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índex català  septiembre-octubre  n° 38

Guía de París para turistas cascarrabias
por Alfonso Fernández Sánchez


En París, la capital, dicen, del desamor y el arte, uno se ve insignificante y es, a la vez, terriblemente consciente de la magnitud de la tragedia. De su propia tragedia como ciudadano de a pie. París es una ciudad inconmensurable, monumental, excesiva. Una ciudad para magnates en plena decadencia y Amelies desempleadas pululando por un Montmartre repleto de cámaras de fotos y gafas de sol. París es el lugar en el que se citan todos los turistas del mundo para verse unos a otros. Nadie ve París, porque París no puede verse más que a través de novelones que hoy nadie escribe ya que sus narradores se mueren de hambre a medio camino. París es una ciudad de otro tiempo. Desde la sofisticadísima terraza del Pompidou la ciudad aparece como un sueño excesivo, una hermosa y brutal maqueta a escala real. Ocupa todo el horizonte y lo adorna con su altiva elegancia. París es una mujer entrada en años cuyos mejores días han pasado ya pero a los que, escrupulosamente, dedica todas las noches unos minutos en los que recuenta las bajas causadas por el olvido en el frágil ejército de su memoria. París es una mentira hermosa.

      Me centraré en algunas calles, por ejemplo, en la rue Ordener, en el distrito 17, parada de metro Jules Joffrin. Porque una ciudad sólo existe vista desde abajo, con el cuello torcido, a pie de calle. Lo demás son postales a través de poderosos teleobjetivos. Lo más sorprendente de París es la elegancia innata de todos y cada uno de sus paseantes, y sus cafés, cuyas mesas y sillas siempre dan a la calle, como si impusiesen la observación permanente del ajetreo diario. Los coches y las motocicletas no son más rápidos o más modernos o más llamativos que en otras ciudades: simplemente hay más, muchos más. El metro parece un jeroglífico del pasado, decenas de líneas y centenares de paradas formando una maraña difícil de interpretar, como si su propósito fuese precisamente el de confundir.

      O en la rue Montmorancy, por ejemplo, metro Les Halles, donde una delicada galería de arte ofrece un divertido vernissage ("canapeo sofisticado", en traducción libre) con motivo de la reciente exposición de jóvenes artistas hispanofranceses en la que, súbitamente, irrumpe Orland, artista del hambre y del cuerpo (ya saben, la que se opera y retransmite vía satélite sus obras quirúrgicas), con sus gafas redondas de montura amarilla y negra, escoltada por un séquito de seguidores (valga la redundancia), críticos, periodistas y, supongo, médicos. Su disertación versa acerca de la indudable relación entre Sartre y el postmodernismo. A la derecha, a su derecha, un grupo de exquisitos y remilgados dandis hacen presente el pasado con sus flequillos imposibles y sus pañuelos de colores artísticamente arrebujados en el bolsillo de sus americanas cruzadas con botones de oro, ya de lejos se ve que son ricos, endiabladamente ricos. Sus esposan se ríen mostrando sus quijadas caballunas, también exquisitas. Encantadores, encantadoras. En el libro de notas algún graciosillo ha escrito "Todo muy chic, todo muy choc" en castellano. El champagne fluye como lluvia otoñal y, al cabo de dos horas, todo el mundo coincide en que se trata de una exposición genial (alguien visiblemente borracho, probablemente el mismo que escribió en el libro, grita SUBLIME) que cambiará el curso del arte de este siglo que aún gatea. Cuando el alcohol se agota, las conversaciones concluyen apresuradamente. Dos horas después, la noche logra, finalmente, esquivarnos por las callejuelas anónimas de un barrio desconocido y nos quedamos solos en compañía del siempre comprensivo último metro.

      Las parejas se besan frente a la torre Eiffel, obligadas por el decorado. Y arriba del todo, desde la nube metálica que corona la torre, el guía comenta que se han visto obligados a cerrar con una red el último piso debido al exceso de suicidas que escogían el salto al vacío desde tan significativo monumento como escenario para su universal corte de mangas. En el trayecto de descenso, nadie se besa o lo hacen con un nerviosismo que deja entrever una disimulada comprensión para con los saltadores. "París de noche es una fiesta de colores", dicen las guías turísticas más reputadas, pero hay que ir a Museo d´Orsay o al Louvre para disfrutarlo. París es una ciudad de la que probablemente hoy Hemingway, si aún le quedasen agallas, escaparía echando pestes.

   

 © Alfonso Fernández Sánchez
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fernandezAlfonso Fernández Sánchez (Piedras Blancas, Asturias, 1978). Licenciado en Periodismo por la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente realiza el doctorado en Teoría de la Comunicación y Estudios Culturales en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, cuyo proyecto de investigación versará acerca de la autenticidad en la música pop-rock. Colabora habitualmente en diversas revistas barcelonesas de esas llamadas de tendencias y en periódicos como "El Norte de Castilla" y "La Voz de Avilés". Vive en Barcelona. Del mismo autor véase en The Barcelona Review 37, Guía de Amsterdam para turistas suicidas

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septiembre-octubre  n° 38  

Narrativa

Santiago Roncagliolo
El pasajero de al lado


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Para perderme en ti


Damià Alou
Casa ocupada


Alfonso Fernández Sánchez
Guía de París para turistas cascarrabias

Ensayo

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Necrológica

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