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índex                 julio - agosto 2001  num 25

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El placer de callar
Mercedes Abad

 

Si aquel día no hubiera lucido un sol espléndido, acaso Tomás no habría experimentado la tentación de abandonar su mesa de trabajo, donde la traducción de la última novela de un autor austríaco lo reclamaba, para salir a dar un paseo.
      También es cierto que, si durante los quince días anteriores, la situación climatológica no hubiera atravesado por un período infernal, con vendavales, tormentas y aguaceros azotando con furia la ciudad, la tentación de salir a pasear ahora que por fin hacía un día espléndido no habría sido tan imperiosa. Tampoco el carácter plúmbeo y a menudo hasta impenetrable del estilo del autor austríaco debió de ser completamente ajeno al hecho de que Tomás decidiera no oponer resistencia alguna a la tentación.
      Así pues Tomás salió a pasear, contento de que el mal tiempo se hubiera acabado, y deambuló sin rumbo por calles y callejas deteniéndose a veces a mirar sin intención de compra algún escaparate que había llamado su atención. Cuando ya regresaba a casa resignado a reanudar su pugilato lingüístico con el autor austríaco, Tomás reparó en un billetero tirado en el suelo prácticamente a los pies de un par de chicos que le daban la espalda. Tomás se precipitó a recogerlo, se retiró unos pasos, lo examinó y vio que estaba lleno de billetes de cinco y diez mil pesetas.
      Enfrascados en su conversación, los dos chicos no habían reparado en Tomás ni en su gesto. Tomás pensó en la ridícula cantidad de dinero que quedaba en su cuenta corriente y en lo mucho que le faltaba todavía para acabar la traducción del autor austríaco y poder cobrarla. Y aunque era plausible que el billetero hubiera caído tan sólo unos instantes antes y que, por lo tanto, perteneciera a uno de los dos chicos que estaban delante de él, Tomás no lo había visto caer al suelo y esta ausencia de conocimiento limpiaba su conciencia con eficacia bactericida. Con un gesto rápido, se metió el billetero en el bolsillo.
      Sí el país no hubiera atravesado por esas fechas una alarmante crisis política provocada por los escándalos financieros y los casos de corrupción en que se habían visto involucrados miembros del gobierno, acaso Tomás no habría reflexionado tanto en los últimos días, de los que había pasado la mayor parte del tiempo encerrado en su casa a solas con el impenetrable pensamiento del autor austríaco mientras vendavales, tormentas y aguaceros azotaban la ciudad, acerca de una materia tan grave como la integridad y la honestidad personales, ni habría manifestado tan apasionadamente en las reuniones con sus amigos su inquebrantable fe en el ser humano y la necesidad de volver a ciertos valores éticos, manifestaciones que, por cierto, le habían valido el aplauso general. Si nada de eso hubiera sucedido, acaso ahora Tomás habría seguido sin dudarlo un instante su camino de vuelta a casa con el billetero en el bolsillo. Ajeno a delicados sentimientos de culpa y vergüenza, acaso habría invitado a cenar a su novia en un buen restaurante aquella misma noche, habría enviado una parte del dinero a Médicos Sin Fronteras, que no habían podido cobrar la cuota anual porque el banco había devuelto el cheque de Tomás por falta de liquidez, y por fin habría emprendido la urgente reparación de las goteras de su diminuto apartamento. Quizás también habría contemplado la posibilidad de comprar una lavadora que sustituyera a la vieja, que se había convertido en una fuente incesante de quebraderos de cabeza, y hasta es probable que se hubiera comprado algo de ropa y el puñado de libros que le apetecían desde hacía semanas y cuya compra había prorrogado hasta que consiguiera acabar y cobrar la traducción del autor austríaco. ¿Cuánto debía de haber ahí dentro? ¿Ochenta mil? ¿Noventa mil? ¿Cien mil pesetas? O quizás habría ahorrado aquella inesperada fortuna para alquilar un apartamento algo más grande que la minúscula habitación donde vivía y trabajaba y poder irse a vivir allí con su novia.
      Los dos muchachos a cuyos pies había encontrado Tomás el billetero, y que habían estado conversando mientras aguardaban a que el semáforo para los peatones les diera paso libre, vieron la luz verde y empezaron a cruzar la ancha avenida. Tomás cruzó detrás de ellos aminorando el paso con la clara intención de rezagarse. Los observó mientras andaban despreocupados y, para vencer los vacilantes escrúpulos que su conciencia empezaba a fabricar como una lenta pero peligrosa secreción, se dijo que tal vez el billetero no tenía nada que ver con ellos. De todos modos siguió observándolos con el rabillo del ojo y, cuando ellos se disponían ya a torcer hacia la derecha, Tomás sintió un súbito impulso, comprendió que era un impulso huidizo y de corto alcance y llamó a los dos muchachos desde lejos. El primer grito no hizo que se volvieran. Nuevamente, Tomás estuvo tentado de seguir sin más su camino de regreso a casa, pero volvió a llamar a los dos chicos, más fuerte esta vez. Uno de los dos muchachos se volvió y el otro lo hizo a continuación. Tomás hizo un gesto claramente dirigido a ellos y, tras unos segundos de desconcierto, los chicos se acercaron a él.
      -¿Habéis perdido algo? -preguntó Tomás estrujando el billetero oculto en el fondo del bolsillo de su chaqueta mientras rogaba desesperadamente a las instancias superiores que los chicos contestaran que no.
      Los muchachos tardaron en reaccionar. Estaban desconcertados y miraban a Tomás con curiosidad.
      -Nooo -dijo uno, agitando la cabeza y mirando primero a Tomás y luego a su amigo.
      -No, no -confirmó el otro agitando todavía más la cabeza.
      Tomás pugnó por mantener su rostro en una posición totalmente inexpresiva. Pese a todo, sintió como su alivio se las ingeniaba para hacerse visible, o eso le pareció. Notaba como las comisuras de sus labios tiraban hacia arriba deseosas de componer una sonrisa radiante.
      -¿Estáis seguros? -volvió a preguntar, casi complaciéndose ahora en desafiar el peligro. De repente, estaba de tan buen humor que habría añadido un «hablad ahora o callaos para siempre» de no ser porque ya los chicos habían vuelto a decirle que no habían perdido nada.
      -Entonces, adiós.
      Apenas se había alejado unos metros de los dos muchachos cuando oyó una exclamación ahogada.
      -¡El billetero! -gritó uno de los dos muchachos al tiempo que hurgaba en los bolsillos de su pantalón y antes de volver de nuevo corriendo hacia Tomás.
      Tomás respiró hondo.
      -¿Cuánto dinero llevabas dentro?
      -Noventa y cinco mil pesetas -contestó el chico sin titubear pese a que se había puesto muy nervioso-. ¿Lo tienes tú?
      Tomás asintió.
      -Compruébalo, por favor. Ahora mismo íbamos a comprar los pasajes de avión para irnos de vacaciones...
      Tomás sacó el billetero y contó el dinero en un susurro: había exactamente noventa y cinco mil pesetas. Sin añadir palabra y ocultando su decepción tras una sonrisa caballerosa, le tendió el billetero a su propietario. El muchacho estaba realmente abrumado; se veía que le costaba trabajo creer en la suerte que acababa de tener. Su amigo coreó las aturdidas expresiones de agradecimiento como si le pareciera que una sola voz no bastara para agradecer un favor tan asombroso.
      «Soy un tío cojonudo», pensó Tomás emocionado mientras se dirigía a su casa. «Pobre como una rata pero cojonudo, eso es.» Caminaba muy ligero de tan contento como se sentía de sí mismo, no sólo a causa del acto de honestidad realizado sino también por no haberse arrepentido inmediatamente después de haberlo hecho. Su concepto de sí mismo crecía por momentos y su autoestima gemía de placer mientras él se repetía mentalmente la escena una y otra vez.
      Pero, para cuando llegó a su casa, la autosatisfacción ya no le bastaba. ¿De qué diablos servía ser un tío tan cojonudo y haber hecho lo que acababa de hacer si sólo lo sabía él mismo, exceptuando, claro está, a dos desconocidos de quienes jamás volvería a tener noticias y de quienes jamás obtendría nada que no fuera lo que ya tenía, es decir, las confusas y atropelladas muestras de agradecimiento de que lo habían hecho objeto?
      De pronto, sintió la apremiante necesidad de contárselo a alguien y subió de dos en dos las escaleras de su casa para precipitarse cuanto antes sobre el teléfono.
      Si su novia hubiera estado en casa en aquel momento y nada le hubiera impedido coger el teléfono, Tomás le habría contado lo sucedido sin dudarlo un instante, quizás sin hacer excesivo hincapié en su honestidad, fingiendo incluso tomarse por un tonto, para dejar que ella llegara por sí misma a la conclusión de que su novio era un tipo cojonudo, un tipo realmente digno de confianza. Pero Ingrid no estaba, mala suerte. Tomás marcó a continuación el número de Andrés, pero fue el contestador de su amigo el que cogió la llamada.
      Estaba tratando de decidir a qué otra persona podía contarle la historia cuando su puntillosa conciencia arremetió contra él reprochándole con aspereza su falta de elegancia y su hipocresía. Tomás tragó saliva y soltó el teléfono como si su simple contacto hubiera podido contagiarle alguna clase de peste o de lepra. Se daba perfecta cuenta de que contar lo sucedido habría sido vergonzoso, más vergonzoso e indigno que haberse quedado con las noventa y cinco mil pesetas del billetero. Al fin y al cabo era el azar quien había puesto esa suma de dinero en sus manos, lo cual no equivalía en modo alguno a robarlo. Además, sus aprietos económicos habrían sido una circunstancia atenuante. Lo que sí era injustificable y repulsivo era tratar de rentabilizar de una forma u otra un arranque de bondad, un impulso altruista y solidario.
      Ahora Tomás se dijo que era una suerte que ni Ingrid ni Andrés estuvieran en casa cuando los llamó. En lo sucesivo sólo él sabría que era un tipo cojonudo, si es que lo era, porque aquella tentación de exhibir lo que había hecho arrojaba sombras y dudas sobre su honorabilidad. Claro que lo realmente importante era haber vencido la tentación porque ¿qué clase de bondad es la que jamás se ha visto tentada a extraviarse?
      Sí, pensó Tomás; podía acariciar en privado la emocionante certeza de su integridad y de la prodigiosa coherencia de sus actos y sus convicciones, porque había demostrado que podía recorrer victorioso la distancia entre sus dichos y sus hechos, pero no era lícito contarle a nadie la anécdota del billetero.
      Sin embargo, las ganas de contar la hazaña persistieron por mucho que Tomás estuviera convencido de la inconveniencia de hacerlo. Trató de olvidar el asunto enfrascándose en la traducción, pero le resultaba imposible orientarse a través del intrincado laberinto, plagado de trampas, falsas puertas y recovecos, que era el pensamiento del autor austríaco. Decididamente, no podía concentrarse.
      A las siete de la tarde todavía no había traducido una sola línea y estaba de un humor de perros. El sonido del teléfono lo hizo brincar en su silla y tuvo que dominar una incipiente taquicardia antes de coger el aparato. Era Ingrid, que llamaba para proponerle que cenaran juntos. Pero Tomás tenía tanto miedo de ser incapaz de callarse su historia si se veían esa noche que echó mano de la primera excusa que le pasó por la cabeza. Cuando se despidió de él, el tono de Ingrid era el de quien acaba de oír una excusa que le parece, como mínimo, peregrina.
      Esa noche Tomás no pudo conciliar el sueño. Varias veces a lo largo de la noche se levantó con la firme intención de llamar a Ingrid y contarle la historia para acabar de una vez por todas con el asunto. Pero durante el corto trayecto entre la cama y el teléfono sus impertinentes escrúpulos volvían a asaltarlo.
      Pensó que su obsesión remitiría tarde o temprano, pero no sólo no mejoró, sino que empeoró perceptiblemente en los días que siguieron al hallazgo del billetero que el inocente azar había puesto en sus manos. Tomás empezó a darse cuenta de que siempre se había esforzado en ofrecer ante los demás la imagen de un tipo cojonudo y que con ese propósito se las había ingeniado para darle una publicidad tan constante como solapada y artera a sus pequeños gestos solidarios. Si le prestaba dinero a alguien pese a estar él mismo apurado, si apoyaba una causa perdida de antemano, si se sacrificaba por alguien, si sin cesar mantenía posturas éticamente correctas, era sobre todo debido a ese afán de conseguir el estatus de tipo cojonudo y de gozar de las incontables ventajas que de él se derivaban. Toda su vida le pareció de pronto un fraude repugnante, la abominable impostura del rey de los fariseos. Estaba más corrompido que el delincuente más falto de escrúpulos pero, así como el delincuente es a menudo castigado, él conseguía laureles mediante sus mezquinos trapicheos. Su deshonroso comercio con sus supuestas virtudes lo equiparaba a los traficantes de armas o de drogas. Un camello era, sí señor, un camello cuya mercancía era una pretendida rectitud moral.
      Se daba tanto asco que suspendió casi por completo el trato con el mundo exterior. Amén de que así eliminaba todo riesgo de acabar contándole a alguien el episodio del billetero.
      Después de desalentar a Ingrid durante más de dos semanas con sus excusas absurdas para no encontrarse con ella y sus constantes y deliberadas brusquedades cuando hablaban por teléfono, ella rompió su relación. A Tomás se le hizo pedazos el corazón pero también se alegró porque ya no corría el menor peligro de seguir manteniendo su impostura ante ella y porque el hombre a quien ella había querido era tan sólo una fabulosa invención. Y ya era hora de que empezaran a lloverle palos al farsante.
      El segundo palo no tardó en llegar. Como Tomás no avanzaba lo más mínimo en su traducción del autor austríaco, el editor, tras apremiarlo repetidamente en todos los tonos posibles, consideró roto su contrato a todos los efectos.
      El tercero llegó un mes y medio después cuando su casero lo desahució sin piedad por no haberle pagado la suma correspondiente al alquiler de los últimos meses. Como compensación, el casero se quedó con las escasas pertenencias de Tomás: el ordenador comprado a módicos plazos, el equipo de música adquirido mediante el mismo procedimiento, los compacts, las cintas, los discos y los libros. También se negó a devolverle a Tomás su cepillo de dientes, negativa que a Tomás le pareció muy poco higiénica, si bien la encajó con impecable deportividad.
      El cuarto golpe fue de índole metafísica. Al poco de ser desahuciado, Tomás recibió una inesperada herencia de un pariente lejano que murió intoxicado tras ingerir accidentalmente una amanita faloide. Para Tomás fue un auténtico suplicio quemar el total de la cantidad recibida en el interior de la sucursal de La Caixa donde dormía cada noche tras haber sido desahuciado. Mientras les prendía fuego a los billetes heredados, se atormentó lo indecible pensando en lo mucho que habría gozado en otra época repartiendo aquel dinero entre sus amigos y recogiendo más tarde los frutos de la autoridad moral que ese gesto le habría otorgado.
      Y habría quemado hasta el último de esos billetes de no ser porque tres agentes de la policía interrumpieron prematuramente su fiesta del fuego llevándose a Tomás a rastras a la comisaría más cercana.
      Tomás pasó tres días con sus respectivas noches en la cárcel por alteración del orden público, vandalismo, piromanía y pernocta indebida en un recinto privado. Y aún tuvo suerte de que la falta de aseo personal y la consiguiente propagación de olores fétidos no estuvieran contempladas por la Ley.
      Pero cuando salió de la cárcel, Tomás era un hombre nuevo y casi podía tocar la felicidad perfecta con la punta de sus dedos. No obstante, se daba cuenta de que todavía le quedaba un largo trecho por recorrer en su camino hacia la pureza absoluta.
      La primera vez que esperó a Ingrid delante de su casa, semioculto detrás de un kiosco, para seguirla luego furtivamente y atracaría en un oscuro callejón después de haberla amenazado con una pistola, consiguió birlarle treinta mil pesetas. Pensó que era un buen comienzo.
      Con Andrés tuvo menos suerte porque el pobre no llevaba más que cuatro mil pesetas encima y una tarjeta de crédito caducada, así que lo obligó a desnudarse pistola en mano y, haciendo caso omiso de los ruegos de su estupefacto amigo, se llevó toda su ropa, una caja de condones que tenía en el bolsillo de la americana, un mechero recargable, un paquete de Camel, papel de fumar, una china diminuta que sólo alcanzaba para un porrito y un puñado de chicles de menta sin azúcar. A Andrés siempre le había gustado cuidar la línea, pensó Tomás.
      Por supuesto ése fue sólo el principio, porque durante los siguientes meses Tomás no hizo otra cosa que atracar continuamente a sus amigos y someterlos a toda clase de disparatadas vejaciones. Durante un tiempo ellos se resistieron a denunciarlo a la policía; estaban convencidos de que había perdido el juicio; al principio le ofrecían su ayuda y le sugerían que visitara a un especialista en desarreglos mentales, aunque no por ello dejaba Tomás de encañonarlos con su pistola para sacarles todo lo que llevaban encima. El se burlaba con saña de sus amigos y redoblaba su crueldad al verlos hacer gala de sus buenos sentimientos.
      Meses después, deteriorados ya los buenos sentimientos, sus amigos acordaron por absoluta unanimidad denunciar a Tomás a las autoridades competentes, de forma que Tomás empezó a entrar y salir de la cárcel a intervalos regulares. En cuanto pisaba de nuevo la calle volvía a perseguir implacablemente a sus amigos; su decisión era tan firme que sus frecuentes estancias en la cárcel no hacían sino alimentarla y fortalecerla. Le gustaba su nueva vida. En realidad no recordaba haber sido nunca tan feliz como ahora. Su corazón estaba limpio de falsedades. Era un ser puro y no tenía nada que reprocharse.

© Mercedes Abad
entrevista
mientras caigo

Este cuento se reproduce aquí por cortesía de Tusquets Editores

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografíaMercedes Abad

Mercedes Abad nació en Barcelona en 1961. Es autora de tres libros de cuentos, que la han consagrado como una narradora imprescindible en el panorama de la literatura española. En 1986 Ligeros libertinajes sabáticos (La sonrisa vertical 47) mereció el VIII Premio La Sonrisa Vertical y supuso un éxito de crítica y público del que la entonces jovencísima escritora supo reponerse airosamente. Así lo han confirmado Felicidades conyugales y Soplando al viento (Andanzas 107y 233). Colaboradora habitual en la edición catalana de El País, es también autora de montajes teatrales y participa asiduamente en programas de radio y proyectos cinematográficos.

© foto: Carmen Rosa

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