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índex català   marzo - abril  2003  n° 35

Primero es capaz de comunicarse con el espíritu de los pianos

briksLos cuatro ladrillos
Robert Juan-Cantavella

       
Los cuatro ladrillos eran cinco al principio, cinco ladrillos veloces como una exhalación. Apenas salir del colegio corrían a casa a dejar la mochila, merendar y salir pitando a la sala de máquinas. Fue allí donde empezaron a ser conocidos como los cinco ladrillos. Juntos buscaron el tesoro en la isla de Kirrín, hurgaron sin miedo en el cerro del contrabandista, exploraron las rocas del propio diablo y se adentraron en el páramo misterioso... eran cinco aventureros, sí señor, una hueste de jóvenes resueltos y traviesos, es cierto, pero muy cabales.
      Cuando apareció el cuerpo de Jorge, lo primero que hizo la policía fue investigar a sus amigos. Nadie recordaba muy bien cómo había sucedido todo aquello. Quince años son muchos años. Habían dejado de verse. Tan sólo Ana y Dick hablaban una vez al mes por teléfono, del pasado casi siempre. Cuando evocaban aquellos días púberes y soleados en que visitaban a la pintora antes de ir a la playa, sus esfínteres se relajaban y el tiempo parecía detenerse. Al principio todo fue muy bien, pero con el roce aparecieron los primeros problemas. A Jorge, la pintorcilla en cuestión le pareció una cursi empalagosa desde el primer día. Cada vez que abría la boca, sobre sus jóvenes cabezas parecía deslizarse una serie de gigantescos bocadillos de cómic, llenos de palabras hermosas y sonrientes, de caramelo en estado líquido y de caspa radioactiva, bocadillos amenazantes como un globo a punto de estallar y pringarlo todo con una bochornosa mezcla de hipismo paleto y neurosis sedada. Jorge, en cambio, prefería irse donde Frasco a tomar unos vinos, que entonces estaban a siete pelas. Pero como eran un grupo democrático y todo se hacía por votación, cada dos por tres tocaba ir de visita. El otro destino de esta geriátrica afición a lo estival acabó muriéndose. Llegados a este punto, cualquiera de los dos buscaba una excusa rápida para colgar el teléfono. Pensar que Chanquete había muerto les recordaba –tanto a Ana como a Dick–, que ellos mismos le acompañaron, algún día, cantando canciones y tocando guitarras y palmas y llorando, pero que finalmente ellos habían cedido: les habían movido. Después de aquello, los cuatro ladrillos empezaron poco a poco a ser menos cuatro, y por tanto, también menos ladrillos. Pero aun estando separados, cada uno de ellos siguió practicando por su cuenta. Julián, por ejemplo, todas la mañanas antes de entrar a trabajar hace media hora de footing y algunas flexiones. Luego se ducha y se siente tan renovado y con tanta energía que el muy capullo entra en la oficina dando brincos. A Ana, en cambio, no le gusta hacer ejercicio por las calles. Es una mujer tranquila, vive sola. Le gusta saltar por los tejados. El arnés tiene que estar bien sujeto, sino, no hay forma de equilibrarlo, luego se enganchan las gomas a los lados y se aprieta fuerte. Ana sabe que tiene que disimular, hacer creer que no está ante una pantalla azul sino ante la ciudad, es de noche, y ella salta de un tejado a otro. Dick es socio de un gimnasio. Entonces, los cuatro ladrillos no eran ni la sombra de lo que han llegado a ser. La policía no dejó de insistir. Acabaron cantando.
      Cada uno dio una versión de los hechos. Todo resultó muy confuso, el juicio tuvo que alargarse y la gente empezó a murmurar. Decía el rumor que ellos habían matado a Jorge, con sus propias manos de líderes juveniles, que lo llevaron engañado a la isla de Kirrín y allí lo asesinaron. No olvidemos que eran cinco a repartir, y cada vez los llamaban para menos aventuras. Títulos como Los cinco ladrillos lo pasan estupendo o Los cinco ladrillos se divierten no hablan sino de la agonía de una estirpe. La jefa le tenía echado el ojo a tres chavalitas iguales, con un currículum lleno de ocurrencias chispeantes y fechorías domésticas. Pero aun así, a ellos cinco quería brindarles una retirada honrosa, dejar que la llama fuese consumiéndose lentamente. Primero los títulos empezaron a resultar más adecuados para el ingenuo Teo que para aquella pandilla de jóvenes vivarachos y perspicaces. Luego, simplemente, ya no hubo más títulos. Las cuentas empezaron a no cuadrar. Al principio todo había ido bien porque no eran más que críos cegados por el neón. No eran demasiado conscientes de la fama, justo estaban empezando a descubrir el mundo. Pero después de tropecientas aventuras empezaron a cansarse, sus vicios eran cada vez más caros y cada vez se soportaban menos. Fue cuando los tres hermanos se confabularon a espaldas de Timoteo y de su amo. Parecía más lógico matarle a él que a cualquiera de los otros, y aquel pelotazo los colocaría otra vez en primera línea de la actualidad –pensaron. Pero en cuanto el escándalo llegó a oídos de Enid Blyton, claro, fueron expulsados del club: tenéis dos días –sentenció–, si en ese tiempo no pasáis por el club a recoger vuestras cosas, las sacaré a la basura. Los cuatro ladrillos decidieron ir juntos. Timoteo no tardó en optar por seguir con el grupo, así que se despidió del cuerpo aun caliente de Jorge a penas con una meada raquítica que vino a desbordar la concavidad de su oído derecho. A las diez y media de la mañana siguiente se presentaron en el club con un camión de mudanzas, metieron todas sus cosas en cajas y las llevaron a casa de Jorge. Julián conservaba un juego de llaves, y Jorge ya no tendría necesidades terrenales, así que hizo copias. Por su parte, Enid contrató en su lugar a unas niñas muy monas, las mellizas de un lugar santo. Ahí empezaron las vacas flacas de los cuatro ladrillos. Sin más que hacer, se reunían cada día en el garaje de Dick. Primero a matar el tiempo, más tarde a darle a la Humanidad uno de los símbolos más altos de su progreso como especie.
      Los cuatro ladrillos empiezan entonces a sofisticarse. Al principio el único cuatro ladrillos es de litro. De leche y de vino, de zumo, de sopa y hasta de agua. Ahora los hay más pequeños, y también de litro y medio y de dos litros. Pero el elemento clave en el progreso del cuatro ladrillos llega con el abrefácil. Hay un antes y un después del abrefácil; hoy día estamos en el después. El menos eficaz de los cuatro ladrillos dispone en la actualidad de eficaces cierres sellados que pueden encontrarse en diferentes modelos. Cada uno de estos diseños asegura una perfecta obturación al vacío, de forma que el cuatro ladrillos se convierte en un recipiente más útil de lo que ya era. Pero aun así, hay nostálgicos que recuerdan con cariño y distracción aquel primer abrefácil, tan deliciosamente simple. Y es que el abrefácil perforado, más allá de ser el método universal de apertura de cuatro ladrillos en aquel momento de la Historia Universal, era también y sobretodo un indicativo moral. Una invitación con recompensa segura, inmediata. El acicate de una sociedad cegada por un porvenir, tanto tecnológico como espiritual, que siempre podía ser todavía mejor. Ven aquí, acércate, no tengas miedo, no voy a morderte, es más, te resultará muy fácil manipular mi cuerpo, abrirlo; prueba una vez y verás como no puedes dejar ya de hacerlo: ábreme, ven será muy fácil. Y en efecto, con un poco de práctica resultaba muy fácil abrirlos. Era una de las pocas verdades en aquella vida nuestra llena de mentiras. Enfrentarse a un cuatro ladrillos significaba alzarse siempre con la victoria. Abrefácil era el lema de toda una batalla, y no sólo una línea perforada de puntos. Un acto en que el sujeto revalidaba su condición de ser eterno: ¿será verdad?, ¿voy a estar a la altura?, ¿será en realidad tan fácil como reza el estandarte? Pues sí, era, tenía que serlo. La descarga de confianza-en-uno-mismo que proporciona una experiencia de esta clase todos los días por la mañana, sentirse hasta tal punto parte del progreso del género humano, sentirse uno con el envase, sentirse sensible y contemporáneo, todo eso es el cuatro ladrillos, todo eso y mucho más. Su secreto reside precisamente en la acción sedante que proporciona: ofrece algo y lo da, sin engaños. El cuatro ladrillos es el mejor amigo del hombre y de la mujer. Por eso no importa que sea de sopa o de zumo, importa que esté cerca, que le acompañe a uno en su transitar cotidiano.
      Antes de matar a Jorge eran los cinco ladrillos. Se pusieron ese nombre porque a Jorge le gustaba mucho cómo ladraba Timoteo, su amigo fiel, y por extensión todos los perros. Ya es tarde para desmentirle, pero dijo haberse inspirado en sus ladridos para elegir el nombre del grupo. Lo cierto es que eso es mentira, aunque siempre que iban de gira, al toparse con un perro en la calle, Jorge paraba a agradecerle la buena suerte que un día, mucho tiempo atrás, le había dado un ser vivo de su misma especie. Los discos de los cinco ladrillos fueron acogidos siempre con un gran éxito de crítica –que supo señalar la juventud de los cinco pequeños cantores, y advertir la energía y honestidad que ensartaba sus canciones, llenas de ritmo– y de ventas –los cinco sonrientes en la tapa de la cinta, juntos como unos grandes amigos contra un fondo coloreado, un espacio infinito anegado de alegría y de regocijo. Pero la realidad era muy otra. La vida en la carretera no había sido siempre fácil, Teresa Rabal les andaba siguiendo los talones, y en el pueblo en que actuaba Teresa, a ellos ya no les contrataban. Hay un extraño juego de fuerzas, una flatulenta tensión eléctrica, entre canciones como "Veo veo/ qué ves/ una cosita/ y qué cosita es/ empieza por la letra..." y "Parchís, chís, chís, parchís, chís, chís, es el juego divertido que...", el mismo espacio imposible que surge entre los dos vaqueros que llegan a la ciudad, no hay sitio en ella más que para una de las canciones, y la otra, junto con sus intérpretes, deberá esperar a los festejos del próximo año. Otro tanto ocurre con Miliqui –y sus payasos– y Maria Jesús –y su acordeón–, dos intérpretes –ambos aficionados, es curioso, a la etología ornitológica– cuyas canciones tampoco suenan juntas nunca en la misma gala, porque se repite la misma historia: donde se escucha "Pajaritos por aquí", pocas probabilidades tiene ya "La Gallina turuleta". Es una cuestión de cupos. Lo cierto es que Jorge se encargaba de hacer los contratos, así que si finalmente Teresa les pisaba alguna gala, la culpa se la echaban a él. La fiscalía cree que el asesinato de Jorge puede estar relacionado con alguna de estas discusiones. Y es que fue después de un concierto de Enrique, Ana y Teresa, cuando decidieron matar a Jorge y abandonarlo en la isla de Kirrín. Era una noche cerrada.
      Entonces pasaron a ser conocidos con el nombre de cuatro ladrillos, porque ya no eran cinco y porque todavía quedaba bien: cuatro ladrillos. Cansados de tanto episodio dejaron de cantar y se adentraron sin miedo en el mercado anglosajón, ansiosos por sobresalir ahora en el mundo complejo del envase comercial. Poco después se habían convertido en el símbolo de una época.
  
© Robert Juan-Cantavella 2003
Robert CantavellaRobert Juan-Cantavella (Almassora, 1976) es autor de la novela Otro (Laia Libros, Barcelona, 2001) y redactor de la revista Lateral. Sus relatos han sido publicados en las revistas Rojo, Lateral, y Dogma, y en Narratives 1996/2001 (UJI, Castelló, 2003). Actualmente trata de sacar adelante un tesis doctoral sobre la poesía objetual de Joan Brossa.

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  marzo -abril 2003  número 35 

Narrativa

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AlexLa mujer solar

Robert-Juan Cantavella:
Alex
Los cuatro ladrillos
AlexPrimero es capaz de comunicarse con el espíritu de los pianos

Ensayo

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Número 100 de la revista Lateral

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