The Barcelona Review

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GWYNETH KELLY

El Antiguo Chihuahua

Traducción colectiva dirigida por
Juan Gabriel López Guix
  
      

Cuando nos echaron de nuestra casa bajo el puente, un tipo rechoncho con un chaleco reflectante y un casco me dijo que podía conseguir un sitio en uno de los apartamentos nuevos pero que tendría que dejar el perro. —No tengo ningún perro —dije de forma convincente. 
       El antiguo chihuahua estaba bien acurrucado bajo mi abrigo, con la naricita fría y húmeda contra mi clavícula. 
       —¿Dónde ve usted un perro? —añadí.
       —Señora, sé que tiene un perro —dijo el tiporrechoncho—. En los apartamentos no pueden estar por las pulgas y por algunos incidentes que ha habido con excrementos. 
       —Esta conversación es superflua porque no tengo ningún perro.
       ―Lo que usted quiera ―dijo el tiporrechoncho―, pero si ese perro sigue correteando por ahí sin collar se lo van llevar para ver si está vacunado.
       Me mantuve impasible y me alejé, muy digna pero cargando con la tienda desmantelada, con la mochila, con la pistola de balines para matar ratas, con el colchón hinchable desinflado y con las uñitas del Antiguo Chihuahua arañándome los pliegues de la panza en sus intentos de no caerse.
       Encontré al Antiguo Chihuahua cuando acababa de llegar a este planeta, teletransportado desde el espacio por el rayo de un satélite. Había aterrizado en una mancha de aceite detrás de unos contenedores y no sabía distinguir entre arriba y abajo, señal de lo poco acostumbrado que estaba a la gravedad terrestre.
       Enseguida me di cuenta de que el Antiguo Chihuahua era muy antiguo. Tenía el pelaje plateado y las sedosas arrugas en torno a los ojos mostraban un profundo marchitamiento.
       No sabía por qué había venido el Antiguo Chihuahua a este planeta, pero tenía la sensación de que a lo mejor no había sido del todo por voluntad propia. De que a lo mejor lo habían desterrado. Tenía abrojos enganchados en las tupidas cejas. Era más dado a escabullirse que a pavonearse. Me cuidaba mucho de tener esos pensamientos cuando establecía contacto visual con el Antiguo Chihuahua, por si esas dudas sobre su carácter se me escapaban por las pupilas y se le colaban en el cerebro. A menudo parecía angustiado, y en absoluto que estuviera viviendo una divertida experiencia turística de visita en la Tierra. Cuando se sentía especialmente presa de la lunancolía, levantaba la cabeza y miraba la noche, aullaba, daba vueltas sobre sí mismo, escarbaba la tierra como si cavara su propia tumba. Me identificaba con el Antiguo Chihuahua. Por eso nos llevábamos bien.
       La casa bajo el puente, con el ruido de los coches y el duro suelo de grava, no nos había gustado así que el Antiguo Chihuahua y yo nos alegramos de tener una excusa para mudarnos. Necesitábamos una parcela propia en plena naturaleza, decidí, para que el Antiguo Chihuahua pudiera deambular y tener una vista despejada del cielo y de su anterior casa lunar. Al Antiguo Chihuahua le gustaba oler la brisa fresca, le gustaba escuchar el correr de los arroyos y, por encima de todo, le gustaba comer pescado, así que una isla en el río era una elección obvia.
       Busqué el que sería nuestro siguiente domicilio desde la orilla, donde un sendero subía hasta el borde de los acantilados que se alzaban sobre el agua. En cada hueco entre los árboles había letreros de metal que indicaban cuántas personas se habían ahogado por querer nadar en el río. Su error había sido no contar con la ayuda y la protección del Antiguo Chihuahua.
       Al final di con una isla que parecía adecuada: lo bastante grande, lo bastante segura, y entre dos grupos de cascadas protectoras. Llené la mochila de comida, me amarré al pecho el Antiguo Chihuahua y en mitad de una noche despejada y fresca zarpamos en la balsa de nuestro colchón hinchable.
       La balsa nos deslizó suavemente por la cascada. Apenas notamos las rocas del fondo que desgarraron el plástico e hicieron que el aire saliera a borbotones del colchón. Alcanzamos la isla justo antes de que se desinflara del todo. Pero así funciona el destino, pensé. Se trataba de una señal de que era realmente nuestra isla. Subí al peñasco más alto y clavé en una hendidura unas ramas que tenían unas pocas hojas. Y allí se mantuvieron erguidas, las pequeñas enseñas de nuestra propiedad.
       La primera semana fue perfecta y a lo mejor con eso debería bastar.
       Monté la tienda en un llano sin árboles en el centro de la isla. Al amanecer íbamos hasta la orilla, hasta una playita del tamaño perfecto para que el Antiguo Chihuahua lamiera el agua sin hundirse demasiado ni lastimarse el artrítico cuello. Durante el día trepábamos por las rocas, arreglábamos la zona en la que teníamos la tienda, escuchábamos el chirrido de los insectos.
       Nuestra nueva casa parecía un jardín perfecto lleno de cosas hermosas. No había ratas que matar con la pistola de balines. Las aguas eran cristalinas y de color turquesa, los atardeceres eran de pomelo y al mediodía el calor quedaba suavizado por unas brillantes nubes blancas que atravesaban el cielo.
       Vivíamos de la tierra y la tierra era pescado en lata y alubias de bote y barritas de cereales y galletas y mantequilla de cacahuete y manzanas de mi mochila. Observábamos un castor roer troncos en la orilla. Veíamos la gran Águila Pescadora que se lanzaba en busca de comida sin saber todavía que era nuestra enemiga.
       Por la noche el Antiguo Chihuahua se acurrucaba a mi lado en el saco de dormir, me daba pataditas, soñando que perseguía estrellas fugaces.
       Lo que la gente no entiende cuando habla de nosotros es que el Águila no estaba en nuestra isla. Estaba cerca de nuestra isla. Su gran nido estaba muy por encima del agua, en el tronco muerto de otra isla río arriba. El Águila no es la verdadera víctima en esta situación.
       Al principio, sólo dejaba caer algunas raspas de pescado sobre nuestra isla. Espinas que aún conservaban trocitos de carne, o alguna temblorosa aleta transparente. 
       La primera vez que el Águila dejó caer un cadáver, el Antiguo Chihuahua lo miró como si el infierno se hubiera abierto en el cielo. Dio un respingo en el aire y se habría quedado ahí, flotando de miedo, si yo no lo hubiera calmado.
       El Antiguo Chihuahua nunca había visto un pez vivo. O uno recién muerto. La variedad en lata le encantaba, eso sí. Cuanto más aceitosa y apestosa, mejor; lo volvían loco las sardinas. Antes de ir a la isla había probado el salmón, la trucha, las almejas, las ostras en salmuera, el arenque y la caballa. Las anchoas le parecían un poco demasiado saladas, y después de comerlas se relamía durante horas, mostrando fugazmente los diminutos dientes triangulares.
       Así que cuando empezaron a llover peces del cielo pensé que era algo bueno. Mi intención había sido que, al vivir en la isla, el Antiguo Chihuahua pasase del pescado enlatado al fresco. Tenía sedal y me dedicaba a hacer trampas con ramitas, pero mis habilidades estaban un poco oxidadas y aún no había pescado gran cosa. Al menos el Antiguo Chihuahua tiene algo que picar mientras consigo apañármelas, pensé.
       Cuanto más tiempo pasaba pescando, más gente me veía. Los excursionistas me veían cuando montaba las trampas y saludaban. Algunos piragüistas que pasaban regularmente empezaron a lanzarme bocadillos y golosinas.
       Lo agradecía porque no compartía la afición del Antiguo Chihuahua por los pececillos de río, pero también me ponía nerviosa. Se suponía que nuestra casa era un espacio privado. Había escondido la tienda bajo un entramado de ramas y hojas. Evitaba caminar durante el día por el lado sur de la isla, la parte más expuesta. Evitaba el contacto visual a menos que fuera con una chocolatina voladora mojada.
       El día en que pesqué mi primer pez grande, con relucientes escamas verdes listadas en el costado, crucé la isla corriendo llena de orgullo para enseñárselo al Antiguo Chihuahua. Anochecía y la luz era de un púrpura oscuro. Encontré al Antiguo Chihuahua tumbado cerca del agua, contemplando el cielo. El Águila daba vueltas sobre nosotros y el Antiguo Chihuahua seguía su camino con la mirada. Cada pocos minutos las alas del Águila ocultaban el sol poniente y nos sumían en un eclipse.
       Sacudí el pez delante de la nariz del Antiguo Chihuahua. Lo olisqueó pero no apartó los ojos del Águila, que estaba en ese momento de cara al viento, batiendo lentamente las alas de modo que permanecía suspendida en el mismo lugar. De pronto el Águila se precipitó, y el Antiguo Chihuahua se puso en pie de un brinco y empezó a ladrar frenéticamente. El Águila se lanzó en picado y chocó contra la superficie del río y luego alzó el vuelo y se alejó. Unas brillantes gotas cayeron de sus plumas oscuras. En las garras llevaba un pez mucho más grande que el mío.
       El Águila regresó a su nido y el Antiguo Chihuahua dejó de ladrar. Se alejó unos metros y entonces pareció recordar que yo estaba allí. Se acercó al trote y olisqueó el aire en el lugar donde yo había sacudido el pescado pero yo ya lo había apartado. Me había costado mucho conseguirlo y quería que el Antiguo Chihuahua lo apreciara. Era un trabajo que había querido hacer pero no dejaba de ser trabajo.
       Me alejé furiosa y me puse a encender una hoguera. Mi pescado era un pescado hermoso y lo cocinaría y me lo comería. Le daría la mitad al Antiguo Chihuahua, porque era lo justo, pero por el hecho de estar cocinado sabría que estaba muy enfadada. Él sabía que yo sabía que él lo prefería todo crudo.
       Mientras se hacía el pescado, fui en busca del Antiguo Chihuahua. Me había sentido culpable al poner el pescado en el fuego; no me habría costado nada cortarlo por la mitad y dejar una parte cruda.
       El Antiguo Chihuahua se encontraba en el mismo lugar en el que lo había dejado, sólo que un poco más cerca del agua, todo lo cerca que podía estar sin llegar a mojarse. El Águila estaba en su nido, comiendo. Hincaba el pico en el pez que aún se retorcía y extraía largas tiras rosadas de tripas y carne. Nunca había visto nada peor.
       Cuando estuvimos viviendo en la casa bajo el puente, cuando estuvimos viviendo en el porche de una cabaña del parque, cuando estuvimos viviendo en las calles en ninguna y todas partes, el Antiguo Chihuahua había permanecido conmigo.
       Me despertaba con el hocico por las mañanas si se acercaba gente. Gañía si había perros más grandes o ardillas o ratas y así sabía que tenía que preparar la pistola. Corría sobre las cortas patas para seguir mis zancadas y me daba golpecitos en las espinillas cuando prefería que cargara con él.
       En la ciudad la gente lo miraba a él en vez de mirarme a mí y lo amortiguaba todo, alejaba de mí el peligro y me permitía dedicarme sólo a respirar, a vivir, a dormir y a soñar.
       Pensaba que yo hacía lo mismo por él. Le procuraba comida y le vertía en la boca latas de té de melocotón. Lo mantenía alejado de los callejones en los que había generadores eléctricos zumbantes y frigoríficos averiados, cuyo ruido y olor a freón lo ponían nervioso. Le frotaba la barriga y le rascaba la cabeza. Le pegué con pegamento la oreja que le desgarró un mapache y cuando tenía alguna alergia le daba Benadryl para niños con palitos de queso. Observaba si la luna estaba demasiado cerca o demasiado lejos, demasiado grande o demasiado pequeña, y preveía si El antiguo chihuahua iba a estar contento o triste o enfermo o enfadado.
       No pensaba que el amor pudiera cambiar con tanta facilidad como los lugares en los que dormíamos.
       Me desperté en mitad de la noche y el Antiguo Chihuahua no estaba en el saco de dormir. Tampoco estaba en la tienda. Intenté oír el sonido de un aullido lunancólico pero no oí nada, y me sentí mal, muy mal.
       Salí de la tienda y alcé la vista en busca de aviones y naves espaciales que parpadearan entre las estrellas. Recorrí toda la isla por la orilla, me subí a las rocas, a los troncos muertos y al basural de bolsas de plástico.
       Lo encontré en el mismo lugar en el que había estado tumbado antes, en el extremo más alejado de la isla, lo más cerca posible del nido del Águila. El Águila reposaba erguida en el extremo de la rama de un árbol. Tenía la cabeza vuelta para atrás por encima del hombro. Observaba con ojos amarillos al Antiguo Chihuahua.
       Los dos permanecían inmóviles, concentrados, esperando ambos el inminente movimiento del otro, y sentí esa espera como un hilo invisible que los unía.
       Agité los brazos arriba y abajo para romper el hilo. El Antiguo Chihuahua volvió los ojos hacia mí, pero el hilo no desapareció.
       Empecé a ver la verdad: aquel pájaro iba a intentar llevarse al Antiguo Chihuahua, llevárselo lejos de mí, de la isla, del mundo. Vi que el Águila era peligrosa, y vi que el Antiguo Chihuahua no se daba cuenta. El Antiguo Chihuahua había tenido una vida regalada bajo mi protección. Tenía las patas suaves porque siempre cargaba con él, la barriga regordeta con tantas latas de pescado, y de pronto ahí aparecía una depredadora de magnitud galáctica.
       No creía que el Antiguo Chihuahua fuera lo bastante fuerte para enfrentarse a ella. Tendría que luchar yo por los dos.
       No fue muy fácil planear nuestra huida sin que el Antiguo Chihuahua sospechara nada, pero sabía que teníamos que irnos. Me puse a pensar en cómo repararía el colchón, dando por supuesto que podíamos partir y luego ya veríamos adónde nos llevaba el río. Me imaginé llegando a una playa de arena fina o a lo mejor a una marisma verde y llena de cañas. Me imaginé unos caramelos masticables y unas patatas fritas bien gruesas. Sería como siempre pero mejor.
       Usé partes de la tienda para reparar la balsa, confiando en que río abajo nos aguardarían tiendas mejores. Usé un poco de nuestra cola de contacto de primeros auxilios para sellar los desgarrones.
       Por desgracia, el Antiguo Chihuahua, que había sido curado con ella en el pasado, conservaba sentimientos negativos asociados a su olor. Empezó a desconfiar en cuanto me puse a cortar la tienda y cuando notó el olor de la cola de contacto se puso frenético. Ya le había dicho la otra vez que todo era por su bien, por mucho que le doliera, y lo mismo le volví a decir entonces.
       La luz de la mañana era cenagosa y gris, la clase de luz de las pesadillas. El Antiguo Chihuahua dormía en la tienda medio desgarrada, e intenté no moverme demasiado para no despertarlo. Él siempre sentía cualquier vibración del suelo como si fuera un terremoto. Tendría que haber sido imposible sobresaltarlo, pero lo cierto era que se sobresaltaba siempre.
       Lo levanté envuelto en sus mantas, con delicadeza, acariciándole las orejas con la punta de un dedo para mantenerlo calmado, y me lo até al pecho. Su cabeza asomaba entre dos botones de mi camisa y durante un rato dormitó plácidamente. Su peso y el peso de la mochila eran más o menos el mismo, así que me sentí perfectamente equilibrada.
       El colchón flotó con facilidad en el agua somera de la orilla. Avancé un poco, empujándolo hacia la parte profunda. La fría agua me llegaba a los muslos.
       Di otro paso y de pronto mis pies resbalaron entre las piedras. Me desplomé hacia delante sobre la colchoneta y caí con torpeza de rodillas, y el Antiguo Chihuahua dejó de dormitar plácidamente y se puso a gimotear presa del pánico.
       Tranquilo, le dije, tranquilo. Seguíamos en el remanso junto a la isla, sin vernos lanzados todavía al centro de la corriente. Quería que el Antiguo Chihuahua se calmara de nuevo antes de alejarnos para siempre. No quería que se agitara y nos hiciera volcar. Quería contemplar la isla y quedarme sólo con lo bueno para recordarlo después. 
       Entonces oí el gemido del Águila. Sus alas batían el aire y sentí el viento en la cara. El antiguo chihuahua empezó a retorcerse. Entrecerré los ojos de cara a la creciente luz limón del amanecer y me impulsé con las piernas para lanzar el colchón hacia delante, salir del remanso, alejarme de la isla.
       A lo mejor el Antiguo Chihuahua estaba cansado de la vida. A lo mejor el Antiguo Chihuahuaquería irse a su casa. A lo mejor el Antiguo Chihuahua cambiaba a un ritmo diferente del mío. A lo mejor se sentía confuso y no hacía lo que creía que hacía.
       A lo mejor el Antiguo Chihuahuay el Águila se comunicaban en una frecuencia a la que yo nunca tuve acceso, porque se parecían más entre sí que cualquiera de ellos a mí. 
       A lo mejor el Antiguo Chihuahua estaba enfermo y tenía una ameba en el cerebro, una ameba que había pillado cuando colchoneamos río abajo, una ameba de la que yo era responsable pero que demostraba que en realidad no quería dejarme.
       Justo cuando empezamos a alejarnos rápidamente de la isla, el Antiguo Chihuahua se zafó de mi camisa. Cayó sobre el colchón y luego resbaló o se lanzó al río.
       Desapareció bajo el agua y grité.
       Salté tras él y me alejé del colchón. Me vi atrapada en la corriente, empecé a dar vueltas, y no pude identificar dónde se había hundido el Antiguo Chihuahua, ni dónde estaba yo, ni dónde estaban nuestra isla o nuestra colchoneta. Me impulsé con las piernas contra piedras cubiertas de algas y el fangoso lecho del río. Me agarré a unos palos que sobresalían. Intenté mantener la boca por encima del agua para poder respirar y, mientras echaba hacia atrás la cabeza para que la espuma y las salpicaduras no me dieran en la cara, vi el Águila, cerniéndose de nuevo, observando.
       Busqué al Antiguo Chihuahua pero lo único gris plateado que vi eran rocas o agua. El Águila descendió a toda velocidad, volando justo sobre la superficie del río, como patinando sobre hielo. Intenté salpicarla, agitando los brazos, con miedo a que el Águila hubiera visto al Antiguo Chihuahua, con miedo a que unas garras aceradas lo alzaran y desgarraran en el nido del Águila.
       Sin embargo, el Águila salió del agua con las garras vacías. Se alejó y ni siquiera me miró a los ojos. Dirigí la vista hacia el río, a los rápidos, a las islas desconocidas, a las fangosas cañas y al colchón que casi no alcanzaba a ver. Al Antiguo Chihuahua que no estaba en ninguna parte.
       El Águila era un puntito negro en el cielo junto a la pálida y blanca luna diurna.
       —¡Te lo has llevado! —grité, aunque sabía que no era del todo cierto.
       A lo mejor no habría insistido más si el Águila me hubiera mirado y yo hubiera visto alguna muestra de remordimiento. Pero no me miró. Lo único que vi fue una muerte helada, así que nadé hasta la orilla y me serené.
       Empecé a caminar por el borde del agua, sobre las piedras y los helechos, hasta llegar algo más arriba del nido del Águila. Me dolían los brazos de todos los revolcones que me había dado el agua, me dolían los hombros por culpa de las correas retorcidas de la mochila.
       La pistola de balines seguía en el bolsillo con cremallera de la mochila y no estaba excesivamente mojada, de modo que la saqué y esperé durante horas y horas a lo largo de todo el desagradable y bochornoso mediodía hasta que me pareció que el Águila se dormía y entonces le disparé.
       La gente dice que el Águila estaba enferma, que ya estaba débil, que por eso pude darle en el ala y la cara, que por eso perdió un ojo y casi se ahoga, que por eso tuvieron que rescatarla unos guardas forestales que lo vieron todo gracias a la cámara colocada en los árboles y usada para comprobar si ponía huevos. Salvaron el Águila y la enviaron a rehabilitación y a mí me encontraron y me metieron en la cárcel porque dispararle a un ave de presa es ilegal y yo no tenía domicilio fijo al que enviar la multa. Por desgracia no hay una legislación terrestre que contemple el intento de asesinato por parte de un ave de presa contra un príncipe canino extraterrestre.
       Nadie encontró nunca al Antiguo Chihuahua, o si lo encontraron nadie me lo dijo. De todos modos, no han caído estrellas sobre la tierra para aplastarnos como castigo, así que lo más probable es que el Antiguo Chihuahua fuera teletransportado de vuelta a su casa en el último momento, salvado de las aguas turbulentas y las rocas afiladas, los peces mordedores y las corrientes traicioneras, y que mientras yo estoy aquí en la cárcel el Antiguo Chihuahua está en la cárcel en su planeta natal, cumpliendo condena por destrozarme el corazón.

 

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© 2018: Gwyneth Kelly
© 2021 traducción: Marcela Arias Vega, M.ª Carmen de Bernardo Martínez, María del Carmen González Jiménez, Lorena González de la Torre, Isabel Hurtado de Mendoza Azaola, Carla López Fatur, Daniela Martín Hidalgo, Sara Sánchez Ibáñez y María Sánchez Valero

Ver versión original

 

biografía de la autora:
Gwyneth Kelly es una escritora de Washington, DC. Ganó el premio inaugural UCL Publisher's Prize for Student Writing y fue reportera-investigadora en The New Republic.

 

 

 

 

biografía del traductor:
Traducción coordinada por Juan Gabriel López Guix en el marco de un taller de traducción organizado por el Centro Internacional Antonio Machado en octubre de 2020. El encuentro debía de haberse realizado unos meses antes de modo presencial en Soria, y la pandemia forzó el cambio de modalidad. Sin embargo, el entusiasmo por la traducción venció la dificultad de la dispersión geográfica y se logró completar la traducción del relato al cabo de cuatro sesiones de trabajo. En el taller participaron Marcela Arias Vega, M.ª Carmen de Bernardo Martínez, María del Carmen González Jiménez, Lorena González de la Torre, Isabel Hurtado de Mendoza Azaola, Carla López Fatur, Daniela Martín Hidalgo, Sara Sánchez Ibáñez y María Sánchez Valero. La versión final fue amablemente revisada por Celia Filipetto.

      
      

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