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ESTADOS SEPARADOS
por Steve Lattimore

      Papá solía ir en coche hasta el apartamento de Sombra y pasar allí las noches, pero dejó de hacerlo en cuanto empecé a repartir sus cosas por ahí cada vez que se quedaba fuera la noche entera. Al día siguiente, salía a la calle cargada con los objetos por los que mi padre sentía especial predilección —un puñado de llaves inglesas Quitaipón, el horroroso sombrero negro de cowboy que se ponía para ir de bares— y se los regalaba a cualquiera que tuviese pinta de necesitarlos. Nadie rechazó mi oferta ninguna de las veces. Al cabo de un mes más o menos de semejante práctica, papá vendió mi coche. Como es natural, monté en cólera y papá se quedó en casa todas las noches durante una semana. Luego pasó una noche en casa de Sombra. Vale, bien. Cuando regresó a la mañana siguiente, sus cosas seguían en su sitio; no dije una sola palabra. Luego pasó dos noches fuera. Colgué un cartel en el tablón de anuncios de la ferretería de la esquina:
      «Gratis: bomba de piscina Limpia-Todo por estrenar y reloj de caballero Citizen en...»
      Para cuando papá llegó a casa, la piscina se estaba atascando que daba gusto verla. Me castigó sin salir, pero mi naturaleza generosa me hizo pagarle con la misma moneda...
      Así que se desquitó con el teléfono. Cuando no estaba trabajando, se tumbaba en la cama y se conectaba por fibra óptica al espantajo de su querindonga; pero como no era ningún veterano con las conferencias, no estaba preparado para la factura que llegó después: 1.200 dólares por sólo un mes. Sombra vive en Fresno, no demasiado lejos, pero aun así, era una llamada a larga distancia.
      —No vale la pena pagar 1.200 pavos por un teléfono —dijo papá, y no pagó la factura.
      No es que sea un rácano, ni muchísimo menos; más bien es todo lo contrario: un obseso de las marcas, por mucho dinero que haya que pagar por ellas, pero siempre quiere sacar el máximo provecho de cada dólar: el máximo de caballos de potencia, un acabado lustroso, el mayor número posible de artilugios y líneas de resolución por pulgada. Le gusta ver la expresión en las caras de la gente cuando le echan un segundo vistazo a la favorecedora luz de sus adquisiciones.
      Quiero a mi padre e intento tener paciencia con él, pero cuando cogí el teléfono y vi que no había línea, mis instintos homicidas afloraron a la superficie.
      —¿Tiene tu amiguita un número 906 o qué! —chillé—. ¿Es que no puedes buscarte una mujer que viva a precio de llamada local?
      —¿Y qué querías que hiciera? —gimoteó.
      —¡Que pagase ella la factura!
      —Pero si no tiene donde caerse muerta... —contestó— y yo, en cambio, tengo un trabajo fijo. —A continuación, sin querer, me dio justo donde más me dolía—: Además, de todas formas, a ti nunca te llama nadie.
      Puse en fila su colección de vasos de chupito de todos los Estados y los machaqué con la base de la licuadora delante de sus narices.
      —Si me vuelves a dirigir la palabra —le amenacé—, te pongo un pleito.
      —En ese caso, supongo que a partir de ahora esta casa va a parecer un cementerio.
      En lugar de volver a dar de alta el teléfono, papá decidió traerse a vivir a Sombra con nosotros a Hanford. Me supo mal haber regalado sus cosas, haberle roto sus vasos favoritos —trabaja tan duro, el pobre— así que intenté tomármelo con filosofía y ser positiva.
      —Puedes invertir lo que te ahorres de teléfono en mi próximo coche —dije.
      Entonces conocí a Sombra. Era paliducha y tenía muy mal aspecto, demacrada y más flaca que un palo. Yo no sabía exactamente el significado de la palabra «calandrajo», pero la había oído alguna vez y cuando conocí a Sombra, lo entendí nada más verla. Agarradas a los bolsillos traseros de sus vaqueros había dos criaturas de aspecto piojoso que parecían recién salidas de un lamedal de algas, dos niñas con cara de pocos amigos que no decían ni mu. Nadie había hablado de críos.
      —Esta casa está muy bien —me dijo Sombra—. Eres una chica con suerte.
      Señalando a las dos hijas de Sombra, me dirigí a papá con un tono de voz más bien seco:
      —Que no se les ocurra usar mi cuarto de baño.
      —Tranquila, no lo usarán —contestó—. Y ahora, cállate, anda.
      Sombra se puso a inspeccionar sus nuevas dependencias con gesto más que complacido. Teniendo en cuenta la personalidad de papá, seguramente se esperaba algo parecido a una choza de cartones y hojalata.
      —Bienvenidas a casa —dijo papá. Atrajo a Sombra hacia sí con una sonrisa de oreja a oreja. Ella le dio un pellizco en la barriga y él por poco se mea en los pantalones de gusto. Si hay algo que nunca he sido capaz de soportar de papá es lo agradecido que se siente por apenas unas migajas de cariño. Resulta enternecedor durante una milésima de segundo. Luego te entran ganas de vomitar.
      —No esperes que entretenga a ese par de despojos humanos mientras vosotros dos os lo hacéis — dije.
      —¿Qué forma de hablar es ésa? —preguntó Sombra, no estaba segura de si a mí o a papá, pero lo cierto es que tenía a esa zorra en mi punto de mira. Entonces, los moratones de sus brazos captaron mi atención, las marcas de los pinchazos, y por primera vez en mi vida, me quedé sin habla. Mi cabeza ya estaba haciendo las maletas, escogiendo este top y aquellos pantalones.
      —Sombra —le dije—. ¿Qué tal está tu sistema inmunológico últimamente?
      Papá ya había tenido bastante.
      —¿Por qué no te llevas tu preciosa boquita a tu habitación hasta que puedas comportarte como una persona?
      —¿Qué has querido decir con eso? —preguntó Sombra—. ¿Mi sistema qué?
      Papá empezó a encogerse, dócil y patético, aterrorizado ante la idea de que me hubiese propuesto destrozar su grotesco y abominable conato de idilio, cosa que estaba decidida a hacer.
      —Erin —suplicó—, por favor...
      —Sólo quería saber cómo te encuentras de salud —le expliqué a Sombra—. Pareces cansada.
      Acto seguido, sin venir a cuento, Sombra dijo:
      —Me caí por las escaleras el mes pasado y sufrí una hemorragia interna. Tengo el útero torcido.
      De haber estado en plena posesión de mis facultades, habría vomitado ahí mismo, pero cuando Sombra dijo las palabras «útero torcido», algo también se retorció en mi interior. No es que pueda hacer un razonamiento lógico de lo que me ocurrió, no puedo decir: «Esto me hizo pensar en tal cosa, que me recordó tal otra, que me llevó a tal conclusión». No funciona de esa manera. Simplemente, Sombra dijo aquellas dos palabras, miré a papá y vi a un hombre que me había criado desde que era un bebé, me había querido y había tenido que soportar todas mis mierdas, pero que no tenía ningún derecho genético sobre mí, ninguna relación sanguínea en absoluto. Me di cuenta entonces de que mi verdadero padre vivía en alguna otra parte. Vi la forma del Estado donde vivía en mi mente, la silueta de un dedo que señalaba hacia el cielo, pero no sabía qué nombre tenía. A continuación, como en un flashback, oí la voz de mi madre: «Menos mal que he follado como una enana». Se trataba de una broma con segundas que había dicho cuando yo era pequeña, pero no capté el significado de sus palabras hasta el preciso instante que estoy describiendo. Si alguien cree que no funciona así, se equivoca.
      De repente, papá parecía asustado.
      —¿Qué te pasa? —preguntó— ¿Te encuentras bien? —Yo tenía el pecho tenso y la respiración agitada. Se apartó de Sombra y me abrazó. Supongo que para entonces, ya estaba llorando—. Acabas de tener un Norman desnudo.
      Asentí.
      —He visto el Estado donde vive mi padre— respondí—. No es nuestro Estado. Él no eres tú.
      Papá se separó unos centímetros de mí y me miró directamente a los ojos, algo que no había hecho nunca.
      —Te quiero, cariño —dijo. Parecía realmente asustado.
      —¿Ocurre algo? —preguntó Sombra—. ¿Queréis que me vaya?
      Resulta embarazoso admitirlo, pero justo entonces dejé los brazos de mi padre —de aquel hombre— y cogí a Sombra por los hombros para conducirla hasta él.
      —Quédate —le dije, como si fuera un perro.

 Cuando iba al parvulario, un buen día me levanté, me marché del recreo sin decir ni una palabra y me fui andando sola a casa. El colegio llamó a papá al trabajo y éste vino a casa corriendo, presa del pánico, y me encontró en el suelo de la sala de estar, dormida. «Te di una bofetada —me explicó más adelante —, pero estabas ida.» Mientras dormía, o tal vez en el colegio, vi a mi tío Norman tumbado desnudo en el suelo de su cuarto de baño, inmóvil. Me desperté gritando, y luego me eché a llorar a mares, contándole a papá lo que había visto. Me llevó a casa de mi tío para demostrarme que había sido cosa de mi imaginación —mi «hiperginación» la llamó—, que Norman estaba perfectamente. Pero no lo estaba, sino que estaba muerto. Desnudo en el suelo del cuarto de baño. Le había dado un ataque y se había tragado la lengua. Ya lo había visto morir prácticamente de esa misma forma más de una vez, había visto los dedos de papá en su boca y los dientes del tío Norman hincados en ellos, chorreando sangre.
      Desde aquel día, papá empezó a darme pruebas visibles de que me tenía miedo, y yo empecé a sentir miedo de mí misma.
      Dejé a papá y a Sombra allí, me metí en mi habitación y me dormí enseguida. Era de noche cuando me desperté, y la oscuridad me congelaba por dentro y por fuera. No sabía muy bien dónde estaba. Un cosquilleo, un escalofrío, me recorrió el cuerpo. Luego levanté el auricular del teléfono y escuché el silencio. Estaba en casa.
      Me puse unos vaqueros y un suéter y bajé andando hasta la estación de Beacon para llamar a mi madre. Ella y papá siempre habían estado separados, siempre.
      —¡Zorra de mierda! —le increpé cuando contestó—. Le engañaste. ¿Cómo pudiste hacerlo?
      Mamá bostezó.
      —Si hubieses estado casada con Dodd, sabrías lo fácil que fue.
      Mi madre poseía un don especial para la verdad. Lo empleaba para tranquilizarme, para hacer que olvidase mi ira. Era un truco que —estaba segura— papá habría dado lo que fuese por conocer.
      Mamá me dijo el nombre de mi verdadero padre. Me explicó cómo era, qué era lo que veía de él en mí.
      —Fuego, viento y lluvia, todo a la vez —dijo—. Una catástrofe natural andante, igual que tú. —Luego se quedó callada durante un minuto y añadió—: Pero con él, era sólo una coraza para un corazón roto. Me preocupa que tu coraza seas realmente tú.
      No se disculpó por lo que acababa de decirme sino que, sencillamente, siguió hablando, que es lo que hacía siempre.
      —Tu padre nunca quiso tocarme —me contó—. Lo único que le importaba era nuestra amistad, la forma en que estábamos juntos, charlando y riendo y diciendo la verdad porque yo estaba casada, así que sólo podíamos ser amigos.
      Según me dijo, ella se le ofreció en bandeja en más de una ocasión, pero donde los demás hombres habrían visto la oportunidad, mi padre sólo la veía a ella, y que estaba sufriendo.
      —Las cosas no iban demasiado bien con Dodd —continuó diciendo.
      Le pregunté cómo se había quedado preñada de mí si aquel tipo no la tocaba.
      —Porque soy una mujer —contestó—. Por eso. Cualquier mujer se puede follar a cualquier hombre si realmente quiere. Me encantaba que tu padre no quisiese aprovecharse de mí, pero Dios, también me excitaba.
      —Eres asquerosa —dije—. Si vuelves a dirigirme la palabra... —No me salió nada más.
      —Fue la única vez que me enamoré de verdad —dijo mamá—. Aún le quiero.
      —¿Todavía?
      —Todavía.
      —Sé dónde vive —dije—. Lo he visto en mi cabeza.
      —Vive en algún lugar de Idaho, creo.
      —Idaho.
      —A él le encantaría conocerte, Erin. Él es así. —Ella no sabía qué más decir, ni yo tampoco, así que nos despedimos.

 El colegio fue como una pesadilla al día siguiente. Me dormí, falté a primera y a segunda hora y en clase de hogar, Brenda Arusparger enseñó un dibujo que había hecho en una de las páginas de su cuaderno de una polla enorme con una cara incrustada en ella y mi nombre debajo de la cara. No le di una patada en el culo a la hora del almuerzo: estaba demasiado cansada, demasiado no sé qué. Un par de semanas atrás, me había lanzado una mirada asquerosa mientras estaba haciendo cola para la pizza, así que le aplasté en plena cara un plato de fritos. Era una descastada, un bicho raro y solitario que no tenía ningún derecho a mirarme así. Después de nuestra pelea, se hizo amiga de las hermanas Avis y Mavis Davis, un par de desarrapadas sociales de raza blanca y del tamaño de dos retretes portátiles que se hacían pasar por mexicanas, ni Dios sabe por qué extraña razón. Las hermanas Davis eran malas. En toda la historia de nuestro condado de Kings, nadie les ha plantado cara jamás, ni siquiera los chicos. Ahora, Brenda se vestía como ellas, con largas camisas de cuadros escoceses abotonadas hasta el cuello y pantalones bombachos. Fumaba, llamaba a la gente ése y pinche y se peinaba el flequillo de punta con espray fijador. Parecía el culo de un pavo real.
      En la siguiente clase, «Entender nuestro mundo», el Sr. Unzueta nos habló del pangea, la gigantesca masa continental que hace miles de años contenía los siete continentes actuales. Colocó unos dibujos en el retroproyector que demostraban lo bien que encajaban las formas de todos los continentes, como las piezas de un puzzle. Y era verdad, encajaban: un trozo enorme de tierra rodeado por toda aquella agua. Más adelante, al cabo de mucho tiempo, aquel supercontinente se rompió en dos pedazos: Laurasia y Gondwanaland. Unzueta empezó a explicar algo sobre la deriva de los continentes, pero había una pelea fuera de clase y salió para poner un poco de orden. Supongo que la tierra siguió formándose de aquella manera, con sus trocitos rompiéndose, separándose y yendo a la deriva. Cuando Unzueta volvió a entrar en clase, vimos un vídeo sobre cúpulas geodésicas y me eché a llorar. Me levanté y salí de clase para ir a la enfermería. Le dije a la enfermera que tenía migraña y que sólo una habitación a oscuras podría aliviarme el dolor, así que llamó a papá para que viniera a recogerme.
      Sin embargo, fue Sombra quien vino a buscarme en lugar de papá. Estaba conduciendo su Bronco, cuando ni siquiera yo tenía permiso para conducirlo.
      —¿Ya sabe papá que eres una yonkie? —le pregunté.
      —Yo no me pincho —dijo Sombra.
      —No trates siquiera de venderme el rollo ese de que eres diabética.
      —Antes me pegaba un chute de vez en cuando —siguió diciendo—, pero ya no.
      —¡Oh, Dios mío! ¡Menuda pieza estás hecha! ¿Se puede saber de dónde te ha sacado mi padre?
      —Escucha —dijo Sombra, y detuvo el coche—: tu padre y yo nos gustamos y queremos salir juntos. ¿Vamos a tener que liarnos a hostias tú y yo para tener un poco de paz?
      Me hundí en mi asiento.
      —No, siempre y cuando no te interpongas en mi camino —le contesté.
      Sombra arrancó el coche.
      —¿Por qué eres tan capulla, de todas formas?
      —Tengo mis razones.
      —¿Ah, sí? —Sombra parecía perpleja—. Bueno, pues yo tengo dos pies izquierdos. —A continuación, se hizo un extraño silencio; luego, Sombra se echó a reír y yo también.
      —Willis Dodd no es mi padre —dije.
      —Eso he oído. Tuvisteis un momento muy emotivo tú y él el otro día.
      —Fue algo que dijiste lo que me hizo verlo, cuando hablaste de tu útero torcido, cosa que por cierto, me dio un asco inmenso.
      Hizo un amago de sonrisa.
      —Entonces, esto te va a gustar —dijo—: cuando estoy follando con alguien, tengo que hacer unos pequeño ajustes por culpa de tenerlo torcido, porque los ángulos normales no sirven.
      —Voy a desconectar mi imaginación ahora mismo.
      —Así que eres virgen, ¿eh?
      —Eso no es asunto tuyo.
      —Supongo que no —respondió—, pero no deberías tomarla con todo el mundo por eso.
      —Para y déjame aquí mismo —le ordené, pero Sombra siguió conduciendo. Papá estaba sentado a la mesa y bebiendo whisky cuando llegamos a casa. Parecía taciturno y estaba segura de que no había comido nada en todo el día. Al verme, me dijo:
      —Migraña, ¿eh? ¿Desde cuándo?
      —¿Por qué estás bebiendo en pleno día? —le pregunté.
      —Bueno, supongo que ésta sigue siendo mi casa, ¿no? —contestó—. Supongo que puedo beber en ella si me da la gana. —Se sacó una navaja del bolsillo, la abrió y la dejó encima de la mesa, ante sí. Se desabrochó el botón del puño de la camisa y se la arremangó hasta el codo—. Dejadme solo.
      —Estás haciendo el ridículo —comenté. Sombra me lanzó una mirada recriminatoria.
      —Vas a tratar de encontrarle, ¿verdad? —me preguntó papá—. Me refiero al caraculo de tu padre biológico.
      No dije nada. ¿Para qué?
      —Adelante, vete a buscarlo —dijo papá, y se acercó la navaja a la muñeca—. Dejadme solo. Las dos.
      Dejé que Sombra se ocupara de él. Menuda escenita.

No tengo demasiados amigos. No tengo amigos. El día que levanté el auricular y descubrí que no había línea me disponía a llamar a ese servicio de la telefónica que te vuelve a llamar en cuanto cuelgas. La gente me odia. Empezaron a odiarme ya desde muy pequeñita y crecí como la chica a quien todo el mundo odia, así que opté por hacer lo único que podía hacer: odiarlos a todos yo también. Puede que parezca una idea enfermiza, pero cuando averigüé lo de mi verdadero padre, cuando vi la silueta de Idaho en mi cabeza, lo primero que pensé fue: «¿Allí también me odiará la gente? Hay tantísimos habitantes en California... Es un Estado tan grande para que ser odiado...»
      Cogí la enciclopedia y me eché en la cama con ella. Idaho está entre Ictino e Idalio. Sólo tiene un millón de habitantes. Casi todo son montañas. Allí está el cañón de mayor profundidad de todo el país: casi dos mil cuatrocientos metros por debajo del pico más alto. Antes, la industria principal era la minería, pero ahora es la agricultura. Es un Estado republicano, pero han elegido a un demócrata como gobernador. Está justo a este lado del Continental Divide.

Al día siguiente, cuando llegué a casa después de clase, papá, Sombra y las andrajosas gemelas estaban en la sala de estar viendo La guerra de las galaxias en la pantalla de televisión más gigantesca que había visto en mi vida. Las naves de la Alianza Rebelde pululaban por la pantalla en todas direcciones y los altavoces empotrados en la pared silbaban con el ruido de los rayos láser. Papá sonreía como un crío.
      —Saludos, princesa Erin.
      —Saludos, Darth. ¿Qué es todo este follón?
      —Es nueva —dijo Sombra.
      —Ya.
      —Escucha qué calidad de sonido —exclamó papá—. Y mira eso. —Señaló al aparato de vídeo nuevo—. Te hemos grabado tu serie favorita.
      —Nos hemos figurado que no querrías verla con nosotros —explicó Sombra—, así que hemos puesto la tele y el vídeo viejos en tu habitación.
      —Pues habéis acertado —contesté, pero entonces me apoltroné junto al sofá a los pies de Sombra y me puse a ver la pantalla gigante con todos ellos. Las imágenes crepitaban y el sonido cortaba el aire, como cuchillas de afeitar atravesando el cerebro. Era alucinante.
      Papá lo apagó todo con el mando a distancia y Sombra dijo:
      —Chicas, salid un momento. Los mayores tienen que hablar.
      Las niñas se levantaron sin decir una sola palabra y se fueron. Qué miedo.
      —Sobre ese otro asunto, verás... —empezó a decir papá.
      —Dodd va a ayudarte a encontrar a tu padre biológico —dijo Sombra.
      —Espero que me sigas considerando tu padre a mí también —añadió papá.
      —Conozco a un detective privado —explicó Sombra—. Es muy bueno. ¿Puedo contarle la historia?
      Papá hizo una mueca de disgusto.
      —No quiero oírlo otra vez.
      —No pasó nada —dijo Sombra—. No hicimos nada, sólo salimos un par de veces. —Papá farfulló algo y Sombra siguió hablando. Explicó que había estado trabajando en una compañía de seguros, en reclamaciones. Descubrió la manera de tramitar reclamaciones falsas y hacer que enviasen los cheques a sus amigos. Se salió con la suya sólo dos veces antes de que la pillaran. La compañía contrató a un detective que la grabó en vídeo recibiendo los sobres, cobrando los cheques... todo el tinglado—. Me había puesto una cámara de vídeo en mi propio piso —dijo—. No me lo podía creer. —La pusieron de patitas en la calle pero, por alguna razón, no la denunciaron a la policía. Un par de días más tarde, el detective se presentó en su apartamento y le pidió una cita—. ¡Qué huevos, el tío! —exclamó. Al oír aquello, papá se enfadó, así que Sombra abrevió—: Estoy segura de que él sería capaz de encontrar a tu padre. Para esos tipos es pan comido.
      Dije que me lo pensaría, cosa que no gustó a papá.
      —La oferta no va a estar en pie eternamente.
      Volvió a apretar el botón del mando a distancia y La guerra de las galaxias reapareció en palpitante y ruidoso tecnicolor. Al oír el sonido de la película, las hijas de Sombra entraron de nuevo en la habitación. Los dejé allí delante. Luke Skywalker es un auténtico coñazo.
      Durante las dos semanas siguientes, papá se volvió loco comprando cosas para la casa: un aparato de ejercicios para subir escaleras, otro para escalar montañas, un banco de abdominales y una cinta de atletismo. El patio cubierto se convirtió en un gimnasio casero. Papá le dio una palmadita a la minúscula protuberancia del culo de Sombra.
      —Si hay algún músculo ahí —dijo papá—, lo encontraremos.
      Ella acarició la curva de su barrigota.
      —Pues no vamos a tener ningún problema para encontrar esto.
      Fue una escena casi tierna. Papá parecía feliz. Yo fingí lo mucho que me asqueaba todo aquello, pero por la noche, mientras todos estaban durmiendo, salí de mi habitación y utilicé la máquina de subir escaleras soñando, mientras subía peldaño tras peldaño, con aparecer en Idaho como una persona nueva, flaca y sin coraza.
      Después de hacer ejercicio con las máquinas tan sólo dos veces, papá andaba más tieso que un robot cibernético. Con los ojos llenos de lágrimas, se desplomó sobre el sofá. Todos nos echamos a reír al verlo, y a él también se le escapó la risa.
      —Me duele todo —dijo, así que se compró un jacuzzi. El vendedor le garantizó que el dispositivo de hidromasaje convertiría sus músculos en gelatina. Al cabo de diez minutos papá nos aseguró que, en efecto, así era.
      —Esto es estupendo—dijo.
      Al acabar mi tabla de ejercicios nocturnos, abría la tapa del jacuzzi y me deslizaba en su interior. Diez minutos de aquellos remolinos de agua bendita y dormía como una egipcia.
      Una noche, mientras estaba sumergida en aquella bañera, con el agua palpitando bajo mi cuerpo, abrí los ojos y vi a papá de pie delante de mí, sonriendo con orgullo. Llevaba una toalla en la mano.
      —No sabía que estuvieras aquí —dijo.
      —Sólo la estaba probando —respondí—. Ya he terminado. —Hice ademán de salir de la bañera, pero papá me detuvo.
      —No —dijo—. Quédate; no voy a usarla.
      —No importa —dije.
      —Lo digo en serio —replicó—. Quédate ahí. Siéntate. —Se quedó de pie con los brazos en jarras y una sonrisa de oreja a oreja—. Se está de maravilla, ¿verdad?
      —Sí —contesté—. Está bien.
      —¿Lo ves? No soy tan idiota.
      —Nunca he dicho que fueses idiota.
      —Bueno... —empezó a balancearse—, caben ocho personas, así que supongo que los dos podemos utilizarla a la vez.
      —Sí, supongo que sí.
      Papá colgó su toalla en un gancho y empezó a meterse en la bañera.
      —¿Sabes qué? —dije—. Me está entrando mucho calor. Creo que voy a ir a por algo de beber. ¿Quieres algo? —Negó con la cabeza—. Yo te lo traigo, si quieres —añadí.
      —No te molestes.
      Salí y me envolví rápidamente en una toalla.
      —Vale —dije—. Buenas noches.
      Entré en la casa y vi desde la puerta de cristal cómo papá tapaba la bañera y se sentaba en los escalones de secuoya que había junto a ella. Se quedó mucho tiempo sentado con las manos apoyadas en las rodillas huesudas, mirando hacia la casa.

Después de aquello, guardé las distancias. Estaba a la espera —era consciente— pero no estaba segura de qué era lo que estaba esperando. Prestaba mucha atención a todo cuanto sucedía al otro lado de la puerta de mi dormitorio, las películas que veían juntos en la pantalla gigante y las canciones por las que papá y Sombra brindaban e incluso bailaban. Papá pidió un crédito para comprar una de esas máquinas de discos pasadas de moda, una Wurlitzer con burbujas y luces de neón y la llenó con canciones country tristes y melancólicas para él y psicodélicas reliquias musicales de los setenta para Sombra, Janis Joplin y otros drogatas muertos. Por primera vez en la historia, la casa tenía vida.
      La siguiente vez que utilicé el jacuzzi, Sombra salió de la casa en pelotas y quiso meterse en él conmigo.
      —No es así como se hace —me dijo mientras soltaba la tira de la parte de arriba de mi bañador. Se sumergió en la bañera y se despatarró como una araña, apoyando con cuidado una de sus piernas en mi regazo—. Deja que se te meta por todas partes—añadió. Entonces, se puso a gemir como un animal y me aparté de ella. Se echó hacia atrás, con los ojos cerrados, sorbiendo agua y escupiéndola—. No le gustas a nadie —dijo—, no sales nunca y tampoco viene a verte ningún chico. ¿Qué te pasa? —Puse en marcha las burbujas de aire y el aparato empezó a emitir fuertes zumbidos. Sombra alzó la voz para que la oyese a pesar del ruido—. No eres fea.
      —Pues no puedo decir lo mismo de ti —dije, más que nada para mis adentros.
      Se incorporó y desconectó el aparato. El burbujeo empezó a disminuir lentamente.
      —Tienes que afrontarlo—dijo—: eres una insociable.
      —¿Y qué quieres que haga? —pregunté.
      —¿Quieres mi opinión? Yo que tú, escogería a alguno de los chavales de tu clase, alguien que te guste pero no demasiado, y me esforzaría al máximo por volverle loco. No pierdas nunca el control de la situación ni te detengas hasta que esté completamente loco por tus huesos, y hazme caso: a esa edad, lo estará. Luego, pasa de él. Correrá el rumor y tendrás tantos amigos y tantos ligues que no sabrás qué hacer con ellos.
      —¿Qué eres? ¿Una máquina de follar o algo así?
      —No —respondió—, pero lo tuyo es un caso extremo. Yo me tiraría a alguien. Sólo que no debes enamorarte. Cuando te enamoras, pierdes el culo por el tipo y se convierte en tu dueño. ¿Una virgen enamorada? No le desearía eso a nadie.
      —De todos modos, tampoco hay nadie por aquí de quien pueda enamorarme —señalé—. La gente de aquí es escoria.
      Sombra salió de la bañera y empezó a secarse con la toalla hasta que su cuerpo adquirió un tono rosa bajo la luz de la luna.
      —No, no lo es.

Ricky Machado no era un gilipollas total. Iba conmigo a clase de hogar. Sabía batir las claras a punto de nieve con algo de estilo: flexionando la mandíbula porque sabía que eso le daba un aire interesante. Hasta el día en que lo atropelló un coche mientras iba en su monopatín, era un chico medianamente popular. Después, le escayolaron la pierna hasta la altura del muslo y de repente, empezaron a salirle admiradoras de debajo de las piedras. Llevaba la escayola llena de firmas de colores y dibujos de monigotes, como suele ocurrir en estos casos. Según la lógica de Sombra, aquél podía ser un buen candidato: yo no podía enamorarme de verdad de alguien que saludaba a la gente con el signo de la paz de Vulcano.
      En clase de hogar, se suponía que teníamos que hacer jerseys de cuello en pico, pero creo que Ricky estaba haciendo una cometa. Me paré junto a su pupitre y me miró con la boca llena de alfileres y los ojos abiertos como platos, como si lo acabasen de trincar en una redada. Su material estaba compuesto por calaveras y huesos en cruz sobre una tela negra. Le pregunté si podía firmarle la escayola.
      Puso cara de perplejidad.
      —¿Y qué me vas a escribir?
      —No sé. Mi número de teléfono, tal vez. —Me acordé entonces de que ya no tenía teléfono, pero no me desanimé por eso—. Ya se me ocurrirá algo.
      —Vale —sonrió—. Adelante. —Sacó un montón de rotuladores de su mochila—. Escoge un color —dijo.
      Elegí el rojo. Ricky sacó la pierna de debajo del pupitre y me arrodillé. El único hueco libre que quedaba estaba en la parte interna del muslo, así que tuve que agacharme un poco más. Cuando estaba alisando la escayola con la otra mano, Brenda Arnsparger empezó a gritar:
      —¡Mirad! ¡Se la está chupando!
      Ricky me cogió la parte posterior de la cabeza y me atrajo hacia sí. Conseguí zafarme y me caí de espaldas en el pasillo. En ese momento sonó el timbre para el almuerzo y la gente empezó a salir en tropel pasando por mi lado.

 Papá y Sombra fueron en coche a Fresno al día siguiente para ver al detective. La casa estaba a oscuras cuando regresaron y sólo se veía la luz procedente de la pantalla del televisor. Las niñas estaban tiradas en el suelo como de costumbre y yo estaba tumbada en el sofá nuevo como si fuese un cadáver. Sombra me ignoró y se sentó en el suelo con sus hijas, quienes entrelazaron sus brazos y piernas con los de su madre, imagen que me recordó un nido gigante. Era bonito ver lo bien que encajaban unas con otras, cómo las niñas se dirigían directamente a Sombra sin pensarlo siquiera, y cómo ésta las aceptaba y las acogía como si todas formasen parte de un mismo cuerpo. Papá, por su parte, se fue a su habitación sin decir una palabra. Pese al ruido del televisor, oí cómo se cerraba su puerta al fondo del oscuro pasillo.

Pasaron los días. No me molesté en ir al colegio y papá no dijo nada. Empezó a trabajar turnos dobles, no sé si para mantenerse alejado de mí o para pagar todos sus caprichos. Sombra y las niñas se habían hecho con el control de la casa, ponían la tele y la máquina de discos a todo volumen y chapoteaban en el jacuzzi como si fuera una piscina olímpica. Yo me quedaba en mi habitación.
      Idaho alcanzó la categoría de Estado en 1890, el número cuarenta y tres. Su otro nombre era el Estado Gema, su pájaro el azulejo y su flor la jeringuilla, sea cual sea esa flor. Su árbol, según descubrí, era el pino occidental y la canción: «Aquí está Idaho».
      Los Nez Percé eran la tribu india más importante de Idaho, famosos por las multitudinarias manadas de caballos appaloosa. Su cabecilla era el Jefe Joseph, un valeroso y astuto combatiente que derrotó a las poderosas tropas federales con un pequeño grupo de guerreros. Sin embargo, el gobierno siguió interesándose por la tierra de los Nez Percé, así que fue arrinconando a la tribu poco a poco hacia las regiones desérticas del sur del Estado. Unos cuantos guerreros jóvenes se rebelaron matando a varios colonos y el ejército se ensañó con la tribu entera. El Jefe Joseph reunió a toda su gente y emprendió la huida hacia Canadá para escapar de los soldados. Consiguieron zafarse de las tropas durante casi dos mil quinientos kilómetros, pero al final los cazaron cuando apenas les faltaban cincuenta kilómetros para llegar a la frontera y a la libertad. «No lucharé nunca más», dijo el Jefe Joseph. Metieron a los Nez Percé en una reserva inhóspita y árida, pero el Jefe mantuvo su promesa.

Cuando llegó la carta del detective de Sombra, papá se puso rojo como la grana al leerla.
      —¿Qué dice? —le pregunté. Papá no contestó, así que se la arrebaté de las manos.

«Sr. Dodd:
      Me han devuelto su cheque. No me gusta nada trabajar por amor al arte. En cualquier caso, tengo toda la información que necesita, pero va a tener que traerme el dinero en metálico a mi oficina si quiere que se la dé. Ha sido un trabajo fácil y, como puede ver por la factura adjunta, no demasiado caro, cosa que hace que todo esto resulte aún más molesto. ¿Por qué no se pone usted un teléfono?»

      —¿Tienes el dinero? —le pregunté.
      Papá negó con la cabeza.
      —No me pagan hasta la semana que viene.
      —Idaho tiene un millón de habitantes —le informé—. También se le llama el Estado Gema. El pájaro es el águila ratera.
      —Puedo sacar dinero en efectivo con mi tarjeta de crédito —dijo papá.
      —Hacen experimentos con armas nucleares con los indios de allí. Y con enfermedades: la peste bubónica, la peste negra... Y también los cazan por diversión; pero los indios siguen con la sonrisa puesta. Son un pueblo orgulloso.
      —Siento haber sido tan mal padre.
      —No has sido tan malo —le contesté—. Es sólo que odio mi vida.
      —Está bien —dijo papá con los ojos empañados por las lágrimas—. Iré.
      Me fui a mi habitación. Al cabo de unos minutos, Sombra llamó a la puerta y entró.
      —Deberías acompañarle —dijo—. De verdad.
      —¿Tú también vendrás?
      Se encaramó a la cama y me recogió el pelo por detrás, se sacó una goma del bolsillo y empezó a darle vueltas y más vueltas hasta hacerme una cola de caballo muy prieta, como la de una chiquilla.
      —Deberías ir vosotros dos solos —respondió—, ¿no crees?
      —Sí —dije entonces—. La verdad es que es un buen hombre.
      —Es un sol —añadió ella. Se echó a reír con una risa seca, y su sonrisa permaneció unos segundos de más en sus mejillas.
      —¿Le quieres? —le pregunté.
      —Amiga mía —dijo—, conoce todos mis ángulos.

Pero resultó que papá no conocía los ángulos de Sombra en absoluto. Cuando regresamos a casa de Fresno —yo agarrada al sobre blanco y reluciente de la vida de mi verdadero padre— nos habían vaciado la casa y Sombra y las niñas se habían ido. Papá y yo fuimos en silencio de habitación en habitación, deteniéndonos en las marcas del suelo como si éstas fueran cicatrices frescas en la moqueta. No habían dejado nada. Nada en absoluto. Todas las habitaciones estaban vacías salvo por algunas piezas de ropa desperdigadas aquí y allá. Qué grande parecía ahora nuestra pequeña casa...
      Me senté en el suelo de la sala de estar, donde antes había estado la pantalla gigante, y me eché a llorar. Papá volvió a pasearse por las habitaciones en busca —estaba segura— de alguna nota. Cuando perdió las esperanzas de encontrarla, se sentó a mi lado contra la pared.
      —Supongo que esto es lo que hay —dijo.
      —Deberíamos llamar a la policía.
      Asintió e hizo bocina con las manos:
      —¡Policía! —gritó— ¡Cabrones hijos de puta! —Se quedó sentado en silencio durante un rato, trazando con los dedos los contornos de los muebles sobre la moqueta con aire ausente—. Es mi sino: no poder aferrarme a las cosas.
      —La voy a echar de menos —dije.
      Papá se echó a reír.
      —Una hija de puta loca detrás de otra. Supongo que ése es el lote que me ha tocado en la vida.
      —¿Eso me incluye a mí? —le pregunté.
      Papá me puso las llaves de su Bronco en la mano y me la cerró con fuerza. Su última posesión.
      —Hoy, sí —dijo—. Mañana, no tengo ni idea.
      Conduje hasta la estación de Beacon, metí un montón de monedas en la ranura del teléfono y marqué el número de la casa de mi padre en Sand Point, Idaho, un prefijo extraño al tacto. Contestaron inmediatamente.
      ¿Os habéis oído alguna vez en una cinta grabada, esa voz que sois pero no sois vosotros? Pues ésa fue la voz que oí. Casi era yo, pero no del todo. La chica se puso a reír al otro lado del teléfono.
      —¿Diga? —Se oía música de fondo, el murmullo de una fiesta convirtiéndose en un auténtico barullo.
      —Hola —dije—. Llamaba para hablar con...
      —¿Diga?
      —Hola. Llamaba...
      —¡Papá! —llamó la chica a voz en grito para que la oyeran pese al ruido—. El teléfono vuelve a hacer eso otra vez. —A lo lejos, un objeto de cristal se hizo añicos y le siguió un eco de carcajadas—. ¿Estás ahí? —preguntó la chica—. Si estás ahí, no te oigo.
      —Me parece que soy tu hermana —dije.
      —No sé quién eres, pero creo que vas a tener que venir. No te preocupes, la fiesta durará hasta tarde.
      —Tal vez algún día nos conoceremos.
      —No traigas nada. Tenemos comida y bebida de sobras.
      —Ahora tengo que irme —dije—. Adiós.
      —Lo siento, pero no te oigo. Si eres Tim, ¿se puede saber dónde estás? —Colgó el aparato.
      Metí la última moneda que me quedaba en el teléfono y marqué mi número. También era un número extraño, casi olvidado. Entonces me salió el mensaje pregrabado: «Actualmente no existe ninguna línea en servicio con esta numeración». Para bien o para mal, supe que esta vez estaba llamando a casa.

© 1997  Steve Lattimore                                              inglés original
Traducido del inglés por Ana Alcaina  
    
"Estados Separados" (Separate States) apareció en la recopilación de narrativa breve Circumnavigation publicada por Houghton Mifflin,  1997. 

"Estados Separados" (Separate States) es una publicación de The Barcelona Review con el permiso del Houghton Mifflin. Reservados todos los derechos.

Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso.

Steve Lattimore

      Steve Lattimore se ha graduado por el Writer's Workshop de Iowa y antiguo miembro Stegner en la Universidad de Stanford. Su obra literaria ha visto la luz en las revistas Mississippi Review, American Short Fiction y American Fiction. "Separate States" forma parte de su colección de narrativa breve Circumnavigation, 1997. Actualmente es profesor visitante de la Universidad John Carroll de Cleveland.

foto:© Linda A. Cicero


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