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índex                 mayo - junio 2001  num 24

| biografía

LORENA X301
Amparo Arróspide

 

I

 

Mercedes no sabía qué hacer con el cadáver de Lorena. Yacía encerrado en el armarito trastero de su despacho, a pocos centímetros de la silla donde ella misma, Mercedes Sánchez se repetía su nombre una y otra vez.
      -Soy Mercedes, soy programadora humana.
      No vio el cielo azul que resplandecía del otro lado del ventanal. Hacía años que funcionaba el escudo protector del sol, porque el agujero de ozono se había agrandado tanto a partir del 2010 que el efecto fue imparable y creciente. Pueblos, países enteros menos afortunados habían sucumbido a la catástrofe.
      Hacía un tiempo indefinible en su ciudad, Megapolandia, donde las estaciones se perpetuaban unas en otras sin alteración apenas, gracias al avance tecnológico.
      -Soy la Sra. Sánchez, programadora de tercer grado, humana, convivo con Raúl, 34 y 36 años respectivamente, un hijo de corta edad.
      Una y otra vez se lo repetía, mientras alguna otra parte de su cerebro mecánicamente efectuaba sus funciones, observaba la señal de sustituir batería en el videoteléfono, catalogaba y barría información, compulsivamente... como si fuesen a someterla a un interrogatorio.
      Pero antes que nada, habría que deshacerse del cadáver. Sobre la pantalla resplandecían los racimos de letras... ristra tras ristra de páginas electrónicas. Sonó el videoteléfono y lo dejó sonar una, dos, cuatro veces. Podría venderla como chatarra. Porque aún estaba Lorena en buen estado... ¿o no? Fin de semana libre, Raúl ausente en uno de sus viajes de negocios... porqué sentía entonces que no había tiempo y de repente ese abismo detrás del segundero, asegurándole que no, que no había porvenir.
      -Para Lorena ya no hay porvenir.
      Y este pensamiento la tranquilizó.
      En el despacho -como en la ciudad- no hacía ni frío ni calor. Avanzó hacia el armario trastero y, al abrirlo, las piernas de la autómata saltaron como un muelle. Había tenido que doblarla en dos porque el armario no era grande; ahora tiró de los pies descalzos para contemplarla a gusto, en el centro del cuarto. Le pareció que había crecido unos centímetros (tal vez algún efecto secundario) y que seguía tan delgada como siempre: sus costillas eran una diminuta cordillera bajo la piel translúcida.
      Entonces la asaltó un barullo de impresiones indefinibles, confusas, que precisamente dejaban de organizarse de modo coherente cuando más necesitaba que su cerebro trabajase con lucidez, sin interferencia del miedo o la piedad. Raúl podría volver en cualquier momento y ella aún no tenía las palabras para explicarle que Lorena ya no existía, que su ciclo vital había concluido, por ejemplo, podría decirle, pero ¿no habían leído ambos en la ficha técnica que la esperanza media de vida de ese tipo de androides era 20 años? La habían adquirido hacía dos. Y volvió a ver la escena que había ocurrido hacía dos años en el centro comercial. La misma Lorena se vendió a sí misma en una demostración práctica de inteligencia (según Raúl) y de astucia (según Mercedes).
      -¿Querrían un modelo como yo? - les había preguntado-. Física y mentalmente, quiero decir. Aquí tienen el catálogo.
      Entre otros posibles autómatas que considerar, allí estaba su atractiva vendedora, Lorena X301, con su fecha de fabricación y caducidad, peso máximo y mínimo, altura media, instrucciones de uso y mantenimiento
      ¡Y Mercedes había insistido tanto! Tanto que no pudo echarse atrás en el último momento cuando, vencida la resistencia de Raúl, éste subrayó la conveniencia de comprar a quien ostentaba la suficiente autoestima como para promocionarse con éxito.
      -Podrá ayudarnos en muchas situaciones difíciles, Mercedes. No sólo con la casa y el niño.
      Y ella accedió.
      Volvió al presente porque el videoteléfono sonaba otra vez (que no sea Raúl, rogó) en la casa donde no había más que ella y un cuerpo sin vida.
      -¿Aló, Mercedes? ... ¿Qué tal...?
      A Fernando, antiguo compañero de trabajo de Raúl, fue fácil despacharlo sin traicionar nerviosismo. El videoteléfono zumbó antes de apagarse sorbiendo el rostro de un hombre sin afeitar. Y entonces recordó que por algún anaquel estaría aún guardado el embalaje del cobertor sueco. Sería perfecto para esconder a Lorena.
      El cobertor sueco lo habían usado para su propia cama de matrimonio hacía tiempo, antes de haberse mudado al piso funcional con regulación térmica avanzada. Antes, cuando aún dormían juntos noche tras noche y el deseo podía abrirse cauce entre los dos como un río bullicioso. Si se ponía a revolver aquí y allá en busca del cobertor sueco, le entraría una gran tristeza por lo que estaba recordando. Llevaban más de diez años juntos, y la primera fisura aprendieron a soldarla racionalmente, gracias a sesiones de terapia de pareja, horas extra de trabajo para los dos y un cursillo para ella de solidaridad feminista transhumana, también recomendado por el terapeuta; luego, la solidaridad plantó semillas de escrúpulos, Lorena fue bienvenida a la casa muy solidariamente y se plantó entre los dos no como un río, ni siquiera como un puente sino tal vez como una ortiga.
      ¡Cuántas cosas sabía hacer Lorena! ¡Qué eficiente! ¡Cuántas cosas que a ella, a Mercedes, no le habían enseñado o desdeñó aprender!... ajedrez, poesía, reflexología, papiroflexia, jardinería... ¡qué sé yo! Sin contar sus artes culinarias y su destreza y encanto con los niños, porque eso se daba por supuesto. ¡Maldita sea, dónde la metería!
      Mercedes volvió al cuarto donde yacía la autómata.
      -¿Y por qué -se preguntó-, por qué la había tratado siempre como si ella, Mercedes Sánchez, fuese una perfecta imbécil?
      ¿Llevo al niño, Mercedes? ¿Traigo al niño, Mercedes? ¿Seco/ baño/visto/peino/juego con/enseño al niño, Mercedes?
      ¿Le hago la manicura, Mercedes? ¿Se teñirá mañana?
      ¿Compruebo si hay provisiones para los siete/quince/veintiún/treinta días siguientes, Mercedes?
      --¿Concierto cita con el médico/el terapeuta de pareja/el pediatra?
      ¡Dios, qué pesada! ¡Qué concienzudamente aburrida, qué eficiencia mecánica tan plomo, aunque no hubiese ni un átomo de plomo entre sus materiales de fabricación y de hecho fuese ligera como una adolescente!
      Volvía a oír su vocecita tan dulce y bien modulada, que repetía con obediencia:
      ¿Programo la temperatura del baño para el niño/para el Sr. Raúl/ para usted?
      ¿Encargo las tele-entradas para el espectáculo benéfico?
      ¿Encargo los tele-billetes para la excursión a Disneyland?
      Y a Raúl, sin embargo, ¡... a Raúl le recitaba versos! ¡Le cantaba sus canciones favoritas! ¡Le enseñaba el vocabulario básico para entenderse en sus viajes de negocios en cuarenta y ocho idiomas con once dialectos!
      Un sol pálido transparentó las miles de motas de polvo que se habían desprendido de la mortaja y que escapaban oblicuas por las ranuras de las persianas hasta el suelo. Al fin había encontrado el embalaje del cobertor sueco y metido en él a Lorena, doblada en dos. No sonaban cláxones desde la calle porque era día de ocio colectivo. Comenzó a arrastrar por el suelo su fúnebre envoltorio.
      No pesaba mucho. Ahí dentro parecía una muñeca grande para jugar sin palabras. Y al pasar por el salón comedor hacia el dormitorio, vio su rostro sonriente en el marco de plata, entre Raúl y el niño, con las cimbreantes palmeras de Hawaii al fondo. ¡Qué encantadoras vacaciones, gracias a Lorena! ¡Qué suerte también para Mercedes, que así pudo asistir a su centésimo cursillo sobre lenguaje máquina, mientras el niño seguía perfectamente cuidado, y el señor Raúl no sacrificaba ese viaje de placer!
      La levantó y la tiró sobre la cama, sin miramientos. Con seguridad, tomó luego una pluma láser para escribir la nota que leería Raúl a su regreso: "Lo creas o no, Lorena ya cumplió su ciclo y ha dejado de funcionar. Recíclala si quieres, pero a mí, no. Chaucito."
      Por firma dejó la impronta de sus labios cubiertos de rouge. Y, con cierto alivio, se puso entonces a preparar el equipaje.

II

Cuando el taconeo de Mercedes se desvaneció del todo por el pasillo rumbo a la puerta, Lorena abrió sus todavía bellos párpados y se incorporó. Estaba envuelta de pies a cabeza en una especie de espuma sintética, que rajó con las uñas. Con grandes dificultades, se movió entonces en dirección al borde de la cama, bajó las piernas, primero una y luego otra, a continuación las extremidades superiores, primero un brazo, luego otro, y así, a cuatro patas, penosamente avanzó por la moqueta hasta la hoja del espejo del armario entreabierto. Situándose de perfil, llevó uno de sus brazos a la espalda, y allí tanteó, mirándose de reojo, en busca de la tapa de su mecanismo, casi perfectamente disimulada por la piel. Logró al fin palpar su reborde y abrirla para examinar los desperfectos que había causado Mercedes... ¡cuánto odio! Algo en Lorena le había permitido sobrevivir no sólo a este incidente sino a muchos más, incluso peores… Como la vez en que la echaron a un horno para cerámicas, también por celos de la ceramista… La habían recuperado entonces, escaldadísima y casi fundida, pero capaz aún de vivir… Con sus dedos aun ágiles pinzó y unió como pudo un par de hilitos de metal y se sintió algo mejor. Pero tendría que verla un especialista, con urgencia. Se acercó al videoteléfono, unos pasos más allá, y pulsó el botón rojo.
      Luego se tendió nuevamente en la cama, a esperar. Aún vibraban en el aire los pensamientos de aquella humana a quien había servido dos años de su vida fielmente. Cuánto se alegraba de ser una androide y no una mujer, al menos tal como eran ahora. Las había conocido diferentes, sí, pero desde hacía unas décadas todas ellas se iban pareciendo cada vez más, y le resultaba cada vez más difícil entenderlas y convivir con sus caprichos y su irresponsabilidad. Esta misma Mercedes, por ejemplo, (¡enferma de celos, unos celos insoportables, por lo visto!) jamás supo agradecerle lo bien que ella, Lorena, había cumplido su misión. La muy idiota se había imaginado una aventura pasional entre ella, Lorena, y el humano Raúl; las vacaciones en Hawai acicatearon esa imaginación ociosa y calenturienta. La verdad es que si no pasó nada esa vez entre los dos fue porque Lorena no quiso. No le gustaba Raúl lo suficiente como para hacer el amor con él. Aunque amantes humanos sí que los había tenido. Ella no era racista, no le hacía ascos a sus demostraciones de afecto y expansiones sexuales: había sido, por lo general, otro modo de aprender algo más de sus extrañas reacciones.
      Se perdió entre placenteros recuerdos de abrazos de unos y otros, y ya iba a quedarse dormida cuando oyó pasos, voces, y, por fin, los ruidos de herramientas para abrir los cerrojos de la puerta principal.
      Entraron, y enseguida supieron qué hacer.

 III

Yo no estaba cuando todo eso pasó, quiero decir, cuando echaron a Lorena o se fue ella por propia voluntad, ya que tampoco se aclaró esta cuestión. Por medio -me dijeron- hubo alguna enfermedad, casi un susto de muerte. Lo bueno es que los androides no mueren, sino que se reciclan una y otra vez, así que siempre me quedó la esperanza y el deseo de volver a encontrarme con Lorena, aunque ella y mi madre no se llevasen demasiado bien, ya que las dos me querían mucho, cada una a su manera. Fueron celos de mujeres lo que las separó, y que a pesar de lo mucho que superficialmente las diferenciaba, se parecían en eso que a mí más me importaba: su interés por mí. Supongo también que si recuerdo a Lorena con nostalgia aún es porque entonces Raúl y Mercedes, mis padres biológicos, vivían juntos (relativamente) y se amaban (relativamente), buen caldo de cultivo para que una criatura humana, como yo mismo, se desarrollase. Estamos viviendo una revolución, más o menos silenciosa... y el mundo que surja será diferente. Se borran las fronteras entre humanos y androides, cada vez más, esto es imparable. Historias como la de Lorena y mi madre, Mercedes, sonarán raras de aquí a unos pocos años. En cuanto a mí, yo sí he tenido amantes androides, a algunas las recuerdo con cariño y a otras incluso con pasión... pero ésa es otra historia.
      

© 2001 Amparo Arróspide

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía

Amparo Arróspide (seudónimo de Amparo Pérez Gutiérrez; st0180@acett.org), es traductora y poeta hispanoargentina, residente en Madrid. Ha publicado, entre otros títulos, Pañuelos de usar y tirar (1995) y Alucinación en dos actos y algunos poemas (1996), y también cuentos y poemas en diversas revistas impresas y electrónicas. En 1998 obtuvo el Premio Rimbaud de la Fundación de Poetas de Mar del Plata, Argentina (véase La Blinda Rosada en http://altern.org).  Es autora, además, de varios artículos sobre Margaret Atwood, de quien ha traducido al castellano el poemario Morning in the Burned House, aún inédito.

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