecto más serio que nunca, con una camisa blanca y una pajarita roja, un atuendo que mi tía había escogido para él tal como había hecho en todas las ocasiones especiales de ambos.
      Bueno, el caso es que en medio de todo aquello, reconocí a la señora Wiederman, la madre de Jay Wiederman. Estaba sola, la única mujer a la que vi sin un solo retazo de rojo. Llevaba un vestido negro, unos zapatos puntiagudos negros de tacón y un sombrero negro con una de esas cosas de tul tapándole la cara cuyo propósito, la verdad sea dicha, no alcanzo a comprender del todo, y estaba secándose los ojos tras la redecilla con un pañuelito de color blanco roto. Iba muchísimo más arreglada y bien vestida de lo que la había visto en cualquier función del colegio, incluyendo el festival de fin de curso. Pero, como la había reconocido, me acerqué a ella, la saludé y le pregunté cómo estaba Jay, pensando que así parecería la mar de educada. Sin embargo, se puso muy incómoda y empezó a mirar hacia atrás por encima del hombro, con la mirada inquieta, metiéndose el pañuelo en el bolso, diciéndome que Jay estaba bien y que había leído lo de mi tío en el periódico y se le había ocurrido venir a dar el pésame.
      Luego salió corriendo. No se me ocurrió pensar otra cosa más que era una mujer muy rara, lo cual en aquel momento me pareció lo más natural puesto que sabía que era la madre de Jay y éste era al menos igual de raro que gordo, con aquellos escalofríos que siempre soltaba en clase y porque siempre se sentaba solo a la hora del almuerzo a leer cómics de los que nadie había oído hablar jamás. Luego también pensé en aquello de la naturaleza versus cultura de lo que habíamos estado hablando en clase de biología, preguntándome si Jay era un bicho raro porque tenía los genes raros de su madre o si el hecho de ser criado por una madre rara bastaba para convertir a alguien con genes normales en un bicho raro.
      Al final conseguí averiguar los detalles escabrosos de tanto color rojo por todas partes gracias a mi padre. Mi madre se había ido con mi tía en el coche para consolarla puesto que son hermanas, así que estábamos mi padre y yo solos en el coche, y él es la clase de persona a quien se le da muy bien responder a mis preguntas sin decirme que todo lo interesante no es asunto mío, que es lo que suele hacer mi madre.
      Total: que mi tía había hecho de Sherlock Holmes con mi difunto tío Walter. Llevaba bastante tiempo sospechando que se veía con alguien – con una amante, la llamó mi padre – pero nunca lo supo con certeza y estaba decidida a averiguarlo de una vez por todas, así que le dijo a todo al que invitó al funeral que las mujeres que viniesen debían llevar algo rojo. Dijo que era el color favorito de mi tío y que él lo habría querido así, que no habría querido que su funeral fuese un acontecimiento tétrico sino una celebración de su vida. Luego puso una necrológica en el periódico con los pormenores sobre la muerte de mi tío y el lugar del funeral. Creyó que así lograría tender una trampa a la amante de mi tío, suponiendo que si mi tío de veras tenía una amante, la mujer estaría lo bastante consternada como para aparecer vestida de negro.
      –¿Y ha funcionado? – le pregunté a mi padre.
      –Eso parece –contestó, con voz cansada y triste.
      –¡Bien hecho, tía Netty! ¡Eres un hacha! –solté con entusiasmo, pero mi padre me lanzó esa mirada suya que decía que no era momento de frivolizar–. Lo siento –dije, y lo sentía–. Entonces, ¿era la madre de Jay Wiederman?
      –Sí –contestó mi padre–, la señora Wiederman.
      –¿Seguro?
      –Walter había estado llamando mucho a Coldwell Banker últimamente. Ahí es donde trabaja la señora Wiederman.
      –Ah –dije–. Supongo que la tía Netty debe de estar muy enfadada.
      Mi padre dejó que se hiciera un silencio y durante un rato pensé que ya había terminado de querer explicarme las cosas. Luego, en un semáforo en rojo, sacó el encendedor del coche, examinó los círculos al rojo vivo y lo devolvió a su sitio.
      –Los tribunales dan millones de dólares por la clase de error que cometieron los de ese hospital –dijo al fin–. Tu tía Netty va a ser una mujer muy rica, así que creo que ahora mismo está sintiendo un montón de cosas a la vez, ¿me entiendes?
      –Sí – contesté, pero no estaba segura de si lo entendía o no. Me estaba imaginando a mi tía Netty con un abrigo de visón y volando en un jet privado a una mansión en Aspen mientras mi tío Walter se pudría bajo tierra. Traté de pensar en todas las cosas del mundo que quería yo y luego las multipliqué por dos y me imaginé a la tía Netty comprándose todo eso.

***

El sábado, el día después del funeral, hacia las cinco de la tarde, Jay Wiederman me llamó por teléfono. Así, de buenas a primeras, de forma totalmente inesperada teniendo en cuenta que no nos habíamos cruzado más de cinco palabras en todo el año. Me dijo que se había dado cuenta de que no había ido a clase en toda la semana y se ofreció a venir a mi casa para traerme todos los apuntes y los deberes que nos habían puesto los días que había faltado. A pesar de que vivimos a sólo tres manzanas de distancia, yo nunca había estado en su casa ni él en la mía, y la sola idea de que ahora fuese a venir a mi casa se me hacía muy rara. Entonces deduje que seguramente su visita tenía algo que ver con el hecho de que se hubiese descubierto que su madre era la amante de mi tío Walter y todo eso, y como no soy de esas personas que hace a la gente sentirse incómoda, le dije que vale, que estaría bien que se pasase por casa con los apuntes. Jay tiene de listo al menos todo lo que tiene de raro, pensé, así que sus apuntes tenían que ser al menos tres veces mejores que los de Nikki, y no podía salir tan mal parada invitándolo a mi casa.
      Saqué la basura, lavé los dos platos que había en el fregadero y limpié el polvo de la pantalla de la tele del salón a pesar de que no sabía por qué lo hacía. Me acordé de un cuento que Jay había escrito en la clase de lengua el año anterior y que nuestra profesora le había hecho leer en voz alta. Trataba de un chico del equipo de fútbol con un montón de amigos que se pasaba la vida convencido de que era el favorito de su padre hasta que el viejo estaba a punto de morirse. Sin embargo, en el hospital, el padre sólo podía reunir energía suficiente para prestar atención a la hermana mayor del chico, una chica que no hablaba demasiado, que tenía un novio que se llamaba «John, el Malo» y que se negaba a usar la palabra «amor» porque decía que la palabra no significaba nada para ella. El chico no paraba de limpiarle la boca a su padre con bastoncillos para los oídos y de darle pañuelos de papel, pero el padre seguía concentrado exclusivamente en la hermana mayor, despidiéndose sólo de ella, diciéndole que la echaría de menos. A la profesora le había parecido un cuento magnífico y yo recuerdo haber pensado lo mismo, aunque no lo había dicho en clase.
      –Hola, ¿qué tal? –dije, después de abrirle la puerta a Jay. Los vaqueros que llevaba parecían grandes, rígidos y demasiado azules, y llevaba unas zapatillas de deporte baratas, como si su madre las hubiese comprado en las rebajas.
      Hola –contestó, con los hombros como caídos, y lo guié hasta mi habitación, en la planta de arriba.
      Jay estaba muy calladito, enfrascado en la tarea de sacar todas sus cosas de la mochila, todas aquellas libretas de distintos colores, poniéndolas encima de mi cama y explicando todos los detalles sobre los deberes mientras yo copiaba el máximo posible. Cada vez que le hacía una pregunta sobre su letra o sobre los apuntes, le miraba a la cara y me fijaba en que la tenía cubierta de pecas casi por completo y en que su narizota tenía aquellos dos orificios anchos y alargados, y luego empecé a pensar en mi tío Walter, que había sido cirujano plástico, y en lo que habría hecho con unos orificios nasales como aquéllos, en cómo los habría convertido en algo más pequeño, más ovalado y más bonito. Luego me imaginé a toda una panda de Jays y de equivalentes femeninos de Jay entrando en la consulta de mi tío la semana siguiente para descubrir, de sopetón, que estaba muerto. Me los imaginé trayendo en la mano fotos de modelos y actores que habían arrancado de las revistas, personas a las que habían tenido la esperanza de parecerse algún día, y entonces empecé a sentir lástima por toda la gente involucrada, los Jays masculinos y las Jays femeninas y mi tío muerto y los modelos y actores cuyas fotos ya no estaban en aquellas revistas, y en aquel Jay que estaba sentado en la silla junto a mi cama, todavía como una planta de interior.
      –Siento mucho lo de tu tío –dijo Jay al fin, poniendo punto final a la conversación que hasta entonces sólo había girado en torno a la escuela–. Me he enterado de lo que pasó con la sangre y todo eso.
      –Sí –contesté–. Todavía estoy intentando asimilarlo.
      –Cuesta un poco encontrarle sentido a esa clase de cosas –comentó Jay–. A un error así, me refiero.
      –No –dije–, quiero decir que estoy tratando de comprenderlo.
      –Me parece que no te acabo de entender –repuso Jay en tono tranquilo y educado, como si yo me estuviese explicando perfectamente y él fuese el idiota a pesar de que su coeficiente intelectual seguramente es el doble que el de toda mi familia junta.
      –No entiendo cómo puede ser que el otro tipo del hospital no esté muerto también –le expliqué–. Le pusieron la sangre que se suponía que debía ser para mi tío y su operación fue de maravilla. Ahora mismo se estará paseando tranquilamente en zapatillas mientras mi tío está varios metros bajo tierra con esa ridícula pajarita roja. –Sentí un zarpazo de dolor entre la garganta y el estómago sólo de pensarlo. Me caía muy bien mi tío Walter; me traía montones de películas para que las viera cada vez que me quedaba en casa fingiendo estar enferma con gripe o un virus cualquiera. Cada vez que mis padres se enfadaban por mis boletines de notas, mi tío soltaba una retahíla de nombres de gente famosa que había cateado en el colegio.
      –La sangre de Walter debía de ser del grupo O –dijo Jay, y los dos nos quedamos como paralizados porque acababa de pronunciar el nombre de mi tío a pesar de que yo no lo había mencionado ni una sola vez durante nuestra conversación.
      –¿Qué quieres decir? –pregunté tras una minipausa, una vez que hube recuperado la calma.
      –El grupo O es el donante universal –explicó en voz baja, seguramente avergonzado por haber dejado que se escapase el nombre de mi tío–. Se puede hacer una transfusión de sangre del grupo O a cualquier persona, incluso a alguien del grupo A o B, pero la gente del grupo O sólo puede recibir sangre de su propio grupo.
      –Ah –contesté–, ¿y tú cómo sabes eso?
      Se encogió de hombros.
      –Simplemente lo sé.
      Me puse a mirar otra vez la libreta de mates de Jay y le hice unas preguntas sobre los problemas que nos habían puesto de deberes: si iban a darnos puntos de más por hacerlos para el lunes, si el examen del viernes incluía la materia de los deberes del jueves. Contestó que no y que no.
      –Y entonces, ¿cuánto hace que conocías a mi tío Walter? –le pregunté al fin. Los padres de Jay estaban divorciados, eso lo sabía.
      –Desde hace unos dos años –dijo–, pero no supe que estaba casado ni que era pariente tuyo hasta ayer mismo. –Acarició con la mano el cuello de plumas de un suéter que yo había dejado encima de la mesa.
      –¿Os llevabais bien, mi tío y tú? –Estaba intentando imaginarme a mi tío y a Jay juntos. Me pregunté de qué habrían hablado, si alguna vez salían a sitios juntos. Me pregunté qué es lo que a mi tío le había gustado de la señora Wiederman que no le gustaba de mi tía.
      –Sí –dijo Jay–. Me caía fenomenal. Creo que yo también le caía bien a él. –Cogió el suéter y examinó detenidamente el cuello antes de dejarlo de nuevo–. Estos pelos de aquí parecen tarántulas blancas pequeñas –dijo en voz baja, como si hablase con un fantasma. Luego se levantó, sacó el último anuario escolar de mi estantería y lo hojeó en la mesa.
      Cuando hube acabado de copiar todos los apuntes, le pregunté si quería algo de comer o de beber. Me pasé el dedo por debajo de los ojos para asegurarme de que no se me había corrido el lápiz de ojos.
      –Vale –dijo–. ¿Qué tienes?
      –Muchas cosas –contesté–. Galletitas saladas, patatas chips, galletas con trocitos de chocolate, Coca-Cola, Sprite y limonada. Baja conmigo a la cocina y lo ves tú mismo.
      Cuando bajamos, abrí la nevera y luego los armarios uno por uno para enseñárselo todo.
      –¿Dónde están tu padres? –preguntó. No estábamos frente a frente, sino que estábamos mirando el armario de los cereales, los pastelitos y las deliciosas barritas con tres capas de limón que compra mi madre en una pastelería de Fanwood y que están de muerte.
      –En casa de mi tía Netty –respondí.
      –¿Podría pedirte un favor? –dijo, con voz un tanto temblorosa.
      –Dime.
      No lo miré, sino que miré en el interior de la caja de pastelitos, fingiendo que estaba comprobando cuántos quedaban.
      –Quería pedirte que, por favor, no dijeses nada a nadie en el colegio sobre mi madre. Sobre lo de mi madre y Walter.
      –No te preocupes, no diré nada –contesté.
      –Gracias –dijo, y luego señaló una manzana verde que había en la encimera y preguntó si podía comérsela. Me pregunté si realmente la quería o es que le daba vergüenza comer comida de verdad delante de mí por culpa de su peso.
      –Claro –repuse, y cogí la manzana de la encimera para dársela.
      –¿Me das un cuchillo? –preguntó–. Me gusta quitarle la piel. –Para entonces, me estaba mirando y yo estaba mirándolo a él. Tenía los ojos del mismo color verde que los de mi tío, y los labios cortados, como cuando se tiene fiebre.
      Le di un cuchillo y un trozo de papel de cocina, y los dos nos sentamos a la mesa mientras yo pensaba en mi tío Walter; me acordé de que hacía sólo dos fines de semana él, mi tía, mi padre, mi madre y yo nos habíamos subido todos en el Saab descapotable rojo de mi tío y nos habíamos ido a cenar a Nueva York; me acordé de que mi tío no parecía demasiado feliz con mi tía y de que ésta no dejaba de agobiarlo diciéndole cuándo tenía que accionar los intermitentes.
      Observé cómo Jay pelaba la manzana, el modo en que una sola mondadura perfecta se enroscaba y caía deslizándose sobre el papel de cocina, y todavía no me explico qué es lo que vi en aquella mondadura, a lo mejor fue su perfección absoluta, pero al verla me acordé de algo que había ocurrido hacía mucho tiempo, algo que mis padres me habían contado, sobre lo que habían bromeado durante años pero que yo no había recordado hasta ese preciso instante. Había sido en mi fiesta de cumpleaños de cuando cumplí los siete años: mi padre me preguntó qué quería ser cuando fuese mayor y yo le dije, con toda naturalidad, que quería ser Dios. Como si fuese una opción, como ser arquitecta o dentista o bibliotecaria. Por supuesto, todo el mundo se echó a reír a carcajadas, mi padre, mi madre, mi tío, mi tía y mis abuelos. Y me acordé de que yo también me había reído a pesar de que no tenía ni la más remota idea de qué es lo que era tan gracioso. Y en mitad de todas esas carcajadas, mi tío Walter me levantó un dedo admonitorio y me dijo que si cuando fuese mayor llegaba a ser Dios, más me valía ser buena con todos mis semejantes, que más me valía encontrar la belleza en todos y cada uno de ellos.
      –¿Jay? –dije en ese momento, y entonces me miró como si supiese que algo había cambiado, como si supiese que estaba pensando en algo importante.
      –¿Sí? –repuso, dejando la manzana en su plato y limpiándose las manos en los vaqueros.
      –¿Crees que soy buena? Quiero decir, en la escuela, ¿me considerarías una buena persona?
      Con la mirada fija en la manzana, inspiró hondo y suspiró.
      –Creo que eres bastante buena para ser una chica guapa –contestó–. Creo que eres más buena que Nikki Rhodes.
      Y fue entonces cuando todo empezó. Puse la mano encima de la suya y, al cabo de unos segundos, entrelazó los dedos con los míos. A continuación se inclinó hacia mí y nos besamos, primero él sentado en su silla y yo en la mía, y luego yo aplastándolo contra la nevera, luego arriba en mi habitación, donde él me quitó la ropa con unas manos tan ligeras que apenas se notaba su tacto, como si una corriente de agua me lo estuviese arrancando todo: la camisa, el sujetador, la minifalda blanca, las bragas de algodón de color púrpura.
      –Eres preciosa –me dijo Jay cuando al fin estuvimos desnudos los dos en mi cama, después de haber tirado todos nuestros cuadernos al suelo, y por su tono parecía estar al borde de las lágrimas.
      Y durante un segundo los dos nos paramos a recuperar el aliento, tumbados de costado y mirando el cuerpo del otro, mirando mis pechos blancos, mi vientre bronceado y el pequeño montículo de vello que me había depilado en forma de Dorito; mirando sus brazos rubicundos y su pecho rechoncho, cruzado por una franja de pelo, y el michelín de carne alrededor de su cintura. Recorrí con la mano el centro de su pecho, bajándola por su ombligo, un agujero enorme y oscuro que me recordaba una piscina, y luego seguí bajándola hasta que cerró los ojos.
      –Es increíble lo guapa que eres –susurró.
      Y a continuación me subí encima de él y lo metí dentro de mí, y sentí cómo una ola se tragaba mi cuerpo, una ola de asombro y de deseo, algo extraordinario e inolvidable; una sensación que me decía que aunque en ese momento hubiese habido una colisión en cadena de diez coches justo debajo de mi ventana, yo ni siquiera me habría inmutado.
      –Tú también eres muy guapo, Jay Wiederman –dije–. Tú también eres muy guapo.

 

©  Leelila Strogov  2004
©  De la traducción: Ana Alcaina
Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
BIO:
Leelila StrogovLeelila Strogov. Graduada en el Massachusetts Institute of Technology. Su trabajo ha aparecido en en publicaciones como Before and After: Stories from New York (W.W. Norton, 2002), Phoebe y Other Voices. En la actualidad trabaja en una colección de relatos, y es editora de la revista Swink. Para contactar con ella haga click aquí.
      

navegación:    

marzo - abril  n° 41

Narrativa

Iris Zavala: Boleros
Juan Francisco Ferré: La fiesta del asno
(fragmento)
Charles Kiefer: Miedo
G. K. Wuori: Desnuda entre muchachos
Leelila Strogov: Bola de sebo

Entrevista

A Iris Zavala

Reseñas

Dino Buzzati Bàrnabo de las montañas
Lêdo Ivo El sol de los amantes
Amin Zaoui La sumisión
Carlos Eugenio López El factor Rh
Edmundo Paz Soldán El delirio de Turing

Secciones fijas

-Reseñas
-Breves críticas (en inglés)
-Ediciones anteriores
-Envío de textos
-Audio
-Enlaces (Links)

www.BarcelonaReview.com  índice | inglés | catalán | francés | audio | e-m@il