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De regraso a casa
por Javier González


      Seis meses después del accidente que dejó ciego a su hermano, Alejandro recibe en el despacho una llamada telefónica. No puede decir que no la esperaba, aunque la teme. Lleva seis meses preocupado porque eso ocurra y, cuando reconoce al otro lado de la línea la voz apagada de su hermano, no consigue evitar que la suya suene esquiva y desconfiada.
      -¿Max, eres tú? pregunta.
      -Sí, soy yo. Necesito verte, es importante. Te espero esta tarde en mi apartamento.
      Sin añadir una palabra más, su hermano da por terminada la conversación. A Alejandro le cuesta concentrarse de nuevo en el trabajo, por lo que telefonea a casa y habla con Patricia, su mujer.
      -Tengo noticias de Max - dice.
      -¿Le has llamado?
      -No, ha sido él. ¿Cómo está?
      -No me ha dado tiempo a preguntárselo. Quiere que vaya esta tarde a su apartamento.
      -Ya era hora de que abandonara ese extraño aislamiento - dice Patricia -  Parece que ha decidido recobrar la cordura.
      Durante algunos segundos se mantiene un incómodo silencio entre ellos.
      -Tenías que haberle llamado tú -continúa por fin Patricia-. Quizá le resulte difícil pedir ayuda.
      -Pasaré por su casa a la salida del trabajo. No sé cuando llegaré.
      No te preocupes. Quédate con él todo el tiempo que sea necesario. Te esperaré leyendo en la cama.
      Alejandro hace una pausa para comer y después prosigue su jornada habitual de trabajo, sin dejar de pensar en su hermano. Echa un vistazo a los asuntos pendientes, pone su firma en alguno de los documentos que permanecen sobre la mesa y, por último, comunica a su secretaria que tiene que salir por un asunto urgente.

     Alejandro decide ir andando hasta la casa de su hermano. Max vive en un pequeño apartamento en el centro de la ciudad, comprado con el dinero de la indemnización que le pagó la compañía aseguradora del vehículo que le atropelló. Un buen pellizco tras un acuerdo rápido que satisfacía a las dos partes. La decisión del traslado fue únicamente suya y la tomó sin consultar. A sus padres y a Alejandro les sorprendió la firmeza de Max. Una elección que no admitía dudas. Quería vivir solo. No tenía necesidad de nadie a su lado, podía arreglárselas sin tener que oler la compasión a cada paso, dijo. Alejandro, aunque desconcertado, sintió un tremendo alivio ante aquella decisión. Nunca se ha llevado bien con su hermano. Es seis años mayor que Max y esa diferencia de edad ha significado una brecha importante que, sin embargo, no termina de explicar por sí misma el abismo que desde siempre ha existido entre ellos.
      Alejandro sabe que él y Max no tienen prácticamente nada en común. Y aunque durante algunos años han compartido casa y alimento en el piso de sus padres, jamás la confidencia, la complicidad o la simple camaradería se ha instalado entre ellos. Han sido vecinos, pero también habitantes de dos territorios morales dispares. Alejandro se reconoce formal, serio, fiable, digno de confianza, sólo ha tenido una novia, con la que se casó, ha formado un matrimonio sólido y ocupa un puesto de dirección en una empresa solvente y con futuro. Lo suficiente para convertirse, sin haber llegado a cumplir los cuarenta, en punto de referencia y modelo para toda su clásica y conservadora familia. Max, por el contrario, es díscolo, rebelde, irresponsable, voluble y caprichoso, con una exagerada debilidad por el sexo opuesto que, hasta el accidente, siempre fue correspondida, y con un trabajo como profesor de educación física en un colegio que le había permitido disponer de un buen número de horas libres para su ocio.
      Alejandro no ve a su hermano desde que se trasladó al apartamento. Sus padres le dicen que Max está bien y no necesita más. Le asusta la posibilidad de ser forzado por las circunstancias a una relación artificial que ninguno de los dos ha buscado nunca. Y siente, por ello, una oscura amenaza que le mantiene preocupado.

       El apartamento de Max forma parte de un edificio recientemente reformado. Alejandro asciende un par de tramos de escalera y toca el timbre que corresponde al número cuatro. No oye ningún ruido en el interior hasta que le sobresalta la voz de su hermano junto a la puerta.
      -¿Quién es? -pregunta.
      -Soy yo, Alejandro.
      Escucha el estrépito de un par de cerrojos al descorrerse y luego aparece la figura de Max. Está igual que siempre, sólo que unas gafas oscuras cubren sus ojos. Lleva un pañuelo de colores anudado sobre el cuello. Y resulta tan atractivo, piensa Alejandro, que si le colocaran una guitarra entre las manos podría pasar por una estrella de rock. Max le tiende una mano, sin dudar, y Alejandro la estrecha.
      -Adelante -dice Max.
      Alejandro sigue a su hermano hasta un salón pequeño, con una minúscula barra de bar a un lado tras la que alcanza a ver un fregadero, un frigorífico y algunos muebles de cocina. Toma asiento en el sofá, próximo a una pared con estanterías.
      -¿Quieres una cerveza? -le pregunta Max. Alejandro parece dudar.
      -Yo voy a tomar una -le anima Max.
      -Entonces otra para mí. ¿Te puedo ayudar?
      -No es necesario.
      Alejandro observa como Max camina hasta la barra, la toca con una mano y la sortea. Abre el frigorífico y saca dos botes de cerveza. De un mueble cercano alcanza dos vasos. Lo pone todo en una bandeja y lo acerca hasta una mesa cuadrada junto al sofá. Tira de la anilla de los botes y sirve parte del contenido en los vasos.
      -Es magnífico -dice Alejandro.
      -¿Qué es magnífico? -pregunta Max ¿Que me pueda mover por mi apartamento sin la ayuda de un bastón y un perro lazarillo que me guíe o que pase la prueba del camarero ciego?
      Alejandro sonríe y se recrimina con todas sus fuerzas por estar allí.
      -Es una broma, hermanito. Lo cierto es que me he adaptado muy bien a mi nueva situación.
      La explicación no tranquiliza a Alejandro. Su hermano se ha convertido en una máscara indescifrable tras aquellas gafas oscuras. Quizá las arrugas junto a sus ojos significan que está riéndose para suavizar la respuesta anterior, pero él no puede saberlo y eso le hace sentirse desprotegido y todavía más incómodo.
      -¿Por qué querías verme? -pregunta.
      Max toma su vaso y apura la cerveza de un trago. Después se sirve el resto del contenido de la lata antes de hablar.
      -Iré directamente al grano. Sin rodeos. ¿Puedes abrir la puerta que tienes a tu lado y mirar en su interior?
      La parte inferior de la pared de estanterías esta ocupada por un mueble con cajones y una puerta con tirador que se encuentra cercana al sofá. Alejandro se desplaza hacia un lado y la abre. Dentro hay un montón de revistas desordenadas. Coge algunas. Son pornográficas. Extranjeras casi todas. Mujeres con unas pechos enormes, orgías en grupo, blancas con negros y negras con blancos, orientales sumisas, una mujer insaciable que se lo hace con veinte a la vez.
      -¿Esto qué significa? -pregunta a su hermano, sin atreverse a encararlo.
      -Ese es mi pasado -dice Max-. Puedo vivir sin otras cosas, pero no sin sexo.
      No es difícil de entender, las chicas nunca te han faltado -intenta razonar Alejandro-. Es normal que notes su ausencia ahora, sin embargo tú eres fuerte y puedes afrontarlo. Además, nunca hay que perder la esperanza de poder iniciar una nueva relación con alguien.
      -No voy por ahí, no se trata de tener una mujer cerca. Es el sexo lo que echo de menos y para eso no es absolutamente necesario una mujer.
      Alejandro se vuelve hacia Max, esforzándose por desvelar el significado de sus palabras.
      -¿Qué quieres decir? -pregunta.
      -Nunca he tenido bastante -comienza a explicar con lentitud Max-. Siempre deseaba más. Necesitaba cambiar de mujer constantemente para que el deseo no se apagase con la repetición. Pero no siempre tenía ganas de salir a buscar, de hacer la comedia de ligar, yo no pretendía ser un donjuán, no quería conquistar, sólo buscaba placer, un placer fácil y rápido. Simplemente. Y cuando eso ocurría las revistas eran el sucedáneo perfecto, puedes llegar a pasarlo muy bien.
      Alejandro se siente abrumado. No esperaba una confesión de ese estilo por parte de su hermano. Lo que le cuenta le parece tan alejado de él como si un aborigen australiano le hablara sobre su rito de iniciación.
      -No puedo vivir sin ello prosigue Max-. Cuando era pequeño pasaba mucho miedo por la noche, en la oscuridad de la habitación. Quería dormirme en seguida y esa ansiedad me mantenía despierto. Sin embargo, si me tocaba, el miedo desaparecía y con él llegaba el sueño. Desde entonces necesito ese placer para vivir, para seguir adelante. Mi imaginación, que me ha sostenido durante estos meses, ha terminado por agotarse. Es como una batería que hace falta recargar.
      Max da por terminada la confesión, bebe otro trago de cerveza y vuelve la cara con las gafas negras hacia su hermano, como si esperara algo de él. Pero Alejandro sólo quiere salir cuanto antes de allí para refugiarse en su vida ordenada y olvidar pronto que tiene un hermano ciego, adicto al sexo porque no ha encontrado otra forma de dar sentido a su existencia.
      -¿Y qué tengo yo que ver en todo esto? -pregunta, pensando que puede llevar la conversación a su fin.
      -Necesito que me salves la vida -dice Max-. Quiero que te conviertas en mi lazarillo. No tengo ojos, pero todavía puedo oír.
      -No te entiendo.
      -No es nada complicado, pretendo que me lleves a un sex shop y me cuentes lo que veas.
      -No puedes pedirme una cosa así.
      ¿Por qué no? Eres mi hermano.
      -Pídeselo a un amigo.
      -Ya no tengo amigos.
      -No me hagas esto.
      -Es lo primero que te pido en mi vida y si no fuera tan importante para mí jamás lo hubiera hecho. Sólo me quedas tú, no me falles.

     Alejandro apura su cerveza de una vez. Piensa que puede levantarse sigilosamente y desaparecer por la puerta sin ningún problema. Max no se lo va a ir a contar a nadie. Que se guarde sus asquerosas revistas y su imaginación agotada como recuerdo de la vida que nunca debería haber llevado. Él está limpio y no tiene que dar ninguna explicación. Nadie puede forzarle a hacer algo que no quiere.
      -Si no me ayudas lo tendrás en tu conciencia para siempre -dice Max.

      Una vez por semana Alejandro comienza a acompañar a Max a un sex shop. Se trata de un local enorme con varios niveles. Forman una pareja curiosa que, incluso en un lugar donde todos se ignoran, pocos son los que no se detienen a mirarlos. Alejandro camina observándolo todo, atento y precavido, como un guía que tiene una misión por cumplir. Max va a su lado, con sus gafas oscuras y un bastón, y se apoya en su brazo para seguirle. Alejandro se dirige a uno de los encargados para explicarle que va a entrar en una cabina junto con su hermano ciego. El empleado le escucha con atención y le responde que está acostumbrado a todo, que hagan lo que quieran mientras echen las monedas correspondientes para ver las películas o el striptease.
      Max se inclina por el espectáculo en vivo y entran en una de las cabinas. Es un lugar oscuro y estrecho que tiene una ventanilla en forma de ojo de buey a la altura de la cara, con una persiana que se levanta al introducir una moneda en una ranura y que a los pocos segundos vuelve a bajarse, lo que obliga a seguir depositando monedas mientras se está interesado. Alejandro, que ya estaba advertido por Max de su funcionamiento, ha venido con los bolsillos cargados de ellas.
      Cuando sube la persiana, Max se coloca frente al cristal y detrás, observando por encima de su hombro, permanece Alejandro. El escenario, donde una mujer se contornea, está tapizado de telas rojas y es circular. Desde su observatorio, Alejandro puede ver otras caras en otras ventanillas de ojo de buey que también contemplan el espectáculo. La situación le parece graciosa, pero Max no le permite relajarse.
      -Cuéntame lo que hace la mujer -dice.
      Alejandro toma aire y carraspea antes de hablar.
      -Una mujer se está desprendiendo de un sujetador rojo -dice con suavidad.
      -¿Cómo una mujer? ¿Qué edad tiene? ¿Es rubia o morena? ¿Lleva el pelo largo o corto? ¿Cuál es el color de su piel? Por favor, concéntrate en lo que ves.
      -Perdona -se disculpa Alejandro-, me cuesta un poco situarme.
      -No te entretengas, al grano - le apremia Max.
      -Es una mujer joven, de unos 25 años, rubia y con el pelo largo. Tiene un bronceado perfecto.
      -Eso está mejor, sigue.
      -Espera -dice Alejandro - voy a echar otra moneda.
      -Dámelas a mí- dice Max-. Soy capaz de oír el inicio del descenso de la ventanilla mucho antes que tú.

      Alejandro le pone unas cuantas monedas en la mano derecha y Max la sitúa junto a la ranura.
      -¿Y ahora qué hace? pregunta Max.
      -Se acaricia los senos con las manos.
      -¿Tiene unas buenas tetas?
      -Sí-vacila Alejandro-, creo que no están mal.
      -¿Se toca los pezones?
      -No lo sé, está bajando la ventanilla.
      -Yo no oigo ningún ruido.
      -Pero va a bajar en seguida.
      -No te preocupes por eso y dime si se toca los pezones - le grita Max.
      -Sí, se los toca.
      -¿Y cómo son?
      -Como todos.
      -No. Todos son distintos.
      Apenas se ha escuchado un leve ruido que anuncia el descenso de la ventanilla, cuando Max introduce otra moneda.
      -No hay dos pezones iguales -dice Max con autoridad-. Ni siquiera, a veces, en la misma mujer. ¿Entiendes? Eso es lo que quiero oír.
      -Ahora se lleva el dedo índice de la mano derecha a la boca -continúa Alejandro- como si no hubiera escuchado nada-. Se lo ha metido en ella y creo que lo está chupando. Ahora se lo saca. Espera, se lo ha vuelto a meter.
      -Esto se anima -dice Max.
      -Se está acostando en el suelo y se ha desprendido de la prenda que le quedaba con la otra mano.
      -¿Se ha quitado las bragas?
      -Sí.
      -¿De qué color son?
      -También rojas.
      -Excitante. ¿Tiene unas piernas bonitas?
      -Preciosas.
      -Detalles, dame detalles -le insiste Max . Los detalles lo son todo.
      -Está separando las piernas.
      -¿Está depilada?
      -Sí, creo que si.
      -¿Cómo que crees? Tiene pelos o no.
      -¿Dónde?
      -En el coño, Alejandro. ¿tiene pelos en el coño o no?
      -No -chilla Alejandro.
      -Me gusta, me gusta. ¿Qué hace ahora?
      -Se ha sacado el dedo de la boca y se lo ha llevado ahí.
      -Me vas a volver loco, Alejandro -grita Max-. ¿Dónde ha puesto el dedo?
      -Donde has dicho antes.
      -No me tortures, por favor. Dime dónde.
      -En el coño, lo tiene en el coño y se lo está metiendo dentro y se estremece de placer o lo que sea.
      Max introduce otra moneda.
      -Y ahora -continúa Alejandro con ansiedad-, se abre el coño con los dedos de la otra mano y se acaricia alrededor con el dedo humedecido, los labios carnosos de color carmesí, el clítoris, todo su sexo, una y otra vez, y se mueve desafiante como diciendo aquí estoy, cómeme, fóllame.
      Alejandro se calla y se deja caer sobre la pared de la cabina, mientras Max con una de sus manos todavía en el interior del pantalón, se agita en silencio.

      Otros días, Max elige una cabina de vídeo en la que por medio de un mando a distancia pueden ir pasando por los noventa y nueve canales de un televisor que ofrece películas con todo tipo de perversiones sexuales. Max toma asiento en un sillón de plástico negro y Alejandro, de pie y a su lado, le cuenta una y otra vez, con la grosería propia de quien se ha desprendido de todo pudor, los actos que aparecen en la pantalla. En seguida, Max empieza a tocarse y Alejandro no lo hace porque piensa que puede perder el hilo de la narración y dejar abandonado a su hermano, a la deriva, en el agitado mar del placer. Pero guarda todo lo que sus ojos ven para recrearlo en la soledad del dormitorio, cuando llegue y encuentre a Patricia dormida. Y es que Alejandro intuye que ella no quiere saber nada ya de sus salidas con Max un día a la semana después del trabajo, y, también, el disgusto que le causa cada vez que le propone follar en lugar de hacer el amor, y el que cuando están en ello le comente cosas que a Patricia le parecen poco adecuadas y que, además, no entiende como pueden provocarle tanta excitación. De tal forma que Patricia intenta retardar cualquier tipo de contacto sexual con Alejandro, ahora que para él se ha convertido en algo imprescindible.
      Por eso, Alejandro desea que llegue el día de salida con Max para ejercer de lazarillo y si Max le dice que lo que le apetece es ver algo distinto al clásico striptease, Alejandro le explica que han tenido suerte y toca número de lesbianismo o de amor en grupo y se apresuran a la cabina para que Alejandro invente para los dos el roce de los cuerpos creados por su imaginación, obviando el anodino contorneo que ofrece cualquiera de las chicas tras la ventanilla de ojo de buey.

      Dos meses después de la primera salida, Alejandro se encuentra cómodo y a gusto junto a su hermano. No es que hablen de muchas cosas, tampoco lo necesitan, sólo hablan de lo que les une. Y así han conseguido un grado de complicidad que nunca antes había existido entre ellos. En ese punto, Alejandro le propone a Max acudir a un burdel, los gastos corren de su cuenta. Max acepta, pero pone como condición que no abandonen las visitas al sex shop, a lo que Alejandro responde que eso no se le ha pasado por la cabeza.
      Cuando llegan allí, una mujer les da la bienvenida y les presenta a las chicas. Alejandro se las va describiendo a Max, quien finalmente elige a una que se llama Gabriela, y él se queda con Carolina, que tiene el pelo largo y los ojos color miel. Después entran en habitaciones distintas y se vuelven a encontrar una hora más tarde en el vestíbulo, alegres y confiados como dos niños después de su primera travesura en común. Dejan el burdel y, al igual que otros días, Alejandro lleva a su hermano de regreso a casa. Sin embargo, hoy, por primera vez, Max le invita a subir y a tomar una cerveza.
      Alejandro se acomoda en el sofá del apartamento de su hermano, mientras Max se mueve con diligencia para servir las cervezas. Alejandro le observa, fascinado por su habilidad. Si alguien a través de la ventana, estuviera viendo ahora a Max, nunca podría sospechar que se trata de un hombre ciego el que atiende a su visita con esmero. Alejandro, por un momento, está orgulloso de Max y tiene ganas de abrazarle, aunque no va a permitir que eso ocurra.
      -¿Qué tal con Carolina? Cuéntamelo todo -dice Max, y se sienta, junto a él, en el sofá.
      Alejandro mira el reloj y piensa en Patricia, tal vez debería telefonearla. Pero se abandona a la comodidad del sofá y se olvida en seguida de ello. Así que bebe un trago de cerveza, se gira hacia Max, observa con satisfacción la postura expectante de su hermano y, luego, comienza a hablar.
     

 

© 1998 Javier González
Javier G.

Javier González nació en Madrid en 1957. Frigoríficos en Alaska es su primer libro publicado.

"De regreso a casa"  es una publicación de The Barcelona Review con el permiso del Editorial Debate S.A .  "De regreso a casa"  apareció en la libro de relatos Frigoríficos en Alaska publicada por Editorial Debate S.A , septiembre 1998.
Foto
© Jesús Ponce

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