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índex     septiembre - octubre 2001  num 26

version en inglés | biografía

Kessler has no lucky pantsKessler no tiene pantalones de la suerte
Jim Ruland

Traducción de Robert Falcó

 

¿Cuántos pantalones de la suerte tiene Kessler?
Ninguno.

¿Cuántos pantalones de la mala suerte tiene Kessler?
Nueve.

¿Hay algo malo en ello?
Sin duda. Hay días en que tenemos que aportar algo extra de nosotros mismos, y en esos días solemos ir al armario para coger (¿quizá en una percha extraespecial?) unos pantalones de la suerte. Pero Kessler no. Kessler no tiene pantalones de la suerte. Lo repito: Kessler no tiene pantalones de la suerte.

¿Cuánta mala suerte le dan estos pantalones?
Un par de pantalones caqui: mucha mala suerte.
Un par de pantalones azul marino: mucha mala suerte.
Tres pares de tejanos azules de algodón (muy holgados, anchos y de pata de elefante, respectivamente): entre moderada y bastante mala suerte.
Un par de pantalones de chándal negros: algo de mala suerte.
Un par de pantalones verdes de pana: un poco de mala suerte.
Un par de pantalones de camuflaje: apenas dan mala suerte.
Un par de pantalones acampanados del uniforme de marina de los Estados Unidos: funestos, son de una mala suerte inclasificable.

¿Dan la misma mala suerte los pantalones caqui y los azules?
Más o menos.

¿Por qué?
Porque son los que usa para ir al trabajo y los alterna de la siguiente manera: lunes caqui, martes azul, miércoles caqui y jueves azul. Luego, a la semana siguiente: lunes azul, martes caqui, miércoles azul y jueves caqui. Los viernes, por supuesto, puede llevar ropa informal y Kessler se pone los mismos tejanos (de pata de elefante) todos los viernes. Éstas son las reglas. De los dos, cabría considerar los azules como los más nefastos porque hace unos meses le cayó tóner encima de ellos y sigue engañándose a sí mismo ya que piensa que sus compañeros de trabajo no ven la mancha, lo que no es el caso, puesto que es más que obvia. Su proximidad a la zona pélvica la hace aún más desafortunada.

¿Pero cuánta mala suerte le dan estos pantalones del trabajo?
Mucha. Consideremos las pruebas:
Kessler nunca ha conseguido un ascenso, a pesar de las varias oportunidades que se le han presentado, cuando llevaba estos pantalones.
Kessler ha pedido varias veces tener despacho propio pero nunca lo ha conseguido cuando llevaba estos pantalones.
Kessler no se ha comido un rosco con las compañeras del trabajo cuando llevaba estos pantalones.
Kessler ha sido "interrumpido" en el lavabo cuando llevaba estos pantalones.
Kessler ha sido amonestado por robar material de oficina cuando llevaba estos pantalones.
Kessler ha recibido varias multas de tráfico cuando llevaba estos pantalones.
Kessler ha tenido que aguantar que su ordenador se estropeara, bloqueara, colgara o se comportara de un modo inexplicable cuando llevaba estos pantalones. Y más desgracias por el estilo.

¿Cuántas veces han tenido lugar tales desafortunados hechos?
6, 4, 11, 2, 2, 3 y 676 veces, respectivamente.

¿Quién es el tal Kessler?
Kessler es el propietario de nueve pares de pantalones de la mala suerte. Trabaja en una oficina. Se podría decir que en su trabajo "no tiene futuro" o que está en un "callejón sin salida", según el estado de ánimo en que se encuentre. Es una persona excitable pero no tiene ni pizca de éxito con las mujeres, lo que, a pesar de ser humillante, tampoco es la tragedia que él cree. Sobreestima sus habilidades e infravalora las de los otros. Las discrepancias que esto causa son difíciles de controlar a veces.

¿Pertenece Kessler a la marina?
No.

¿Es Kessler un veterano de la marina?
No. De hecho, Kessler experimenta una curiosa mezcla de claustrofobia y homofobia cuando piensa en cómo debe de ser la vida a bordo de uno de esos enormes barcos.

¿Por qué alguien que no pertenece a la marina ni es un veterano de este cuerpo iba a tener un par de pantalones blancos acampanados de la marina de los Estados Unidos en perfecto estado?
Muy buena pregunta.

¿Y bien?
Kessler es muy sensible acerca de sus pantalones de marinero. Seguramente no le gustaría que habláramos de ellos. De hecho, ha intentado tirarlos varias veces pero no consigue reunir las fuerzas necesarias para hacerlo por culpa de ciertos motivos que le preocupan, así que continúan en su armario, exudando un aura de mala suerte.

¿Qué hace que estos pantalones sean tan funestos?
En 1999, Kessler asistió a una fiesta de disfraces de Halloween que organizaba una compañera de trabajo que tenía contrato temporal. A él le gustaba esta chica pero por suerte aún no había reunido el valor necesario para pedirle una cita ya que seguramente le habría dado calabazas. Kessler fue vestido de marinero, algo que, en principio, parecía un golpe de buena suerte poco habitual en él, porque la chica en cuestión sentía una "cosa" especial por los marinos, a pesar de que uno, un joven llamado Jim, le había destrozado el corazón hace unos años en Rosarita, México, durante las vacaciones de primavera.

¿A qué te refieres con "cosa"?
A atracción irracional.

¿Posee esta chica alguna característica digna de mención?
Efectivamente. La chica, que se llama Diane, tiene una pequeña cruz cristiana tatuada en la mano, entre el pulgar y el índice. Siente una atracción irracional por los marineros. Se enamora fácilmente. Es atractiva. Y mucho.

¿Fue un éxito la fiesta?
Sí. Cuando los invitados empezaron a desfilar, entrada ya la madrugada, Diane le pidió a Kessler que se quedara un rato. Al cabo de poco estaban besándose, metiéndose mano y revolcándose por el suelo.

¿Estaban ambas partes de acuerdo con la situación?
Completamente.

¿Por qué estaban haciendo el amor en el suelo?
Porque el dormitorio estaba ocupado por el marido de Diane, Jared, que había cogido una borrachera de campeonato y había perdido el conocimiento.

¿Qué ocurrió luego?
El preservativo de Kessler se rompió y Diane quedó embarazada. Obviamente, no se dieron cuenta de lo ocurrido. Estaban demasiado ocupados emborrachándose (Kessler) y enamorándose (Diane).

Esto no hace más que empeorar, ¿no?
Me temo que sí.

¿Dónde consiguió Kessler esos pantalones?
En una tienda de beneficencia de segunda mano. Hay que aclarar que resulta casi imposible comprar unos pantalones de la suerte en una tienda de segunda mano. De hecho, estos pantalones ya eran nefastos cuando Kessler los compró. En este aspecto, eran peligrosísimos.

¿A quién pertenecían antes de que Kessler los comprara?
A nadie. Pertenecían a la tienda de beneficencia de segunda mano.

¿A quién pertenecían antes de que pertenecieran a la tienda de segunda mano?
Pertenecían a un marino patizambo llamado Jim.

¿Tenía éste la costumbre de romper el corazón a jóvenes trabajadoras con contrato temporal en México?
Por cosas de la suerte, la tenía.

¿Cómo es posible que los pantalones de Jim, que estaban en su bolsa en San Diego, fueran a parar al armario de Kessler en Los Ángeles?
Lo que importa es que ocurrió. Si echamos la vista atrás parece como si no pudiera haber otra salida. Los pantalones de Jim ya estaban alrededor de la cintura de Kessler cuando su esperma se esforzaba por fertilizar el óvulo de Diane.

¿Qué le ocurrió a Jim?
Eso depende de si te refieres al pequeño Jimmy, al hijo de Kessler, o a Jim el marino, el progenitor psicológico del pequeño Jimmy. El niño vive con su madre, Diane, y su padrastro, Jared, el marido cornudo de Diane.

¿Qué le ocurrió a Jim el marino?
Es demasiado horrible como para hablar de ello.

¿Qué le ocurrió al pequeño Jimmy?
Aún nada. Tan sólo es un bebé.

¿Fueron bien las cosas entre Diane y Kessler?
No. Aunque sus eficientes puestos de trabajo estaban a tan sólo unos metros de distancia, apenas se veían. También era imposible que se vieran después del trabajo ya que Jared, a pesar de ser vago, grosero y propenso a emborracharse era una persona reservada y muy recelosa. Intercambiaron varios mensajes de correo electrónico y al cabo de poco el amor de Diane se metastasizó en algo extraño ya que Internet es un lugar frío y estéril para cultivar una relación. Siempre que veía parpadear el nombre de Kessler en el buzón del correo, pensaba que le iba a estallar el pecho. Sin embargo, él tenía alguna dificultad que otra al intentar salvar el importante obstáculo que suponía el matrimonio de Diane con Jared. O bien no quería o se veía incapaz de entregarse a una mujer cuyo corazón estaba comprometido legalmente a otro.

¿Era una burda excusa?
Sin duda, así lo parece.

¿Se daba cuenta Diane de esto?
Sí. Le escribió muchos mensajes de correo electrónico intentando convencerle de su disponibilidad afectiva, pero todos estos esfuerzos resultaron en un estrepitoso fracaso.

¿Le pegó Kessler su mala suerte a Diane?
Todos tenemos nuestras porciones de suerte, buena y mala, divididas en unidades cuantificables. Colaborar en la mala suerte de otra persona es una decisión individual, es problema de cada uno. En este caso, no queda claro la suerte de quién influyó en el otro.

¿Por qué pantalones?
Porque los pantalones son una metáfora adecuada, pero la suerte es algo real y hay que tenerla en cuenta.

¿Sabía Kessler que Diane estaba embarazada?
Sí, después de que ella se lo dijera.

¿Dónde se enteró?
Junto al mar. Diane le convenció de que llamara al trabajo diciendo que estaba enfermo y se fueran juntos a la playa. Aunque estaban en el mes de junio, el cielo estaba en calma y cubierto de nubes. Fueron andando por el muelle de Santa Mónica cogidos de la mano. Un par de artistas callejeros les hicieron unos dibujos mientras paseaban. Nunca antes habían visto tales expresiones. Cogieron las caricaturas con fuerza entre las manos. Él era un presidente muerto con un sombrero de copa de seda y molinillos por ojos; ella era una princesa elfa con unas alas demasiado pequeñas que no podían aguantar su peso. Luego se lo dijo.

¿Cómo se lo tomó él?
No muy bien. Le preguntó si aquello eran buenas o malas noticias. Ella le respondió que no lo sabía.

¿Le preguntó si el niño era suyo?
Dicho sea en su honor, no lo hizo.

¿Qué le dijo?
Que necesitaba algo de tiempo, lo cual era mentira. Luego Kessler hizo algo horrible.

¿Qué hizo?
De vuelta a casa llamó a la jefa de Recursos Humanos de su compañía y le contó que Diane le estaba acosando. Le habló de los mensajes de correo electrónico. Le dio la contraseña de acceso a su ordenador y ella le prometió que echaría un vistazo.

¿Y lo hizo?
Ya lo creo que sí.

¿Cuántos mensajes de correo se enviaron?
En tres semanas, Diane escribió 398 y Kessler 142. Al ojo frío y calculador de la jefa de Recursos Humanos, los mensajes mostraban a una mujer obsesiva y necesitada, al borde de la histeria o algo peor. Kessler quedó como un hombre bueno y educado que intentó mantenerse al margen en todo momento.

¿Un jefe de Recursos Humanos algo más perceptivo habría llegado a la conclusión de que Kessler estaba dando falsas esperanzas a Diane?
Sí, pero Diane sólo era una trabajadora temporal y Kessler un empleado a jornada completa. Un mal empleado, es verdad, pero un empleado a jornada completa al fin y al cabo. Al día siguiente, la jefa de Recursos Humanos paró a Diane en la entrada y la envió de vuelta a casa. Ya se habían cambiado las cerraduras.

¿Cómo pudo hacer algo así Kessler?
Porque su conciencia era como un barco: aunque el casco tuviera una vía de agua aún podía sellar el compartimiento y el barco seguiría a flote. Porque sabía mentirse a sí mismo muy bien. Porque era un cobarde. Porque llevaba toda la vida huyendo de la responsabilidad y no iba a parar entonces.

¿Sospechaba que el hijo era de Jared?
No. Después de ver a Diane en el muelle de Santa Mónica, se fue a casa y limpió el apartamento. De pie ante el cubo de la basura, quitando telarañas de una escoba, se vio a sí mismo junto al lavabo de Diane con un preservativo roto en la mano.

¿Te estás inventando excusas para Kessler?
Me invento excusas para todo el mundo.

¿Le dijo Diane a Jared que el niño era suyo?
Sí.

¿Y él la creyó?
No tenía motivos para sospechar lo contrario. El pequeño Jimmy se parecía a su madre.

¿Quedó destrozada Diane?
Así es. Después de que la echaran del trabajo volvió al muelle de Santa Mónica para meditar sobre las opciones que tenía. Podía adoptar otra táctica e intentar conseguir que Kessler la amara. Podía trasladarse a otro lugar y vivir sola con el bebé. Podía lanzarse por el muelle y ahogarse. No se le ocurrió que simplemente podía volver a casa, decirle a Jared que la habían despedido y hacer que la llevara a cenar a un restaurante. Pensó en todos los motivos por los que amaba a Kessler y rápidamente llegó a la conclusión de que eran demasiado estúpidos como para enamorarse de alguien. Todo se debía únicamente a lo bien que le sentaba el traje de marinero y a lo mucho que le recordaba a su primer amor, Jim, que había sido asesinado por unos drogadictos en un callejón de Tijuana, detrás de un burdel. Fue al muelle y reunió a todos los dibujantes. Un acróbata chino hizo unos espectaculares ejercicios de fuerza y equilibrio mientras ella esperaba. La brisa marina le alborotaba el pelo. Los artistas presentaron sus obras. Esta vez sus alas eran grandes y fuertes, la elevaban al cielo y su sonrisa eclipsaba al sol.

¿Así acaba la historia?
No. No tiene fin. Sólo más preguntas, muchas de las cuales nunca obtendrán respuesta. Quizá pienses que esto puede crear ansiedad pero no es así. Hay poca gente que busque en la vida el mismo tipo de conclusión que esperamos de las historias. Preferimos que las cosas queden con un final abierto por nuestros hijos y nietos. A la mayoría de nosotros nos gusta bastante así.

¿Llegó Kessler a ver a su hijo?
No.

¿Nunca?
Una vez vio una fotografía pero no se puede comparar.

¿Dónde vio la fotografía?
Bajo el muelle de Santa Mónica.

¿Qué hacía bajo el muelle de Santa Mónica?
Temer por su vida.

¿Podrías ser más explícito?
Por supuesto. Mientras Jared buscaba una pila de revistas porno que había escondido en el fondo del armario de la habitación para invitados, encontró una carpeta marrón sujeta con cintas elásticas. Su carácter receloso consiguió sacar lo mejor de sí mismo y al cabo de un instante estaba sentado en el borde de la cama leyendo el intenso intercambio de mensajes de correo electrónico entre su mujer y un compañero de trabajo. No leyó mucho. No fue necesario. Jared experimentó una serie de epifanías gracias a las que rápidamente dedujo que Kessler se había follado a su mujer, la había dejado preñada y luego la dejó tirada. Lo que apuntaba a una única conclusión: Kessler debía morir. Jared cargó el rifle Springfield y lo puso tras el asiento de su camioneta. La semiautomática rusa de nueve milímetros ya estaba cargada, hibernando en la guantera. Fue hasta la oficina y esperó en el aparcamiento. Cuando Kessler salió, se acercó a él y le dijo que se metiera dentro. Kessler hizo lo que le mandó. Fueron hasta la playa.

¿Qué pantalones llevaba puestos?
Los azules.

¿Sabía Jared el significado del muelle de Santa Mónica?
No. Pero Kessler pensaba que sí lo sabía, lo que le dio un mal presentimiento, que empeoró cuando Jared paró el coche, aparcó, abrió la guantera, que no se había molestado en cerrar con llave, y sacó la semiautomática rusa.

¿Estaba Kessler asustado?
Mucho.

¿Y Jared?
Quizá aún más.

¿Por qué?
Porque Jared adoraba a su mujer. Porque Jimmy era un niño magnífico. Porque las responsabilidades de la paternidad lo habían convertido en un hombre menos vago, menos grosero, menos propenso a emborracharse. Porque al final entendió por qué lo había abandonado su padre y le odiaba menos. Porque estaba seguro de que alguno de esos malditos dibujantes del muelle se daría cuenta de que habían bajado dos hombres pero sólo había vuelto uno.

¿Entonces qué hizo?
Le dijo a Kessler que se pusiera de rodillas, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una fotografía de su hijo, y se la dio.

¿La cogió Kessler?


¿Qué hizo Jared?
Se fue a casa.

¿Qué hizo Kessler?
Lloró.

¿Qué aprendió Kessler de todo esto?
Nada en absoluto.

¿Qué lecciones podría haber aprendido?
Que nada es trivial. Que las apariencias importan. Que Internet es un sitio triste para el amor, y los cubículos de las grandes empresas aún más. Que la suerte de nuestro amante, buena o mala, es inseparable de la nuestra. Que tomar la misma mala decisión por segunda vez no es la misma decisión, sino otra cosa distinta que abre nuevos caminos hacia la desesperación. Que bajo ninguna circunstancia pueden comprarse unos pantalones en una tienda de beneficencia de segunda mano.

¿Qué impresiones equivocadas se llevó Kessler de este encuentro?
Que Jared no tenía agallas. Que quizá su suerte había cambiado.

¿Ha cambiado?
Eso aún está por ver.

¿Qué puede hacer Kessler para cambiar su suerte?
Para empezar, comprarse pantalones nuevos.

¿Y luego?
 

© 2001 Jim Ruland
©
Traducción: Robert Falcó rfalco@acett.org
version en inglés

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía:

Jim RulandJim Ruland (jruland@brierley.com) Sus escritos se han publicado en elimae, Exquisite Corpse, 5_trope, Pindeldyboz, Sweet Fancy Moses y otras revistas. Colaborador habitual de McSweeney’s, actualmente trabaja en una novela en torno a la figura del único superviviente de un naufragio. Veterano de la Marina estadounidense, vive en Los Angeles.
 

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  número 26  septiembre - octubre 2001 

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