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Aquí estamos en un área de descanso. Ése es el Volkswagen de un tío que se había dedicado a pegarle miles de muñequitos de juguete a su coche con pegamento. Soldaditos de plomo, dinosaurios de plástico, elefantes en miniatura... Nos quedamos allí de pie, mirando el coche y diciendo cuáles eran nuestros favoritos. Más que cualquier otra cosa, parecían la clase de trastos que te regalan en las cajas de cereales. Yo estaba señalando un Chewbacca de la capota cuando el tío salió del bosquecillo, limpiándose la porquería incrustada en los pantalones. Llevaba el pelo greñudo y grasiento, lleno de canas, y aparentaba unos setenta años. Pasó junto a nosotros sin decir una sola palabra. Dio un portazo y empezó a tocar el claxon hasta que entendí el mensaje. El sonido era muy débil, como si hubiese ido de costa a costa con el coche. Lo vimos salir del aparcamiento, y volvió a hacer sonar el claxon cuando una familia que llevaba una cesta de picnic se tropezó con él.
   —A lo mejor no es suyo el coche —dijo mi hermano.
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