barcelona review #17

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Barcelona Review número 17

Reseñas
:
Will Christopher Baer: Bésame Judas
Rodrigo Rey Rosa: La orilla africana 
Henry Miller: Reflexiones sobre la muerte de Mishima

Bésame Judas Mondadori (Barcelona, 1999). Will Christopher Baer. Traducción Jaime Zulaika Goicochea. 269 págs.

Phineas Poe, un expolicía caído en desgracia por su implicación en el suicidio de su esposa, despierta en la bañadera llena de hielo del cuarto de un hotel; la mujer con la que ha pasado la noche se ha marchado, y a Phineas le falta un riñón. A partir de ese momento nuestro héroe se lanza en busca de venganza y de su riñón. Nada mal para el comienzo de una novela que aspira a negra. Admirador declarado de Raymond Chandler y Jim Thompson (cosa que se nota en los excelentes diálogos), esta primera novela de Will Christopher Baer (Mississippi, 1966) es un relato inquietante, que a ratos se empantana en innecesarias circunvalaciones retóricas que tienen un fin estilístico al parecer, pero que sólo consiguen confundir y dejar ir al lector, que es exactamente lo contrario de lo que debe hacer una buena novela negra: mantenerlo bien agarrado. Lo mejor de Bésame Judas está en su ambiente. Denso, en el sentido de turbio; maloliente: de una sordidez atractiva. Baer tiene talento para describir situaciones límite con hiriente plasticidad; sin embargo, se le va la mano en ocasiones y cae en una truculencia que daña la fluidez del texto. Leyéndolo tuve, más de una vez, la sensación de que acumulaba miserias en sus personajes simplemente porque confundía cantidad con calidad. Todo llega a ser tan uniformemente desagradable, que termina dañando la historia: faltan los necesarios contrastes.

Entre lo más logrado de Bésame... está Jude, un personaje femenino que tiene sus fundamentos en la inolvidable Molly Millions de Johnny Mnemonic de William Gibson. Su perturbadora presencia otorga un considerable atractivo a esta novela que no es, por supuesto, nada comparable a El sueño eterno de Raymond Chandler, como dijera un delirante comentarista del libro, pero sí una estimulante promesa para el género. --Juan Abreu


La orilla africana Ed. Seix Barral (Barcelona, 1999). Rodrigo Rey Rosa. 159 págs.

Antes de La orilla africana leí de Rey Rosa algunos relatos de Ningún lugar sagrado (Seix Barral, 1998). Eran textos cortos; con un plácido comienzo en el suburbio de alguna ciudad norteamericana, acababan estrellándose contra finales casi siempre truculentos. De frases escuetas y directas, exudaban un aire satisfactoriamente irrespirable. Eran relatos parcos, sin concesiones, buenos (aún recuerdo uno, en el que alguien hervía o descuartizaba un mono). Y si algo no dejaban prever, era que su autor llegase, un día, a recurrir a una paleta pintoresquista, justo cuando menos debía necesitarla: al trasladar uno de sus buenos argumentos al paisaje norteafricano. La orilla africana desconcierta.

El libro es un relato largo, digamos, dilatado a novela (es por la hábil disposición de sus cincuenta y cinco capítulos, cada uno de una página real de promedio, y la cálida inclusión del denso estudio de [Pere] Gimferrer que las antecede, que el libro logra las 159 páginas). Su estructura narrativa es esa de las dos historias casi independientes, cada uno de cuyos protagonistas principales ignora la existencia de la otra pese a tener acontecimientos en común. Esa ignorancia convierte a las historias en líneas paralelas, pero que ante la mirada del narrador y del lector, se cruzan. Eso es, al fin y al cabo, la literatura, ¿no?; hacer saltar la chispa del sentido golpeando con habilidad dos pedazos de materia que nada saben el uno del otro, ni tampoco de chispas. ¿Salta la chispa en La orilla africana? A mí me parece que sí.

Pero lo desconcertante no es la estrategia narrativa del nuevo libro de Rey Rosa, sino la descriptiva.

Desde que la novela ocurre en Marruecos, es obvio que corría el albur de acabar siendo una de las muchas que tratan, como se dice, de "temas exóticos". Rey Rosa leyó mucho a Borges; lo afirmó en una entrevista reciente. Seguro que conocerá entonces la vieja discusión sobre el "color local", zanjada por Borges con aquel chiste ahora proverbial: en todo el Corán no hay un solo camello. Y no es que en La orilla africana haya camellos; al menos no de carne y hueso. Pero el autor teme al camello borgeano (y calzar a un pastor marroquí con unas Nike’s es su manera de conjurarlos). Y es ese temor el que vuelve a traer, esta vez de contrabando, al camello borgeano. Lo temido vuelve en forma de fantasma.

La siguiente es una lista (incompleta) de esos fantasmas.

De Tánger, se menciona por poco el nombre de cada calle y de cada edificio público por donde pasan los personajes (como si conocer una ciudad fuese nombrar sus calles y edificios). Los occidentales son llamados "nazarenos". Los personajes se arremangan la "gandura". Las colinas son de "color camello" (y aunque no sé si será éste o no un chiste sobre el chiste de Borges, lo cual sería otra forma de fantasma, queda la pregunta sobre el color que tendrán los camellos. Y, sobre todo, esta otra: quienes conviven con ellos ¿no distinguirán –pregunto? a un camello de otro por su distinto color?). El cielo es "un espléndido cielo marroquí" (lo cual no dice nada a quienes no conocen Marruecos, y es tan poco marroquí, como es malagueño "un espléndido día malagueño", o paraguaya una "espléndida noche paraguaya"). Los personajes de La orilla africana parecen no poder entregarse a la vida directa que solían llevar en los cuentos de Ningún lugar sagrado; la gente ahora no hierve leche, sino leche de oveja; no se echa a dormir, ni a dormir sobre pieles; se echa a dormir sobre pieles de carnero; y tampoco se cobija si no es con un jaique de lana; al cuerpo se lo frotan, en fin, con grasa de carnero.

Los personajes tampoco aciertan a sentir cosas simples, como el miedo o la falta de miedo, sin una larga cadena de razones antropológicas. En el ejemplo siguiente, la cadena va desde la osadía inocente de un muchacho ante unas matas de espinos, hasta las costumbres funerarias de "los musulmanes"; (uno de los personajes se interna en un "túnel de vegetación"): "Aunque no existía el riesgo de toparse con un jabalí, Hamsa no tenía miedo, pues aquí no habría ningún djin, ya que todos detestaban las espinas (y por eso los musulmanes protegen a sus muertos dejando que los cardos crezcan sobre sus tumbas)". (Desechemos la duda sobre si será una costumbre de todos los musulmanes, desde los de Nueva York hasta los de Afganistán, el plantar cardos en sus tumbas).

Podría mencionar otros fantasmas del camello borgeano, como son las notas arqueológicas sobre los paisajes de Marruecos, donde se informa sobre las actividades de los romanos en su época (moler aceitunas, salar sardinas, etc.). Pero estos son detalles tontos, y es probable el lector se sume –al terminar de leer la novela? al aplauso que Gimferrer le brinda antes de comenzar. En cuanto a la comparación que propone Gimferrer al final de su estudio, entre La orilla africana por un lado, y los relatos de Raimundo Lulio, Las mil y una noches y Tirant lo Blanc, por otro, me parece interesante.--Daniel Attala


Reflexiones sobre la muerte de Mishima y sobre el caso Maurizius El Taller de Mario Muchnik (Barcelona, 1999). Henry Miller. Trad. Mario Muchnik, 124 págs.

He aquí publicados por vez primera dos ensayos del autor de Trópico de cáncer. Uno, de 1946, trata de una olvidada novela de Jakob Wassermann (1873-1934), El caso Maurizius; el otro, de 1971, del suicidio de Yukio Mishima (1925-1970). Ambos rezuman el influjo de dos guerras cruciales para los Estados Unidos, y buscan, y denuncian, el origen de la violencia en el anhelo ?ético, estético, religioso, político? de pureza.

Tanto en la ficción como en el ensayo Miller tendió a la profecía; enlaza las dos partes de este libro la siguiente visión: el ideal riguroso de pureza conlleva, en el fondo, violencia. Intuye Miller: si quien persigue una armonía inmaculada es consecuente deberá, en algún punto, autorizar el terror (aún contra sí mismo, como Mishima). Dicho de otro modo: quien teniendo a su cuidado un jardín no concede a las flores de algunas malezas derecho a lucirse junto a las principales, un día se preguntará si los crisantemos no serán, al fin y al cabo, también una maleza, y habrá de eliminarlos. "Soy tan culpable como tu, mi querido Mishima, de intentar hacer del mundo un mundo mejor". Pero, agrega Miller, "la práctica de la escritura me enseñó la futilidad de esta pretensión".

Hacia el 68 Mishima, ansioso de llevar a la acción su esteticismo nihilista y exigencia de retorno al Japón Original, crea su Sociedad del Escudo, custodia de la tradición samurai decidida a sacrificarse por el emperador. "Un experimento de pureza", la llamó Mishima, y se infligió seppuku (un tajo en el vientre) y kaishaku (decapitación). Entre el crisantemo y la espada, entre la pluma y la espada, Mishima eligió, luego de escribir doscientos libros, la espada. Desdeñó así, según Miller, la "enseñanza de la escritura". Y lo hizo, agrega, por falta de humor. Escribió sobre ángeles, pero olvidó al payaso, su contrapartida terrenal.

Ignoro si la falta de humor pudo ocasionar el teatral suicidio de Mishima. Y estimo esencial a la hora de juzgarlo la siguiente anécdota: cuando Mishima y su guardia se dirigían a morir, en coche, el escritor improvisó (no sabemos si vocal o manualmente, o de algún otro modo) la música que sonaría si aquello fuese una escena de una película de gángsters. Veo exceso de humor aquí, en todo caso, no falta. (¿Sería excesivo, arbitrario acaso, quien buscara diferencias ?y por tanto parecidos? entre Mishima y nuestro Leopoldo Lugones? El también fue un escritor enormemente prolífico, y quizá sí pudo adolescer de malhumor. Su suicidio no tiene nada de espectacular, sin embargo, pese a que poco tiempo antes de matarse él también proclamó ?escogiendo así entre las letras y las armas? la hora de la espada. Lugones fue un hombre triste, parece. Creo que Mishima no.)

Más importante que la falta de humor es quizá este otro rasgo: la falta de amor materno en Mishima (¿y en Lugones?). Miller lo señala en la vida de ese otro justiciero que es el personaje de El caso Maurizius, Etzel Andergast. También en el ensayo sobre Wasserman surge, clara, la desconfianza de Miller hacia la pureza (la misma descarada desconfianza que nos liberó de adolescentes al leer su primer y mejor Trópico). Dice: "El caso Maurizius, como el de Dreyfus... te llena de tristeza y desesperación no porque haya habido un error judicial sino porque la sociedad misma se revela como una vasta telaraña en la que todos, los buenos y los malos, están atados y se debaten en la impotencia. Todos los miembros inteligentes de la sociedad saben que los códigos legales y morales de sus respectivos países son imperfectos; pero lo que no saben, hasta que llega un ‘caso’ célebre, es que no hay nada que hacer, que todos tenemos las manos atadas. Sólo cuando se perpetra una flagrante injusticia nos damos cuenta de la vacuidad de la palabra cultura. De pronto el edificio entero parece estar podrido –se hacen visibles los gusanos". --Daniel Attala

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